Fue la primera artista del tatuaje en los Estados Unidos o eso dicen quienes ahora arman podio con los nombres de Angelique Houtkamp, Katya Krasnova, Lina Stigsson, Sara Fabel, Megan Massacre, Kat Von D y Whang-od –el orden siempre varía, cada vez son más las tatuadoras estrella con lista de espera en cualquier lugar del mundo–, junto a los de las precursoras Nora Hildebrandt, Artoria Gibbons, Irene Woodward y Mildred Hull.

En los primeros años del siglo pasado los que tatuaban eran los hombres y las mujeres que se dejaban tatuar eran mujeres de circo. Cuanto más exótico (generalmente inventado) era el origen de la piel pintada, más les pagaban y más entradas vendían. El público quería escuchar las historias extraordinarias que contaban esos cuerpos teñidos. Con voz de hazaña ellas hacían equilibro en el aire, contorsionaban lo que el cuerpo les dejaba contorsionar y mostraban la piel dibujada en un festín naciente de sombras cavernosas de discernible simbolismo.

Maud Stevens, así se llamaba, era del contado de Lyon, en Kansas, era trapecista y vivía en un carromato cuando conoció en una feria de Saint Louis a Gus Wagner, un marinero, un tatuador tatuado que, según contaba, había aprendido el arte del tatuaje a mano en Java y en Borneo. Tenía más de trescientos. Fue Gus quien le enseñó a tatuar a Maud –el relato romántico cuenta que a primera vista él le propuso una cita y que ella le dijo que sí si la iniciaba en el arte del tatuaje. Después hubo boda y algunos años juntos–. Maud y Gus fueron, cuando la máquina de tatuajes estaba ya en extendido esplendor, lxs mejores tatuadorxs a mano. Mientras la road movie de la tinta iniciaba su luminoso andar, la noticia de la mujer que tatuaba cubría de expectativas y poesía a los pueblos que la veían llegar, un camino con calle de salida como un mantra, un sueño de ejercicios dactilares sobre piel microscópicamente imaginada.

La historia era exótica y esta vez no era un invento. Mientras la novedad colorida nutría de codicia cárnica la piel lisa de lxs recién enteradxs, Maud cubría la suya con caballos, árboles, leones, monos, serpientes y mariposas. Sonata zoológica y selvática. En el brazo izquierdo estaba escrito su nombre, Maud Stevens. La alumna del marinero ya era una maestra, una artista en la técnica del hand poked o stick and poke,​ una experta con el palito entintado, una tatuadora profesional que vivía recorriendo ciudades, ferias y teatros mostrando sus tatuajes y tatuando a los que se animaban. Tuvo una hija, Lotteva, una hija sin tatuajes porque Maud no quiso cuando era una niña o porque Gus murió temprano y Lovetta dijo que “si su padre no podía tatuarla, nadie lo haría”. La respuesta al por qué no es tan caprichosa como el silencio que anticipa la declaración de quien no se tatuó pero tatuó a otrxs desde que aprendió a hacerlo cuando tenía nueve años.

Siguiendo el legado, Lovetta (murió en 1983) que tatuaba a palo y empuje, eligió el cuerpo de Don Ed Hardy como lienzo de despedida. La colección de los diseños de Maud no sobrevivió, los que hacía Gus, sí. Ninguna sorpresa. Ahora, además del primer lugar en el podio a ella la vemos mostrando la inhóspita frondosidad de sus hombros, clavículas y brazos en remeras que le rinden culto en olas de moda. La piel de Maud es un legado de emancipación, sus dedos curiosos, yema de la conquista.