“Supongo que todas las historias comienzan y terminan con un desplazamiento, que todas las historias son el fondo una historia de traslado”, dice Valeria Luiselli en las primeras páginas de Desierto sonoro. Todo el complejo relato que articula su última novela puede comenzar a deshilvanarse a partir de esa frase. Los desplazamientos, voluntarios o involuntarios son los que de forma paralela y perpendicular atraviesan el enorme entramado de esta historia. En sus 475 páginas esta novela narra el viaje en coche de una familia desde la ciudad de Nueva York hasta Arizona. Madre, padre y dos hijos –una de 5 y uno de 10-- realizan ese desplazamiento con paradas en moteles temáticos de Elvis, hosterías que parecen embrujadas, bares y restaurantes donde los miran de costado, explorando y analizando todo el ancho y desangelado paisaje del suroeste de los Estados Unidos. Ellos son una pareja de “documentalistas sonoros” y llevan en el portaequipaje micrófonos y grabadoras con los que van a registrar el entorno auditivo para proyectos que cada uno está realizando. Los niños por su parte van en el asiento de atrás. Y desde ahí espían, escuchan, dialogan y a veces intervienen en todo aquello que el mundo adulto expresa desde las voces de sus padres, e incluso lo que llega desde el exterior por las noticias de la radio.

Se dirigen a la frontera con México donde está produciéndose un fenómeno grave. Miles de niños llegan diariamente solos, huyendo de diversas situaciones de violencia en sus países de origen e intentan entrar furtivamente en Estados Unidos donde son apresados en centros de detención y en la mayoría de los casos deportados. La mujer de esta familia, que a su vez es la narradora, indaga en esa realidad cruel y manipulada por los medios para que sea visible a la población en términos de “aliens” que llegan, indocumentados que deben irse lo más rápido posible, aunque estén pidiendo asilo, sean refugiados y su situación debiera estar amparada por la ley y la solidaridad entre países. El marido, en cambio, está más interesado en corroborar en el presente una historia que viene del pasado. Lo que se escucha alrededor de las montañas de Chiricahua, que quedan de camino, donde mucho tiempo atrás existió la Apachería, el territorio de los pueblos originarios norteamericanos. Allí vivió el mítico Gerónimo y los últimos pueblos libres de América antes de rendirse a los blancos y ser –ellos también, pero antes -- desplazados a pie y confinados las reservas.

Valeria Luiselli sabe de traslados por experiencia propia. Hija del diplomático Cassio Luiselli Fernández, nació en Ciudad de México en 1983 y creció en Corea del Sur, Sudáfrica, Costa Rica e India. A los 19 años decidió volver a México a estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras, para recuperar, según dice, su ciudad y su lengua materna. Luego vivió en Barcelona y Madrid hasta regresar a México. En algún momento, en alguna de esas ciudades, empezó a escribir lo que sería su primer libro de ensayos, Papeles falsos (2010). A él le sucedió la celebradísima novela Los ingrávidos (2011). Luego siguieron La historia de mis dientes (2013) y el ensayo Los niños perdidos (2016). Hoy está instalada en Nueva York donde vive con su hija, su madre, su sobrina y una perra. Es, sin dudas, una de las voces más destacadas de la narrativa latinoamericana. Sus obras fueron traducidas a más de veinte idiomas y han obtenido en dos ocasiones el Los Angeles Times Book Prize y una vez el American Book Award, además de haber sido dos veces finalista del National Book Critics Circle Award. Es desde allí que responde al teléfono, pide disculpas por las demoras y cuenta que una tormenta de nieve terrible complicó su llegada al tren. Desde ese lugar su voz resuena con un acento mexicano suave y una articulación compleja y sin modismos. Hablará de su reciente novela, como otros temas que la preocupan y que entran de un modo u otro, en todo lo que escribe.

En el camino

Este es un viaje a la vieja usanza, sin GPS, con grandes mapas que se despliegan en la falda de la copiloto y ráfagas de noticieros mezclados con la música de las FM que tapa la tensión que se vive adentro. Es que marido y mujer están en trance de separarse y este largo viaje es una especie de divorcio en cámara lenta, una transición de un modo de vida juntos a otro cada uno por su lado. Los recuerdos de la vida en común se superponen al malestar y la frustración de haber perdido la sintonía fina de la pareja. Mientras tanto, el afuera es acuciante y las noticias de los niños migrantes van acumulando dramatismo con el correr de los días y los kilómetros de viaje.

