Fui a escuchar a Daniel Melingo al Teatro del Viejo Mercado del Abasto, en Lavalle 3177. Hacía mucho frío. Aun así, él supo conmovernos con su tango a lo Tom Waits. Con Dani nos conocíamos desde cuando Los Abuelos de la Nada despegaban hacia la popularidad, mientras en paralelo hacía bailar con Los Twist en antros como el Einstein, Zero o el Marabú. Poco después, compartimos giras con Las Ligas, estancias madrileñas con Lions in Love, y los Tangos bajos de fines de siglo. Ahora editaba el CD Corazón y hueso, y realizaba giras europeas con gran suceso. Sin duda, se había transformado en un “artista maldito” en el Viejo Continente. Al finalizar su actuación, ocupamos una mesa del restó del teatro, sin la mínima intención de abandonarla hasta que nos echasen. Se encontraba con nosotros Luis Ortega, el hermano de Rosario. Seductor, galán de principios nobles y cierta “turbulencia existencial” (con la cual podía identificarme), Luis ya era un auténtico cineasta de culto gracias a sus dos films Caja negra y Monobloc . Entre el barullo, me propuso grabar percusiones en su proyecto Verano maldito.

A la semana, nos citamos en el Plaza Dorrego de Defensa y Humberto Primo, un cafetín de San Telmo que me gustaba mucho, con toldos verdes hacia la vereda, paredes bermellón, piso ajedrezado, mesas de madera en las que los clientes solían grabar declaraciones de amor, lámparas en tulipas, barra en forma de L y estanterías de vidrio con botellas dentro. Destacaban las publicidades de antaño, el logo “compadrito” de sombrero y pañuelo, una placa de Mariano Mores y la fotografía del encuentro que habían tenido allí Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato. Llegué más temprano. Lo esperé leyendo El idealista de la violencia, la biografía del anarquista italiano Severino Di Giovanni que había escrito Osvaldo Bayer, ante un café con crema y un platito de amarettos. Al entrar, el muchacho miró hacia ambos lados, como si alguien estuviese persiguiéndolo. Sentí un gracioso halo a tira de acción. Acomodándose su cabellera negra, aclaró de entrada:

—Me imagino que grabes unas baterías locas, medio arrítmicas, con un saxo sonando al mismo tiempo. Bien free-jazz, viste, algo delirante.

La película sería una adaptación del cuento “Muerte en el estío”, de Yukio Mishima . Pero su trama, que había escrito junto con Alejandro Urdapilleta, se desarrollaría en la Buenos Aires actual.

—¿A quién se te ocurre que podríamos llamar como saxofonista? —preguntó.

—Y, si de atmósfera se trata, no hay mejor que Melingo. ¡Es el uno!

—Bueno, en realidad me imagino dos saxos.

—Elemental, Watson, lo agregamos a Willy Crook y tendrás un dueto infernal e inigualable. Eso sí, después habrá que bancársela, eh.

Tras la charla, nos despedimos en la vereda con la visión del empedrado, la arquitectura colonial y los faroles antiguos de la plaza. “Uh, ¿ya pusieron un Starbucks acá?”, nos preguntamos a coro. Desde ese encuentro fuimos compinches.

foto: Andy Riwer

Días después, copamos el estudio Concreto, en Quesada al 3800, para grabar con Daniel y Willy. Era un galpón de techos altos en Coghlan. Se accedía por el propio garaje. Un pasillo lateral, de bloques de cemento, llevaba a la sala, que tenía pisos de madera clara, esferas chinas de papel, spots en las alturas y paneles y separadores rojos.

Melingo, Crook y yo —los tres “intérpretes”— nos ubicamos en el centro, con las luces tenues, para ver con mayor claridad la pantalla que habían montado especialmente. Improvisaríamos con saxos, clarinete, clarón y mi batería sobre las imágenes, como leyendo una “partitura visual” al tiempo de las escenas. Leandro “Chapa” Chiappe, quien había participado en proyectos anteriores, iría a sumarse con el piano en algunas partes específicas. Todavía no estaban orientados los micrófonos, pero el piso ya se veía cubierto de papeles, ropa, bolsos, restos de tabaco, residuos químicos, bacterias desconocidas, dióxido de nitrógeno y botellas de agua mineral o Stella Artois.

—Che, ¿no hace mucho frío acá? —observó alguien, mirando el aparato de aire acondicionado.

