En este año que concluye se cumplió el 60 aniversario de un acontecimiento de insoslayable impacto. Nos referimos por cierto a la Revolución Cubana, que marca un antes y un después en la trayectoria de los procesos de transformación social en América Latina. La variedad de abordajes que el hecho habilita son innumerables, pero interesa ahora puntualizar la suma de heterodoxias que permitieron la plasmación de esta formidable experiencia histórica.

Enumeremos. Una revolución en un país con bajo nivel de desarrollo (cuando la tradición doctrinaria del marxismo las auguraba primordialmente en los países capitalistas del centro), en América Latina (territorio al que Marx le había prestado exigua y escasamente feliz atención), encabezada por un movimiento de insólita organización, ideología imprecisa y deriva guerrillera (frente al modelo de Partido rígido de cuadros de raigambre bolchevique) y una acentuada impronta nacionalista de inspiración martiana (énfasis hasta allí poco transitado por el grueso de las izquierdas del continente).

Este conjunto de fructíferas excentricidades desembocaron en un punto crucial. Haber producido una revolución dislocada, fuera de tiempo; al menos si tomamos en cuenta lo que era la orientación dominante en los Partidos Comunistas de la III Internacional. Resumámosla. Pervivían aquí, se decía, relaciones feudales de producción, enclaves latifundistas articulados con el capital extranjero. Por lo cual la revolución en América Latina debía adquirir un carácter democrático-burgués y no (por ahora) socialista, pues sin un pleno desarrollo de las fuerzas productivas anidadas en la lógica del Capital todo intento emancipatorio quedaba confinado al “aventurerismo”, a distribuir equitativamente la escasez. Eran por tanto imprescindibles las alianzas con burguesías nacionales enfrentadas al imperialismo, con reforma agraria incluida.

Fidel Castro y (especialmente) Ernesto Guevara advierten la inanidad de esa estrategia en su país, en la convicción de que esas burguesías eran una utopía fenecida, y que los antagonismos sociales acumulados durante la dictadura de Batista autorizaban una aceleración del proceso político. En lenguaje de época, las condiciones subjetivas por sobre las condiciones objetivas, la pulsión igualitarista de las masas prevaleciendo sobre una cierta inmadurez del componente material, la conciencia avanzando más prestamente que una estructura desatando una revolución que, vale recordarlo visto en perspectiva, no tendría luego emulaciones exitosas.

Sin embargo, la rareza de ese gran evento constituyó tanto una fortaleza como una dificultad. La dificultad se expresó en dos vectores. El primero, cómo modernizar con sentido incluyente una economía encorsetada por el monocultivo de azúcar; y el segundo, como mantener a la conciencia popular a salvo del ethos capitalista remanente. Puesto de otra manera, como admitir la permanencia de relaciones mercantiles (sin las cuales la productividad se complica) sin favorecer que el lucro y el egoísmo competitivo malogren la dimensión humanista de la revolución en marcha.

Frente a ese dilema será Guevara quien propondrá priorizar los estímulos morales por sobre los materiales a la hora de motorizar el desarrollo, a través tanto de la pedagogía estatal como del denominado “trabajo voluntario”. En su controversia con los viejos cuadros de PC Cubano, que promueven acercar la conciencia a las necesidades de la estructura (para auspiciar una fase transicional de capitalismo de estado), el Che antepone acercar la estructura a la conciencia (para edificar un hombre nuevo plenamente desalienado).

En cualquier caso, la revolución cubana fue un extraordinario laboratorio para una tensión que el propio Marx había señalado en diversos escritos, apelando a un par categorial sin dudas fundamental para toda la filosofía política posterior. El binomio clase en sí-clase para sí. Es decir la polaridad que va de la instalación objetiva que un actor ocupa en un modo de producción a la autopercepción que ese sujeto debe construir respecto de esa localización. De proletario explotado por el plusvalor que entrega en la forma salario, a obrero movilizado tras la misión histórica que le cabe para liquidar cualquier resto de opresión burguesa.

Esta distinción planteada por Marx acarreaba una ventaja teórica y un tendencial problema político. La ventaja es que esa suerte de cientificidad de la explotación convierte a la ética de la emancipación en una pasajera necesaria de la historia, y el problema es el que surge cuando el tránsito hacia el para sí de la clase de demora contrariando durablemente sus “intereses objetivos”.

No sería aventurado afirmar que allí reside el principal núcleo problemático de la filosofía política de las izquierdas (y, agreguemos desde ahora) de cualquier camino liberador crítico del capitalismo. Esto es, la disociación impertérrita entre los pronósticos de una verdad preconstituida y el comportamiento efectivo de los actores que el marco teórico presenta como protagonistas. La discrepancia sistemática entre los padecimientos de un sistema social y la invisibilidad para los sujetos sufrientes de las causas profundas de aquello que los maltrata.

