Se desliza sobre un piso que rápidamente se convierte en tarima y baila. Baila como si fuera la única cosa que le interesara hacer en esta vida. No como se dijo que lo hacía Rita Hayworth, como si hubiera esperado para la escena de Gilda toda una eternidad de Rita Cansinos. Tampoco se trata de entusiasmo sino de algo acaso más inalcanzable, donde el entusiasmo se confunde de buenas a primeras con un refinado desgano. Baila y baila hasta que un segundo plano revela una cara más adecuada entonces que la de ella a un canon de belleza convencional. Marianne Faithful, digamos, para citar una película con la que podemos equivocarnos. ¿Made in USA? Anna Karina no se desvanece, aunque la otra muy futura diva cante As tears goes by.
El metro setenta y pico acentuaba esa estructura ósea que nos animaba a imitarla frente al espejo mientras nos probábamos ropa y decíamos sin titubear que Anna Karina fue y es única. Lo decíamos después de un trasformador ciclo de cine homenaje donde la vimos llorar (Vivir su vida, 1962) mientras miraba a María Falconetti en La pasión de Juana de Arco, bailando en un bar (escena que Uma Thurman homenajeó vía Tarantino, o al revés), haciendo de campesina vietnamita, de stripper, de una mujer víctima de abuso, de personaje nabokobiano (Margot en Risa en la oscuridad) y también de uno de Bioy (Faustina en una versión italiana de la Invención de Morel).
A nadie le quedó nunca un vestido de tafeta rhodia como a ella. Si Coco Chanel la descubrió y le puso con puntada de heroína tolstoiana el nombre de la fortuna (se llamaba Hanne Karin Bayer), quien difundió ese misterio solícito fue Godard, su compañero –con casamiento incluido durante algunos años– y el ojo de la cámara que solo la espiaba a ella. A ella se la ve cautelosa y expectante, aunque baile hasta el agotamiento, en cualquiera de los films de Jean-Luc, cuya carrera esos años (los sesenta) parece dedicada a aniquilar las posibilidades del “documental sobre actores” reducidos a una sola actriz (Anna, solo Anna) tanto como a clasificar en cada film los muchos modos de bailar que una juventud dorada requería como divino tesoro. La imperfección de Anna (que nadie piense premiosamente en sus dientes por su pose de boca cerrada) es acaso una de los más notables “dones” del cine del siglo veinte, y es tan plena y necesaria que dispensa al siglo siguiente de desafiarla con nuevas prendas o pruebas. Es una imperfección que merece la aprobación de todos los poetas perfectos de Francia, de Valéry a Bonnefoy.
El escape de Anna de esa brumosa mística impuesta por zagalas y musas tiene la avasallante actitud que la convierte en mártir de la extrema modernidad. Aun cuando debe someterse, como en Michael Kolhaas - Der Rebell (El rebelde, 1969, Volker Schlöndorf), al predominio de un vengador con fantasías de pirómano, Anna, la chica danesa nacida en un suburbio, Solbjerg, los ojos turquesas de la Nouvelle vague, la cantante de Una mujer es una mujer (1961, el homenaje de Godard a los musicales de los años cincuenta), la de los dúos con Gainsbourg y la de Anna (la comedia musical pop icónica francesa), la escritora de novelas (publicó cuatro, el mismo número de casamientos que tuvo), esa Anna, no se resigna a ser solo el rastro, en ella siempre también el rostro, de la inspiración de alguien. Y si el tema es la inspiración, entonces, es una inspiración sobre ella misma. Murió en París, tenía setenta y nueve años.