El comienzo de la nueva etapa política interpela la lógica por la que la denominada “grieta” es absolutamente funcional a una identidad cerrada y pretendidamente definitiva, en la que “la argentinidad” se define siempre por antagonismos. Tal identidad se parece más a lo idéntico de lo policial, y al “¡identifíquese!” de la circulación fluida y aislada de los individuos de la lógica disciplinaria, propia de los absolutismos, que a la multiplicidad democrática en la que la identidad siempre es abierta y “en progreso” hacia el encuentro con el vacío creador, hacia esa nada sobre la que reposan sus vestiduras.

La Grieta

Este término se impuso desde la hegemonía mediática para machacar sobre un gobierno que --desde tal punto de vista-- generaba una brecha entre una parte de la población y otra identificada con algunos valores de “la argentinidad” derivadas de aquella denominación bio-policial por la que “lo argentino” siempre es agredido por algún tipo de agente extraño, virósico, difícil de identificar y metido peligrosamente en el “cuerpo propio” de lo argentino, es decir, una suerte de proceso invisible, interior, que corrompe y degenera hasta la descomposición absoluta. Esta supuesta “identidad” de lo argentino, ya definida y determinada, con ambición de eternidad y estatismo (en el sentido de la fijeza, de la negación del movimiento, en definitiva, de lo vivo) asentada en ciertos valores tradicionales ligados a lo “campestre” (y con ello a toda una lógica de lo “natural”, de aquello que se impondría por el peso de lo que cae o de la liviandad de lo que se respira) se sirve de un supuesto “destino manifiesto” frente al que cualquier tipo de desvío es y deberá ser tratado como una amenaza o simplemente una enfermedad.

El “cuerpo social de la argentinidad”, entonces, dependerá en su salud e integridad, del ejercicio de un derecho --también natural-- a ser defendido como sea. Ya sabemos en qué, ha terminado este ejercicio de “defensa”, entre cuyas consecuencias anotamos golpes de estado varios, con distintos grados de intensidad dictatorial, incluyendo el más desastroso estado de excepción que se vivió entre 1976-1983.

La Defensa

Esta “lógica del cuerpo” en torno a la que esa identidad de “lo argentino” tiende a cerrar filas, no conoce argumento otro que la naturalidad del derecho que se arrogan quienes detentan e incluso sostienen la consistencia --militar, o militante-- del imaginario sobre el que se agolpan todas las intenciones políticas de “salvación” de la patria. En definitiva, todo se reduce a una simple metáfora organicista rayana con lo psicótico, por lo que el propio Freud nos aportó grandes páginas de su obra. Es un modo de llevar el lenguaje a convertirse en una herramienta robótica para transmitir exactamente “lo que se quiere decir”, imprimiéndole a la lengua el ejercicio absolutista y tiránico. Tal como cuando nos dicen que “hay un solo camino” y el objeto u objetivo de tal maravilloso sendero hacia la felicidad exige de sacrificios que van en una sola vía, cuando de lo que en verdad se trata es de que el “sacrificio” es esa “sola vía” supuesta en dirección al paraíso. Quiere decir que para ese tipo de ejercicio de lo político no hay ni puede haber equívoco o desvío, y sobre tal posibilidad se ejercerá un control absoluto. “La grieta”, entonces, es un término sacado del horno de tal absolutismo que reniega de cualquier otra vía que no sea “la única”. Hay y habrá “grieta” porque su propia existencia, en el campo semántico, está indicando, paradojalmente, un único y definitivo camino: su cierre. La grieta es el significante de “lo Uno”, es el significante que idealiza la formación de masa en la que no valen las diferencias y cualquier diferencia es sancionada como “traición”. El deseo de alguna alternativa es reducido, por obra de las “defensas” que rápidamente se activan para sostener la masa, a una simple organicidad sobre la que hay que actuar rápidamente para brindar la cura, como un antibiótico sobre algún tipo de bacteria. La defensa opera, finalmente, sobre esa peligrosidad de lo errante, del equívoco, que corrompe la naturalidad de lo “argentino”, y sobre todo opera sobre la tachadura que tal deseo impone sobre el “destino”, aunque se lo considere a priori como “manifiesto”, un refuerzo de los valores ligados a la idea de una identidad más policial que a una realidad diversa.

El Objeto

Entonces, frente al deseo que rompe con la “fijeza” de una política que siempre se desprende de toda vitalidad, y de cualquier índole de lo libidinal que reconozca seres humanos deseantes, más que apenas un conjunto de individuos bio-dependientes (es decir, dependientes del “buen funcionamiento” de su organicidad “natural”), lo que se abre frente al advenimiento de una nueva etapa político-social en nuestro país (y tal vez a nivel regional) es un vacío creador y pulsante, sobre cuyos bordes se agolpan --ayudando a su delimitación precisa-- las intenciones múltiples de lo político. Lo político de ningún modo tiene por pretensión la perversión de ofrecer “el objeto prometido” -que la política o los políticos parece que se han sentido siempre en “la obligación” de colocar en el horizonte de sus acciones. Es decir, un paraíso delineado con mayor o menor nitidez, explícita (como lo hizo este último gobierno) o implícitamente, a través de sus decisiones. No sabemos por qué en la política se ha impuesto (tal vez en razón de cierto “clientelismo natural” que es propio de la lógica del mercado capitalista) la “promesa” de la felicidad, o tal vez sea visto desde el más simple sentido común, y tal vez sea “un hecho” que hay que hacer promesas. Pero el psicoanálisis tiene un punto de partida ético que todavía no se ha trasladado a la lógica política, y es la idea de que no hay paraíso de la felicidad, pero sí hay una ética del deseo que nos permita vivir en paz realizando individual y colectivamente lo que está en el origen de cada uno de nosotros, y que fundamenta nuestra capacidad “ciudadana” o, mejor, política: no hay individualidad sin el Otro, y en el Otro se afirman las condiciones de la individualidad. Entre el individuo y el Otro hay una grieta en la que se alojan las singularidades, las diferencias, resistente a su cierre, proclive a su reconocimiento. Quizás vaya siendo hora de cambiar el término, y tal vez ese sea el signo de un cambio cultural: la palabra grieta por otra que contenga las diferencias de manera implícita. “La grieta” da la idea de un empuje a su cierre, pero ese cierre siempre será, como en una guerra, a costa de la “eliminación” del rival. El vacío, en cambio, es tan resonante como el silencio en la música: si no lo hay todo tiende a transformarse en ruido.

Jose Luis Juresa es miembro de EPC (Espacio Psicoanalítico Contemporáneo) y miembro del Instituto Gerard haddad, de Paris.