Hay que saber que Luiselli viene de escribir Los niños perdidos, un amargo ensayo acerca de estos niños en los tribunales donde se evalúan las circunstancias que los llevaron a migrar a Estados Unidos y se les da o no la posibilidad de quedarse. El texto está basado en el cuestionario de cuarenta preguntas con que la corte entrevista a los niños y cada una de las preguntas le dispara a la autora una reflexión sobre el significado social y político de las palabras que aparecen en el mismo cuestionario, como lo que implican en las historias de los que las responden. Si bien Los niños perdidos se publicó primero, Luiselli cuenta que comenzó la novela antes, pero decidió editar primero este texto de no ficción, para luego volver a la novela con una postura menos explícitamente combativa.

“Empecé a escribir Desierto Sonoro en el verano de 2014, durante un viaje por Estados Unidos. Ese verano se había declarado una “crisis migratoria” en la frontera México-EEUU, y empecé a tomar notas sobre la manera en que se hablaba sobre esa crisis en el interior del país. Cómo se hablaba de ello, por ejemplo, en la radio local en Oklahoma, en los periódicos locales en Arkansas, en los diners de Nuevo México. Más tarde, en 2015, trabajé como traductora voluntaria en la corte de migración, traduciendo testimonios de menores no acompañados, con el objetivo de ayudarles a conseguir un abogado que los defendiera de una orden de deportación. La novela fue creciendo a medida que Estados Unidos se fue hundiendo en el muy oscuro momento que se está atravesando todavía hoy.”

Ese crecimiento implica que al germen documental se le sumen muchas otras capas, en un juego de intertextualidades arborescente. La novela tiene una estructura singular, en la que cada capítulo responde a una de las cajas que la familia guarda en el baúl del auto. Siete cajas en total, donde al mismo tiempo que hay novelas, libros de teoría, diarios y fotografías, hay espacio para guardar aquello que se quiera documentar del mismo viaje. ¿Qué hay en las cajas? los Diarios tempranos de Susan Sontag, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, los Cantos de Ezra Pound, La carretera de Corman Mc Carthy, La tierra baldía de T. S. Eliot, El señor de las moscas de William Golding, En el camino de Jack Kerouac, 2666 de Roberto Bolaño, La Biblia, La cruzada de los niños de Marcel Schwob, La atracción del archivo de Arlette Farge, y un largo etcétera. Cada uno de estos libros toca una nota y tiene un lugar en la novela, una zona abovedada del relato donde se le hace lugar para que resuene su eco. Las travesías por el desierto, la tierra arrasada y los matrimonios arrasados, la necesidad de irse para encontrarse y la necesidad de documentar la vida para salvarla de la pérdida de sentido, para producir un subrayado más, en el conjunto de lo sensible. Por la noche la narradora toma un libro y lo hojea, o recuerda el momento en que lo leyó, o alguna circunstancia lo trae a colación. Entonces, esos otros libros también dicen algo.

A veces, es el mismo paisaje el que los hace hablar. Las fotos de Los americanos de Robert Frank o Inmediate Family de Sally Mann que también están en las cajas del baúl, son imágenes que se superponen a otras imágenes, distintos tiempos que dialogan en esta novela tan palimpséstica como la vida. Durante el mismo viaje el niño cumple diez años y recibe de regalo una cámara Polaroid. ¿Para qué sirve?, pregunta. Para documentar, le responde su madre. ¿Y qué es documentar? “Solo es una forma de añadir una capa más, una pátina, a todas las cosas que ya están sedimentadas en una comprensión colectiva del mundo.” Estos documentos cuadrados aparecen en el final del libro, como una prueba, un tesoro, una escritura más de ese viaje. La narradora dice: “Se concentra en la autopista que se extiende ante él como si estuviera subrayando una frase larga en un libro muy difícil.” Viajar parece ser leer el paisaje y también escribir en él.