No es de extrañar por tanto, que durante el siglo XX buena parte del pensamiento marxista haya girado hacia una preocupación por el plano simbólico (La Escuela de Frankfurt para empezar); esto es por la manera en que los efectos materiales de la dominación resultan ocultados o sublimados por los aparatos culturales del capitalismo. El marxismo se “estetiza”, en el mismo momento en que el mecanismo de la estructura no despierta revoluciones sino reificación de la barbarie.

Queda dicho, no obstante, que estas perplejidades exceden a la teoría marxista y al desempeño de las izquierdas, e involucran a toda perspectiva que se afirme en cualquier forma de objetivismo social. Pensemos por ejemplo en las experiencias que hemos tenido a la mano, aquellos movimientos nacional-populares que surgieron en nuestro continente a principios de siglo para impugnar la globalización neoliberal de los 90. Un capitalismo financiero privatizador y desregulado que vapuleó a estas sociedades. Macroeconomía de una segura exclusión activa una conciencia insurgente de los pueblos latinoamericanos sojuzgados. Hasta allí, la conjunción resulta impecable. Pueblo en si (mancillado por el ajuste neoliberal), deviene pueblo para si (de la mano de Kirchner, Chávez, Lula, Morales y Correa).

Bien lo sabemos, ese ya no es el panorama. Inquietante retorno de los brujos, renovada influencia política de diferentes rostros de la derecha al compás de un palpable acompañamiento popular. Bolsonaro, Macri, Lacalle o Lenin Moreno acaudillando una restauración neoliberal que repone un problema. La escisión entre padecimiento y autoconciencia, entre deterioro ominoso de la corporalidad social y apropiado posicionamiento ideológico de las mayorías. A esto se le ha puesto, bien lo sabemos, muchos nombres. Alienación, servidumbre voluntaria, síndrome de Estocolmo.

En ese sentido, no deja de ser sintomático, el renovado interés por la relación entre psicoanálisis (lacaniano) y política, hurgando en aquellas zonas traumáticas de la personalidad que perturban una percepción satisfactoria de las tramas de dominación del capitalismo neoliberal. Una estructura libidinal de la personalidad capturada por las redes simbólicas de un sistema que a través del goce consumista disfraza aquello que lo define, su autoconservación como régimen de sometimiento. Individuación, meritocracia y ethos competitivo como moralidad tiranizante de un mundo popular que nunca alcanza a advertir la trampa que lo tiene encadenado.

Ese capitalismo parece tener además un aliado tan inexpugnable como agobiante. El control biopolítico de la opinión a través de la digitalización de la existencia cotidiana, omnipresencia de la pantalla que a través de la lógica del algoritmo maniata cualquier forma genuina de insurrección. El voto reaccionario, entonces, respondiendo a una cadena de determinaciones. Colonización de la subjetividad por un macropoder imperturbable. El capitalismo sabe hacer de las suyas. El progresismo favoreció demasiado el consumo, se afirma, y se cavó su propia tumba. Subestimó la “batalla cultural”. Ganó la derecha.

Exploremos una perspectiva diferente. Fue Jean Paul Sartre quien mejor argumentó la factibilidad de una decisión libre, autónoma de las determinaciones. No es un plexo de restricciones el que aprisiona mis proyectos restringiendo sus alcances, sino que es mi estrategia de acción sobre el mundo la que vuelve visible las carencias. Advierto lo que me falta tras ya haber decidido, en pleno ejercicio de la libertad, lo que quiero ser. Yendo a un ejemplo sartreano, detecto la existencia de indignas desigualdades sociales tras ya haber decidido que aspiro a una sociedad sin clases. Por qué no admitir entonces que también el voto a la derecha puede ser una decisión, libre, racional, de un conjunto de ciudadanos que han preferido (temporariamente) ese proyecto de vida.

Ciertamente aceptarlo ocasiona vértigo, aquel que proviene de aceptar que debemos convivir (dialogar) con aquel con el que me separa un abismo de convicciones. Ese vértigo, no obstante, restituye el pleno valor de la política, no como timorato resquicio entre un conjunto de tenazas económicas o tecnológicas, sino como disciplina instituyente que cuando incurre en errores pierde adherentes y cuando acierta con sus realizaciones recupera hegemonía.

Argentina es tal vez el territorio que confirma estas presunciones. No fue la maquinaria infernal del tecnocapitalismo la que nos trajo la desgracia de Mauricio Macri, ni fue la que impidió su derrota. La justa combinación de un cuerpo social lacerado, la lucidez política de una líder, el mito igualitarista del peronismo y la capacidad de ejercer autocrítica fue lo que permitió iniciar un camino, que no desborda de certezas, pero es rico en esperanzas.