—¡Giant stick! ¡Giant stick! ¡Friend! ¡Hand! ¡Hand! ¡Friend!

Un tipo a los gritos, me estaba ofreciendo poner en mi mano al amigo, y para mejor lo llamaba “palo gigante”. Contado así sería una anécdota de viaje picante, me sonreí al pensarlo. El sujeto captó que había atraído mi atención e insistió. No me soltaría fácil así que accedí a poner esa cosa viva en mi mano. El “palo gigante” era Evaristo, ocupaba toda la palma y se movía lento para inspeccionarla. Cada tanto se detenía y alzaba un poco la cabeza pidiendo permiso para seguir. Luego buscó dar vuelta hacia el dorso, así que giré la mano para que no se cayera.

Evaristo era asombroso, adorable. Un manojito de falsas hojas anchas superpuestas, levemente secas en los bordes y con nervaduras. Las patas también simulaban hojas. Emitía un sonido musical subyugante. Quieto, era casi imposible darse cuenta de que era un insecto. Pero ¿para qué querría yo comprar ese bicho?

¡Twenty dollars! ¡Twenty dollars!—exclamaba el vendedor y simulaba no entender que yo quería devolvérselo.

Se acercó el guía del tour y me explicó que se trataba de un insecto de la selva malaya que se usa como mascota. Dijo que comía cualquier vegetal y que no se iba lejos de donde se lo dejara. No hacía ningún daño y lo único que la naturaleza le había dado como defensa era el camuflaje perfecto. Bromeé preguntando si se transformaría en algún monstruo después de la medianoche como en las películas, pero no pareció causarle gracia, solo me aseguró que era muy cariñoso.

Era estúpido, pensé. Cómo un insecto podía demostrar cariño a un ser humano, pero de alguna manera, viéndolo, dejaba la impresión de que así era.

Evaristo pertenecía a un tipo de insectos que se mimetizan con las plantas, genéricamente se los denomina “palo”. Él era de una subespecie gigante. Otro insecto de esa misma familia es el mamboretá, o tatadiós como lo llamaba mi abuela. Recuerdo que ella le preguntaba varias veces ¿dónde está Dios? hasta que el bicho juntaba sus patas delanteras para rezar. Me aterraba que un insecto que parecía salido de una película de alienígenas entendiera esas palabras y se pusiera a rezar. Mi abuela se reía, y para asustarme más decía que después de aparearse, la hembra degollaba al macho.

Pero Evaristo no era como su primo, era mucho más grande y ancho que el mamboretá y era la criatura más amorosa del mundo. Lo compré y lo bauticé con ese nombre porque cuando yo era chico, había un tal Evaristo que era el viejo verde del barrio.

La transacción terminó costándome forty dollars porque la jaulita para transportarlo valía otros twenty dollars. Evaristo era tan encantador que no valía la pena tomarse la molestia de regatear el precio.

Esa noche en el hotel, su canto seducía como el de las sirenas. No pude concentrarme en la lectura y le abrí la jaulita para ver qué hacía. Sus movimientos eran lentos, tenían algo de humanos. Alzaba la cabeza para mirarme. Suave y amorosamente subió por mi hombro. Recorrió mi cuerpo en silencio, dando intimidad al momento. Yo no recibía una caricia desde que murió mi madre y me hizo recordar lo bien que se sentía. A partir de entonces, ese ritual se repitió cada noche. Era maravilloso.

Al volver del viaje, encontré la casa demasiado abandonada. Venía descuidándola, en parte por tanta ausencia y en parte por falta de interés en arreglarla. El patio parecía la selva malaya, Evaristo se aquerenciaría rápido.

Hubiera querido hacer reuniones, recibir amistades y familiares para hablarles de los viajes y presentarles a Evaristo, pero ya no tenía a nadie. No recordaba quién fue la última persona en trasponer la puerta de entrada.

A la noche, Evaristo cantaba. Cada vez lo hacía mejor. Yo lo llamaba Gardel y él se ruborizaba, los piropos le daban vergüenza. Después lo llevaba a mi cama para que recorriera mi cuerpo. Daba pena ver cómo se quedaba mirándome cuando lo devolvía al patio.

Durante el día pasábamos el tiempo conversando. Le contaba de mi vida, de mi infancia, de la mierda que es el mundo. Nunca tuve un interlocutor más atento y amable. Nuestros diálogos eran deliciosos. Éramos el uno para el otro. Fue la mejor época de mi vida.

Una mañana me sorprendió. Apareció rodeado de seis insectos bebés. ¡Evaristo era hembra! Nunca sentí una ternura semejante. Los adopté al instante y le puse nombre a cada uno. Evaristo debió haber llegado desde Malasia incubando los huevos.

A la noche, un coro celestial bajó a la tierra. Los llevé a todos a mi cama. Era demasiada felicidad por solo twenty dollars.

Al día siguiente me alarmé. Eran más, ya no podría llevarlos a la cama. Se imponía buscar información y lo que encontré desconcertaba:

“Esta especie consiste sólo en hembras. Nadie ha encontrado un Phyllium giganteum macho. Las hembras ponen huevos que dan lugar a nuevas hembras”.

—¡Malditos malayos! ¡No sirven ni para encontrar machos!

Como si fuese algo que dependiera de mí, determiné que ya no nacerían más. La primavera acababa de finalizar y con ella habrían terminado de multiplicarse. Punto. No eran tantos, podía manejarlo, me las arreglaría bien.

Pero seguían multiplicándose. En pocos días el enjambre cubrió el patio. Me negaba a deshacerme de ellos. No podía. Nunca cometería un genocidio filicida, antes muerto.

Perdí a Evaristo, era imposible encontrarlo. Jamás hubiera podido imaginar un final peor para un ser querido, perdido entre la multitud, indistinguible.

Una noche consiguieron traspasar el patio, subieron a mi cama y recorrieron mi cuerpo. Mentiría si dijera que no anhelaba esa sensación, es más, la necesitaba. Yo, que me jactaba de nunca haber tenido vicios, me entregué de lleno a esa adicción.

Coparon mi casa y cuando caía el sol, el coro celestial preparaba el clímax para que la marea verde fluyera por mi cuerpo y me hiciera volar, huir de este mundo.

En poco tiempo estaban unos arriba de otros formando un colchón titilante de hojas verdes. Llegaron a cubrirlo todo, solo dejaron unos corredores angostos para que yo pudiera moverme. Era un espectáculo glorioso. Los observaba extasiado, como quien, prescindiendo del horror contempla el hongo atómico y solo ve belleza.

Hasta que por fin, frente a mis ojos, en pleno día, comenzaron a cerrar los corredores arreándome hacia la cama. Sabían bien lo que hacían, y yo también. Había terminado. Es la ley de la vida, me dije. Me acosté en la cama, junté mis patas delanteras para rezar y me dispuse a ser ejecutado.