—¡Es la temperatura ideal para la música contemporánea!—dijo Dani con fino humor.

—Voy afuera a ponerme nervioso y vuelvo —agregó Willy, para no quedarse atrás.

Sintiéndonos un fraude, cuando parecíamos haber entrado en un pantano y que el inicio de la sesión jamás sucedería, comenzamos. Ortega, de buzo gris, remera roja y pantalones blancos, se había ubicado a un costado para, si hiciese falta, indicarnos algo. Aunque ya había comprendido las dificultades que implicaría tal tarea.

—Vos hacé morisquetas que nosotros te seguimos —le dijo Melingo.

Las escenas mostraban a Joaquín Furriel, Eduardo Pavlovsky y a su hermana Julieta hilvanar un argumento extremadamente dramático, sobre los avatares de un matrimonio de buen pasar que recibe la visita de un tío exconvicto y deciden ir juntos de vacaciones al mar. No enterados de semejante tragedia, nuestro nivel de concentración se volvió frágil como una flor. A los veinte minutos, vimos con buenos ojos hacer un “descanso”. Ocupamos la cocina de techos bajos y paredes rojas, donde había un microondas, heladera, ventilador y el sofá de rigor. Rodeando la mesada, atraídos por sus platos de quesos y fiambres, papas fritas Lay’s y gaseosas, dimos rienda suelta al tema de conversación, que rondaba en la ventaja de tocar ante los fotogramas definitivos. Pero enseguida se tornó confuso. Daniel, vistiendo remera negra, camisa de leñador roja cuadriculada y con cabello al ras entrecano, tomó la palabra:

—Si no ves lo filmado, algunas cosas no funcionan tan bien, y se crea una tercera situación en la música.

—¡El tercer movimiento! —gritó Crook, con su campera roja y un cigarrillo apagado en los labios, para agregar confusión.

—Fellini no hubiese sido tan fuerte sin la música de Nino Rota —dictaminó Dani, retomando el camino racionalista.

Cuando el diálogo cobró fervor, no faltaron menciones a eminencias del jazz como Don Cherry, John Coltrane y Eric Dolphy. Luis, que escuchaba respetuoso, confesó:

—El CD de Ornette Coleman que traje me lo escuché cien veces, pero esto que sucedió es locura-locura, eh.

—¡Somos Los Quietos! —exclamó Willy, orgulloso de su teoría.

Desde hacía rato, valiéndose de oraciones yuxtapuestas, el héroe del funk nacional había monologado sobre ciertos personajes que se quedaban petrificados al abusar de sus vicios. Siguiéndole la corriente, nos dispusimos a honrar a los “grandes quietos del rock nacional”, recordando a esos exponentes anónimos que habíamos visto desfilar durante años en camarines o boliches. El asunto dio tela para desarrollar unas cuantas teorías sobre la quietud y demás manifestaciones de la no acción, hasta que recordamos que estábamos en un estudio de grabación y, para colmo, grabando. Corrimos a hacer sonar los instrumentos por dos o tres horas más, pausas y reflexiones esotéricas mediante.

Al menos, Luis se quedó contento. Nosotros, algo estupefactos. Celebramos en Río, un bar selecto en Honduras 4772 donde servían cócteles y aperitivos al ritmo de un DJ. Lo regenteaba Alfredo Visciglio, de aspecto warholiano, pelo claro y lentes cuadrados. Además de actor y músico bajo el seudónimo AVI, dirigía la revista en miniatura Wipe. ¡Nos habíamos cruzado ininterrumpidamente por la noche porteña desde 1982! Mientras las generaciones fueron pasando, él y yo continuábamos firmes, esquivando las pruebas de carbono 14. No solíamos intercambiar demasiadas palabras, pero nos saludábamos con afecto, sobreentendidos y caras de “yo sé que vos también viste todo lo que yo vi”. El cuarteto cinematográfico logró en Río su trasnoche de distensión, mientras el chef alardeaba con un calamar relleno de hongos y salsa teriyaki, mollejas doradas con papines andinos en cocción al vacío y verduras asadas con croûte de masa philo. No para nuestra mesa, desde ya.

