Mora, una experimentada enfermera que trabajó durante muchos años en Médicos Sin Fronteras recibe una inesperada y misteriosa encomienda que contiene un libro de fotos y una carta. El remitente: un primo que acaba de morir. Ese es el sugerente punto de partida de Vaticinio, la segunda novela de Elisa Bellmann que publicó Homo Sapiens y que se presentó el pasado fin de semana con la presencia del periodista y escritor Reynaldo Sietecase.

Elisa Bellmann nació en Paraná (Entre Ríos) donde vivió su infancia y adolescencia. Estudió Psicología en la Universidad Nacional de Rosario, ciudad en la que reside desde entonces. En el año 2009, su primera novela Asfixia fue finalista del Premio Clarín-Alfaguara y fue publicada también por Homo Sapiens, en la colección Ciudad y Orillas. Seis años después sería reeditada en Ediciones Aquilina, en Buenos Aires.

Contra toda moda minimalista, Vaticinio es una novela ambiciosa, potente, de fuerza centrífuga y expansiva que, sostenida en una estructura compleja y coral que remite a algunos de los procedimientos de las primeras novelas de Manuel Puig, da la sensación de que no dejará nunca de crecer, de reproducirse, de bifurcarse en más y más anécdotas, en más historias. La prosa dúctil y audaz de Elisa Bellmann le permite además dar voz a personajes muy diferentes, entre las que se destacan la de Mora, el personaje principal, y la de la excepcional Niña Eva, una chica sordomuda y sobredotada que tiene la capacidad de percibir con claridad lo que muchos otros no pueden, o no quieren, ver.

A estas voces se le suman otras y así se multiplican los puntos de vista, los estilos y los discursos. Esa superposición y acumulación de narradores construye con eficacia un universo sólido y vasto en el que proliferan también los escenarios. Con aires ecuménicos pero sin pretensiones, la novela transita por Buenos Aires, París, Jerusalén, África y hasta por un pequeño pueblo perdido de la pampa argentina al que llaman, sugestivamente, “La isla”. Y en esos lugares, en cada momento, las historia de Mora y su familia se intersecta con la historia del país y del mundo. La Historia con mayúsculas, esa que está repleta de crisis, guerras, hambre y dictaduras.

Alrededor del dilema de Mora, de su duda acerca de si debe o no abrir (aceptar) el envío de su primo muerto, se abre uno de los núcleos narrativos y temáticos más intensos y constantes de la novela: la relación que lo vivos tienen con los muertos. O, mejor dicho, el lugar que los muertos ocupan en la vida de los vivos. Los muertos de la familia de Mora están muy presentes, influyen en sus vidas, en sus decisiones, en sus deseos. “Porque está visto que la muerte de las personas no coincide necesariamente con el fin”, dice el texto.

 

Así, entonces, con todos los ingredientes y condimentos de los grandes relatos clásicos: amores imposibles, traiciones, infidelidades, muertes dudosas, viajes, estafas, herencias, coincidencias y hasta contrabando de diamantes; Vaticinio parece venir a confirmar, una vez más, aquella famosa frase de Tolstoi sobre las familias felices y las infelices. Las felices, dice el comienzo de Ana Karenina, se parecen. Las infelices, en cambio, lo son cada una a su manera. Y la numerosa familia de Mora, esa que supo cuidar durante años, con fervor, casi devoción, su enorme patrimonio de silencios y secretos, es dueña de una forma muy propia, muy particular, única, podría decirse, de ser infeliz.