En 2020 nuestro país estará signado por las lógicas tensiones del inicio de un gobierno con cientos de objetivos. Unos irán cumpliéndose, otros se desecharán, algunos se perfeccionarán y varios permanecerán en expectativa.

Así como serán diversos los objetivos y sus metas, también lo serán los medios para alcanzarlos. Entre las herramientas que posee la administración para canalizar y dotar de máxima eficacia la gestión, hay una transversal y universal, referida como mecanismo fundante de la política, que muy probablemente dominará la escena de la Argentina por venir y se constituirá en un objetivo en sí mismo, más allá de su carácter instrumental: el consenso. Un concepto muy diferente al del “diálogo” que solía esgrimir el anterior gobierno, el cual nunca era vinculante a las decisiones que tomaba, las cuales no contaban con los más mínimos consensos del grueso del tejido civil.

¿Quién no habla hoy de la necesidad de que se promueva un diálogo en la sociedad pero, sobre todo y desde allí, arribar a un acuerdo de ciudadanía, a un novedoso pacto social?

Surgió esa necesidad como petición del conjunto y, al mismo tiempo, como una noción de compromiso del colectivo, que ha entendido que sobre esa base habrá que sostener la agenda pública.

A partir de ese reconocimiento vale la pena construir ideas para el abordaje de la cuestión, en torno a los numerosos interrogantes que se impone responder.

Asumimos que es el Estado quien invitará a constituir lo que ya ha sido anunciado como Consejo Económico y Social. Desde esta premisa nos preguntamos quiénes serán convocados. ¿Serán los sectores tradicionales como sindicatos y cámaras empresariales o sumarán universidades, movimientos sociales, organizaciones confesionales, el movimiento feminista, los ecologistas, expresiones de la economía popular y de los pueblos originarios?

Por otra parte, ¿todos los asuntos entran en debate o sólo los que tienen que ver con los factores que hacen a la generación de riqueza y a su distribución?

Esos dos interrogantes son apenas dos cuestiones, aunque esenciales, que el convocante tendrá que definir en función de los límites y alcances del llamamiento.

Luego se desencadenarán los otros asuntos a tener en cuenta: el grado de institucionalización que tendrá la mesa del diálogo; el carácter vinculante o no de las recomendaciones o los dictámenes; la imposición de beneficios o sanciones para instar la participación.

No es una mesa de patas iguales o equivalentes la que se extenderá para recibir en su derredor a los actores del futuro pacto social. Hay una pata que tiene su propia historia y ha adquirido, con el tiempo, una identidad determinante: es la que representa a los trabajadores organizados. Enfrente, las entidades del empresariado nacional: atomizadas y no pocas antagonistas entre sí. Las primeras, mayormente constitutivas de la columna vertebral del movimiento nacional; las segundas, refractarias a cualquier ideologización, sobre todo las que aglutinan las empresas que proveen más del 75 por ciento de los puestos de trabajo, las Pymes.

Como consecuencia de ese diferencial, lo que marcará el éxito de la construcción del acuerdo institucionalizado será el acercamiento de las representaciones del capital argentino a conformar una unidad de identificación como sujeto, que le permita adquirir, con el correr del ejercicio del diálogo, una conciencia y una conducta de clase emparejadas a las de los trabajadores y ya no confrontada.

Será entonces en la dialéctica propia de la batalla cultural donde se dirimirá la contradicción histórica que hizo que anteriores iniciativas de esta índole fuesen efímeras. La puja que, en especial, deben encarar los empresarios argentinos: aquella que los ubique, definitivamente, en la misma vereda que hace tantos años ya ocupa el trabajador organizado.

* Ingeniero y abogado. Fue directivo de la CGE.