En apenas un par de años, las cajas, con sus llamativos colores –naranja, rojo, amarillo–, fueron apareciendo, se instalaron, y ya forman parte de nuestro paisaje habitual. Podría pensarse que llamaron la atención en un primer momento, ya que, indudablemente, además del color, chocaba –y sigue chocando– observar ese enorme cuadrado antianatómico, con dos meras cintas, obligatoriamente adosado a cada cuerpo humano; aunque ahora se ven también modelos con formas y materiales más suaves, más rectangulares, similares a una mochila mediana, no tan grandes. Son cajas-delivery, transportadas por personas que buscan un ingreso (salarial), algún sustento de vida. Vemos, así, los siete días de la semana, durante las veinticuatro horas, a las cajas pasar raudamente por calles, ciclovías y veredas de nuestra urbe, a pie, en bicicleta o moto. A estas y estos “transportistas” se los puede ver con sus cajas y vehículos individualmente, en pareja o en grupos, en determinadas esquinas, parques y plazas, a la vera de ciertos comercios (heladerías, restaurantes, supermercados), con la mirada atenta-alerta a la brillante pantalla del teléfono celular, que les indicará, en algún momento, algún pedido. El deseo/necesidad/consumo de alguien. Practicidad y comodidad, ¿pero a costa de qué o quiénes?

Impulsado y autopresentado como un “fenómeno empresarial emergente” –ya se irá viendo la catadura de este fenómeno–, estos delivery en plena expansión son “plataformas” digitales que operan en una serie de países de Europa y América ofreciendo (vendiendo) sus servicios mediante una app. Básicamente, son un microtransporte a domicilio, online, ligado al comercio y, cada vez más, a los llamados servicios personales/profesionales. Una intermediación entre la mercancía y su destino manifiesto: su compra-consumo, garantizado ahora, en la era de la hiperconectividad, por el irresistible mecanismo del envío a domicilio, sumamente barato, por la vía del trabajo precario. Lo pedís, lo tenés: lo que “elijas” (tras el bombardeo publicitario) o necesites comprar, te lo llevan “volando”, cual Ícaros hasta la misma puerta de tu casa.

En las páginas web de estas empresas se lee: “Somos un mercado que conecta a los usuarios que desean comprar alimentos preparados, comestibles, ropa y prácticamente cualquier cosa con contratistas independientes que puedan satisfacer esas necesidades.” Con un llamado: “¡Estamos reclutando!”. “¡Vamos volando!”, dice otra. “Contamos con un equipo de trabajo de más de 1400 colaboradores”.

Una tercera empresa explica que quienes trabajen serán “repartidores”, al mismo tiempo que se trabaja/ría “solo las horas que quiera”, y aún más: “Sé tu propio jefe. Flexibilidad de horarios, ingresos competitivos y la oportunidad de conocer tu ciudad repartiendo al aire libre.” Un lindo ofrecimiento: andar al aire libre “en bici”, como si lo contara en sus Diarios de bicicleta David Byrne… Pero no, de inmediato, aclara la empresa: “Lo que ganás por pedido depende de tu experiencia y calificaciones.” Es decir, nada de conocer al aire libre la ciudad, compulsión económica y competencia lisa y llana, por la vía de la dictadura de la calificación y los algoritmos: el o la mejor “empleado/a del mes 2.0”, como una mercancía más en el mercado laboral. En definitiva, se lanzan eufemismos y disfraces para evitar asumir responsabilidades laborales y económicas: “contratistas independientes”, “colaboradores”, “repartidores- (auto)patrones”. Es el régimen mal llamado “independiente”, monotributista, presentado como trabajador/a emprededorista.

Son viajes a cumplirse en cualquier condición urbana y meteorológica, generalmente sin los implementos necesarios de seguridad y protección, todo para concretar, sí o sí, la operación: entregar la mercancía. Fueron noticia los incidentes y accidentes ocurridos, incluso fatales. Ante esto, hay procesos de denuncias judiciales y de organización sindical –aquí y en casi todos los países donde estas empresas funcionan– en defensa de los derechos laborales vulnerados. Además, hay una intersección de otros fenómenos críticos, como el de la subocupación y la sobreocupación, la cuestión etaria –el trabajo precario en la juventud– y las actuales inmigraciones.

Este nefasto combo de hiperconectividad, consumismo y colonización del tiempo se suma a la falta de tiempo –de tiempo libre, especialmente– y al sedentarismo que padecen las mayorías. Viviendo habitualmente a las apuradas, con poco dinero, muchas veces con empleos chatarra, se pide comida chatarra que la transporta, también, alguien que tiene un empleo chatarra. Por su parte, Marx ya había descrito la caída de la tasa de ganancia como una ley tendencial del sistema –sobreproducción, producto de la competencia–; y ahora, este modernísimo sector (esclavista) de “capitalismo de plataformas” surge e intenta amortiguar esto, así sea parcialmente, contribuyendo con su servicio a la venta de las mercancías “en espera”, poniéndolas en movimiento, del comercio al domicilio, cumpliendo así con el ciclo de valorización del capital (producción-circulación-consumo). Ya que todo, en última instancia se reduce a comprar: pago un servicio que me trae un producto que pagué o pagaré; es un proceso de compra sobre compra. Y además, el aporte como número, como estadística, que integra y aumenta las cifras y “patrones de comportamientos” de la Big Data. Esas cajas que circulan a nuestro alrededor simbolizan la alienación (pérdida de conciencia) de la sociedad bajo el capitalismo: la inversión de las relaciones, volviéndose humanas e importantes las cosas, y cosas sin mayor interés o relevancia las personas.

 

Quizás sirva revisitar los análisis y críticas de la Escuela de Frankfurt. Buena parte de los temas que trataron –además del autoritarismo, el militarismo, el fascismo y la guerra– desde la sociología, la economía, la historia y el psicoanálisis, como la alienación y la ideología, los aparatos del Estado, los “sistemas” del arte y el funcionamiento de las maquinarias culturales y de propaganda constituyen y configuran, todavía hoy, nuestro presente, repleto de promesas y peligros.