La infancia del procedimiento

Desierto sonoro fue escrita en inglés y publicada en 2019 con el título Lost Children Archive. Comenta Luiselli: “Escribo en los dos idiomas a la vez desde siempre, un cuentito por acá, un ensayo por allá. Los niños perdidos lo escribí en inglés y tuve una reunión con mis editores donde íbamos a platicar de la traducción. Fue en una cantina en México, y al cuarto tequila me habían convencido de que yo era una traidora a mi madre patria y a la Virgen de Guadalupe por haber escrito ese libro en la lengua del imperio, y que me tocaba a mí reescribirlo en español. Acabé firmando una servilleta, donde me comprometí a reescribir siempre en español yo misma lo que escribiese en la lengua del imperio.” Pero en el caso de Desierto sonoro, dice, era imposible de reescribirla sola, así que al final tuvo que romper la servilleta y trabajar conjuntamente con un traductor, el también escritor mexicano Daniel Saldaña Paris.

Hay algo del título en inglés que advierte sobre otro de los hilos de la novela: la infancia. Por un lado dos de sus protagonistas son niños, y su universo, - juegos, pensamientos, fantasías, terrores- ocupa un lugar central en la trama. Sorprende encontrar un relato que retrate la originalidad disparatada del pensamiento de los niños tan genuinamente, y que a la vez devele sus vínculos con los adultos en toda su complejidad. La narradora dice: “Decidimos, aunque en realidad nunca lo hablamos, que teníamos que tratar a nuestros hijos no como destinatarios imperfectos de un saber más elevado que nosotros, los adultos, debíamos transmitirles en dosis pequeñas y edulcoradas, sino como nuestros iguales desde el punto de vista intelectual”.

Por otro lado están esos otros niños, los llamados niños perdidos, los migrantes que son acorralados por las sociedades en las que nacen y empujados a una huida forzosa donde ponen en riesgo sus vidas. Son dos maneras de sensibilizar sobre ese terreno frágil, incierto, elevado y fantástico que es la niñez. El texto muestra las maneras que las noticias sobre estos niños perdidos repercuten en los niños que viajan en el auto. Las fantasías de unos y otros, los modos de usarlas para sobreponerse al dolor. Por último, un tercer ángulo es la evocación de los Guerreros Águila, un grupo de niños que vivían en las montañas, guerreaban juntos y que eran más fuertes que ninguna tribu. Como fantasmas, referentes o superhéroes, los Guerreros Águila muestran la fortaleza y el poder que se esconde en la infancia. Luiselli comenta, desde el otro lado del teléfono: “Esta no es una novela sobre migración infantil. Es una novela sobre mitos fundacionales y la violencia política que esos mitos muchas veces justifican; es una novela sobre cómo se cuenta la historia y sobre cómo se puede o no reescribir; y es una novela sobre la imaginación infantil, cuando ésta tiene que servir como dique contra toda la violencia, estupidez y brutalidad del mundo adulto.”

¿Y cómo se cuenta la historia, esta historia, la de Desierto sonoro? Algo sumamente singular de esta novela es que el punto de vista, en la mitad de su recorrido, cambia. Comienza siendo el de la documentalista madre, en trance de separarse del hombre del que aún, de alguna manera, sigue enamorada. Y transcurrida más de la mitad del texto, la narración pasa a estar en manos del mayor de lo los niños. Él cuenta la historia a su hermana menor, una forma de retomar la pulsión de “documentar” presente en los adultos, esta vez con la función de ayudarla a recordar cosas que ella por su edad no podrá saber en el futuro. Él entiende aunque nadie se lo diga que ese es el último viaje en familia. Y que ellos también deben protegerse de los adultos, como los Guerreros Águila.

Esta libertad formal, permite que la novela respira a otro nivel: como si se tratara de un bosque en el que después de mirar durante horas como se mueven con el viento las copas de los árboles, nos detuviéramos en los arbustos multiformes que cubren el suelo.

El cementerio en el desierto

Pese a nutrirse de materiales documentales, libros, hechos fechados de la realidad que pueden leerse en los diarios y ser la continuación de un libro de no ficción donde se alertaba y visibilizaba un conflicto que está lejos de resolverse, el texto se da permiso para que la ficción manipule esos materiales. Y borre espacio y tiempo para que las evocaciones se vuelvan una materia más vaporosa en la mente del lector. En este sentido, el de la posibilidad de escribir o reescribir la Historia, la novela le da un lugar privilegiado a la ficción.

