“El formato íntimo es lo más pequeño que puede haber. En este caso, se trata de un dúo. Vamos a tocar con mi compañero Nardo González, guitarrista entrerriano con quien hace 20 años andamos por los caminos, visitando países”, refiere Raúl Barboza a Rosario/12. Raúl Barboza Íntimo es el título de la propuesta que el ilustre acordeonista presentará esta noche, a las 21.30 en Complejo Cultural Atlas (Mitre 645).

El diálogo, ocurrido hace unos días, une las distancias entre Rosario y París, ciudad donde el músico bonaerense vive desde 1987. “El último domingo toqué en el Branly, el museo que hizo el presidente (Jacques) Chirac; allí están las esculturas y sabidurías de todas las etnias del planeta, y estuve en compañía de Chango Spasiuk. Fue mi último concierto antes de viajar –en horas- para Buenos Aires. Y ya estoy preparando otro viaje. Yo difundo la música por todos los lugares por donde voy, es mi tarea y la hago con ganas y placer”, agrega.

De Nardo González, Barboza dice “es un músico de una gran calidad y capacidad interpretativa, con conocimientos profundos de la música y del chamamé. No es fácil tocar a dúo, sobre todo la música del litoral. Está la idea de que los mejores grupos son los numerosos, pero pienso que si dos músicos pueden comprenderse se pueden hacer muchas cosas. La propuesta íntima me hace pensar en otros ejemplos parecidos: Tránsito Cocomarola tuvo uno de los más hermosos tríos de chamamé que yo escuché en mi vida, pienso en Arbóz/Narváez, Troilo/Grela, Grela/Federico, Los Indios Tacunau, entre tantos otros. Se trata de dos personas que tienen que llenar el escenario, personas de conocimiento y aplomo necesario. Porque es muy importante para un dúo presentarse sabiendo muy bien qué van a hacer”.

-En este sentido, ¿recuerda momentos musicales íntimos pero de su vida familiar, con sus amigos?

-He compartido momentos así en Corrientes, en la casa de mi compadre (Roque Librado) González, que fue el acordeonista permanente del grupo de Tránsito Cocomarola, a quien conocí. Recuerdo las veces que me encontré con Isaco (Abitbol), a veces en Misiones, atrás de la vieja terminal de ómnibus, donde vivía un amigo suyo, Pololo Silva; ese hombre tenía un conocimiento, una ternura, era un sabio. Fue un maestro, con solo mirar enseñaba. Si uno es receptivo y tiene el corazón abierto, personas como Isaco son un pozo de sabiduría.

-¿En cuáles otros maestros elige pensar?

-Yo comencé a tocar a los 8 años, y a los 12 grabé un tema junto a los Irupé, si recuerdo bien. El guitarrista era Ramón Ayala, que tenía unos 22 años. Grabé “La torcaza”, un chamamé de mi papá. Todos con partituras y yo era el único que no leía, como hasta hoy (risas). Esa fue mi primera experiencia en grabación. Aprendí al estar al lado de personas como Pedro Sasso, Damasio Esquivel, Cocomarola, Isaco, (Ernesto) Montiel, entre tantos otros músicos. Tuve la suerte de participar del grupo de Julio Luján, acompañé a Pedro de Ciervi. Tuve grupos donde estaban cantantes como Octavio Osuna, con él fuimos a tocar en una gira en Japón y se llenaban los teatros, fue maravilloso. Hay que llenar los espacios, y yo hago eso, puedo tocar solo toda una hora y media, tengo repertorio y me preparo para hacerlo, como los músicos clásicos: estudio, busco los matices, las tonalidades, las improntas y las improvisaciones.

"Está la idea de que los mejores grupos son los numerosos, pero pienso que si dos músicos pueden comprenderse se pueden hacer muchas cosas". 

-Dada su participación en la banda sonora de la película Los inundados, ¿podría rememorar a Ariel Ramírez y Fernando Birri?

-Ariel lo convocó a mi papá, y él le dijo que tenía un hijo que tocaba muy bien, algo que todo padre haría (risas). Y fuimos a tocar. ¿Qué querés tocar?, me dice. No sé, maestro, ¿qué quiere escuchar? Un chamamé, me dice. Toqué. Y me dijo: “Mirá, he compuesto una música para una película que se va a llamar Los inundados, el director va a ser el señor Birri. Me parece que vos podés ser el acordeonista. ¿Querés participar?”. “Maestro, ¡para mí es un honor que usted me llame y convoque para tocar el fondo musical en una película, y más una música suya!”. Y así fue, así conocí a Birri: un hombre delgadito, alto, ya entrado bien en la vida, con una gran sonrisa y una gran bondad. Un espíritu abierto, lleno de ternura. Yo lo miraba a Birri ir y venir, haciendo, dando indicaciones. Eran órdenes que ni siquiera lo eran, eran indicaciones, sin andar a los gritos ni rebajar a las personas, a los artistas, sino, más bien, ensalzándolos, para que cada uno sacara lo mejor de sí, contentos. Ariel Ramírez fue quien me hizo grabar mi primer disco en el sello Columbia, en el año ‘64. Me había visto tocar en un festival y me dijo que yo podía grabar. En fin, Ariel fue un hombre que hizo grandes obras artísticas, y yo participé en un tema (“La anunciación”) en la Misa Criolla, que me permitió hacer la grabación con José Carreras y tocar en el Vaticano. ¿Qué más puedo decir?

-El chamamé le abrió la puerta al mundo; qué maravilla, ¿no?

-Cuando era chico soñaba con viajar. Escuchaba que mi papa hablaba de Gardel que estaba en España, en Francia, que había hecho películas en Nueva York, que Canaro o Piazzolla viajaban. Nunca pensé que iba a poder hacerlo. Pero una vez le dije a mi mamá, que estaba enfermita en la cama y yo sentado a su lado: “¿Vos sabés que me parece que a mí me va a pasar lo mismo? Algún día voy a partir de aquí, me voy a ir a otro país. No sé a dónde ni cuándo, pero es lo que yo creo”. Y así fue. Un día me llamaron para hacer un viaje a la Unión Soviética, el país que menos imaginé iba a visitar. Mi primer gran viaje, tres meses por allá. Y qué cosa tan linda es tocar un chamamé y que la gente aplauda, haga palmas, canten y quieran bailar. Mi segundo gran viaje fue ir a Japón en el ‘81, ‘86 y ‘87, las dos primeras veces en trio, la última con Octavito Osuna. En cada lugar iba y tocaba lo que sé, chamamé, mi especialidad, lo que había aprendido desde que estaba aún dentro del vientre de mi madre. Nací músico. Ella me contaba que si en casa había alguien tocando chamamé, me ponía a patearla como si estuviese zapateando, y que se tenía que ir lejos para que no escuchase porque le hacía doler inmensamente su vientre.