Por entonces, Luis Ortega estaba editando otro largometraje suyo de menor presupuesto —Dromómanos —, que había rodado con marginales reales por el centro porteño y el suburbano. Incluía a una pareja diminuta y a una mujer con una cría de lechón. La encarnaba la única actriz del film, su novia Ailín Salas. Era una chica bondadosa y calma nacida en Brasil, muy joven, que ya despuntaba en cine y televisión. También aparecía un psiquiatra alcohólico que decía llamarse Pink Floyd.

—Y bueno, Pink Floyd surgió uniendo los primeros nombres de los dos bluseros Pink Anderson y Floyd Council, así que tiene su lógica —le dije al cineasta enarbolando una teoría dudosa, haciéndome el conocedor.

Al mismo tiempo, Luis preparaba un disco con letras al estilo “casos policiales”, que le adjudicaba a su alter ego Samuel Tesler. Lo producía sin prisa junto a María Eva Albistur, en el estudio de Fitz Roy 1011. Creyó oportuno que nos uniésemos al proyecto. “Yo aprendí a tocar la guitarra de grande, a los veintiséis, pensando que era imposible aprender algo a esa edad. De hecho, solo asimilé lo suficiente como para componer. Pero descubrí que podía contar algo, como mis admirados Violeta Parra o Lou Reed”, había declarado alguna vez. Su voz narraba historias atractivas, hipnotizando al oyente de turno.

Repartidos entre dos automóviles y mi motocicleta, surcamos el Acceso Oeste rumbo al estudio Los Pájaros, en Luján. Cual milagro digno de la Biblia, el pianista Patán Vidal llegó a horario, aunque todos supiésemos que casi siempre era recibido por gente dando golpecitos a su reloj, en señal de reproche. Durante un fin de semana ajetreado, registramos baterías, clarinete bajo y pianos experimentales en piezas como “Corrientes”, “Gran sensación” y “Pronta despedida”, de lenguaje directo no exento de poesía: “Así que vos, que andás de a dos, andá a saber de dónde sacaste ese disfraz, te deschavás, no te ocultás. Así que vos, chiquito bien, de los noventa con remera Kurt Cobain, que te mareás, empastillás, y tu intuición, andá a saber qué pasó. Si te habrás perseguido por llevar unas Ombú, si te habrás perseguido…”.

El ingeniero Leo García hizo lo suficiente para que todo estuviese en orden. Esperábamos que contuviese a semejante fauna con su manera zen de galancito Disney, y no nos decepcionó. Con Melingo habíamos inventado en broma nuestro dúo imaginario “Sound y Track”, que ofrecía un delivery de grabación de bandas sonoras durante las veinticuatro horas. “Los llamás, se suben a la moto con los instrumentos, van a tu casa y graban la música de tu película”, nos repetíamos entre risas, asegurando además que no dejaríamos de cargar el bombo de murga que encontramos entre las percusiones del estudio. Anocheciendo en ese paraíso, nuestro anfitrión Palito preparó un asado inolvidable, hasta que dormimos como lirones en las habitaciones del primer piso.

foto: Michelle Bliman

Grabamos otro resto de canciones en el living de María Eva, con mi Ludwig Vistalite afinada bien profunda, a la manera tribal. Completé ritmos pegándole a todo lo que hubiese al alcance, llámense estufas o caños. Buscando algo despojado y crudo, el cineasta incluyó un mensaje de contestador automático de su madre Evangelina Salazar. Participó todo su zoológico de amigos, cual banda delictiva, entre ellos el Indio Márquez, Miguel Ángel Tallarita y Gringui Herrera. Una noche me pidió que dijese “tóquenlo así derechito, tipo Moris” antes de la canción “Un amorcito”, y quedé eternizado en el track.

El CD llevó por título Entro igual, en honor a la respuesta que el propio cantante le había dado al dueño de un bar, cuando este lo paró en la puerta, advirtiéndole que estaba cerrando. La leyenda aseguraba que el hecho había ocurrido durante uno de sus peregrinajes por los cafés trasnochados de Buenos Aires: “La noche está para matarse, no hay muchas luces por Corrientes, me cruzo amigos con pocos dientes, entro a un bar. ‘Muchacho, está por cerrar’. Entro igual, entro igual. ¿Dónde encuentro amor a esta hora, ahora que la calle no está más de moda?, ¿dónde está la escena de la chica sola? Mi necesidad marca el compás”. La imagen de Ailín con gesto asombrado, luciendo un suéter rojo y rulos negros largos, terminó ocupando la portada. Era lógico. En definitiva, se trataba de un acto romántico.