Uno de los textos que se trasladan en las cajas del baúl, y que tanto adultos como niños leen, es Elegías para los niños perdidos de Ella Camposanto. Una de las Elegías, la Duodécima, dice: “Se extiende en torno a ellos el desierto, amplio e inmutable, mientras el tren avanza en dirección al poniente, en paralelo al largo muro metálico. El sol asoma a lo lejos, al oriente, detrás de una cordillera: una masa enorme de azul y púrpura, sus contornos como brochazos tentativos. Van callados, los seis niños, mas callados que de costumbre. Los seis encerrados en sus miedos.” Un rápido googleo nos devela el misterio: se trata de un libro apócrifo, que la autora crea para dar cuerpo a esas otras historias, las de los niños perdidos, que por cómo está estructurado el relato no podían contarse con tal cercanía. Una voz en tercera persona narra la peripecia de un grupo de niños que cruza el desierto pasando las peores penurias. Se dice que está inspirada vagamente en la histórica Cruzada de los niños que tuvo lugar en 1212, en la que decenas de miles de menores viajaron solos a través de Europa, pero que en la versión de Camposanto sucede en un futuro no tan lejano y una región indeterminada que podría ser entre Centroamérica y Norteamérica.

Leyendo los pasajes de las Elegías, asociamos claramente lo descripto con los niños mexicanos que cruzan la frontera caminando y como polizontes de trenes, pasando calores invivibles, hambreados, con los pies destrozados, guiados por un coyote que los ayuda pero también los aterroriza. A través de las Elegías la novela se acerca a ese caminar en el desierto, los ecos de sus pasos, el sonido de sus voces, lo funesto de sus días. En el último tramo de Desierto sonoro las dos historias se funden: pasamos del relato que le hace el niño de 10 a su hermana, a la angustiante peregrinación de infantes, ida y vuelta. En un procedimiento muy virtuoso, alla Mrs Dalloway de Virginia Woolf, sin puntos y apartes, Luiselli una vez más pega un volantazo que amplía los sucesos de la familia protagonista, y los diluye en el magma trágico del desierto. Como si le pusiera un amplificador para escuchar todo lo acallado, todo lo que sin que nadie lo oiga, ahí suena: todos los muertos, sus huesos, las cosas que alguna vez estuvieron ahí y ya no están, los repiqueteos de la iglesia, las madres deshechas en llanto, el interrumpido murmullo de otros niños, los regaños de sus abuelos en pueblos y en plazas donde aún resuena alguna música.

Y este desierto sonoro no se queda solamente en la novela. Ahora mismo Luiselli trabaja en un nuevo proyecto que esta vez será distinto a lo hecho hasta ahora: será una pieza sonora. Un trabajo en el que algunos de los conflictos ya expuestos tomarán un cuerpo diferente. Desde el otro lado de la línea cierra contando qué es lo nuevo, lo que se vendrá para quienes hayan quedado atrapados en los cientos de hilos narrativos que teje esta novela. “Estoy trabajando un texto que será, en su forma final, un paisaje sonoro compuesto de un coro de mujeres que hablan sobre la violencia hacia la tierra y hacia el cuerpo femenino en la frontera, las borderlands. El texto explora distintas formas de acumulación de capital en la frontera México-EEUU –como las mineras, las maquilas y los más recientes centros de detención para personas indocumentadas–, y se pregunta por la manera en que esas formas de acumulación y explotación vinculan la violencia hacia la tierra con las violencias hacia las mujeres. Apenas estoy haciendo notas y armando un pequeño archivo con materiales sobre cosas muy variadas: la historia del cobre, los pájaros del desierto, tecnología de vigilancia y control en la frontera, trasiego de armas, mapas del cauce del río Bravo. Voy leyendo a escritoras que tratan temas afines: Rita Segato, Natalie Díaz, Sayak Valencia, Dolores Dorantes. Todavía estoy en ese momento maravilloso en que todo es un caos y por ende todo es imaginable.”

 

Mientras tanto, entonces, solo queda esperar. Y pensar, también, e imaginar, activados por el cúmulo de reverberaciones que quedan sonando una vez finalizada esta novela viaje.