Primero fue un anuncio al pasar, una expresión de gestión que pareció menor, entre tantos frentes urgentes: el nuevo presidente sacaría las rejas que el gobierno ya saliente había instalado de manera fija, partiendo la Plaza de Mayo y separando la Casa Rosada. La noche en que se ejecutó el retiro de esas pesadas y millonarias rejas, con la cuadrilla de trabajadores celebrando con los dedos en V la tarea que les habían encomendado, con la gente agolpándose para presenciar la escena y dejar registros emocionados, apareció la primera pista sobre la dimensión simbólica que esta decisión de gobierno, aparentemente menor, cobraba en el escenario actual. La fiesta popular que se desató, ya desde la noche anterior al cambio de gobierno, con vigilia en la plaza y todo, terminó de volver a esta flamante ausencia, una fuerte presencia cargada de sentido: sin rejas, la plaza es, nuevamente, de un nosotros y nosotras en expansión. La plaza es del pueblo, y aquí cabe esta expresión que nunca lograron volver trillada. 

El día previo al cambio de gobierno fue el primero en que la plaza amaneció sin rejas, y también con los primeros armados del escenario y las torres con pantallas para la fiesta anunciada. Daba un cacho de ternura ver (vernos) a los transúntes llegar en medio del trajín cotidiano y avanzar sobre ese espacio vedado hasta hacía unas horas, con expresiones incrédulas, con la emoción en la cara, con la foto para guardar el momento. Descubriendo qué grande es esa plaza cuando no está partida al medio. Eran muchos y muchas los que se tomaban su tiempo simplemente para deambular por ahí, como sin terminar de creerlo, cruzando guiños, comentarios, sonrisas, antes de seguir para el trabajo o el trámite. Y es que algo estaba pasando ya ahí. Un comienzo, como posibilidad, se prefiguraba, a pesar de todo. Un nuevo espacio se abría, material y simbólicamente. 

La fiesta en esa nueva plaza sin rejas empezó la noche del lunes, con la cuenta regresiva del último día de lo que se decidió dejar atrás, aunque con la conciencia de sus consecuencias perdurables. La gente tuvo ganas de llegar ya entonces, en una convocatoria espontánea y feliz, que transformó este centro neurálgico del país en una plaza de un pueblo cualquiera, en una noche calurosa de festejo. A la mañana del día siguiente, y durante todo lo que siguió, bajo el calor que fue la marca del día, la plaza fue el epicentro hacia donde siguió avanzando la gente, y el festejo, y la catarsis, y la emoción y el abrazo.    

En esta plaza, ya sin rejas, comenzó a prefigurarse la esperanza: Avanzamos allí donde antes se nos prohibió el paso. Allí donde se atrevieron a sacar las baldosas históricas de los pañuelos, con la excusa de una remodelación (y que las Madres, como siempre, supieron poner a resguardo). Avanzamos sobre los pasos que antes dieron otros y otras. Avanzamos en la plaza de las luchas populares históricas. La de las Madres, la de las rondas, la de los 30.000. Avanzamos, al fin.