“Aporten bebestibles que tengo el presupuesto desalentado”, escribe Vikinga Bonsáy o Bombay en su grupo de whatsapp Apocalipsicadas. Anochece y las chicas van llegando al departamento segundo piso por escalera en el barrio de Boedo. Jueves. Un alto en mitad de la semana que las saque del pesado cotidiano. Encuentro con amigas que siempre es un bálsamo en días de hastío, responsabilidades varias, desborde emocional, malas noticias, todo agudizado con el calor húmedo de la ciudad furia de Buenos Aires. La anfitriona, Vikinga, está sola con su hijo adolescente porque “Maridito” se encuentra fuera del área de cobertura en la selva paraguaya, ausente desconectado; y ella hiperconectada con tantos frentes superpuestos: el hijo adolescente, Pequeña Montaña, y su larga agenda de compromisos entre colegio, inglés, parkour; cumplir con su trabajo, lo doméstico de la vida diaria. Colapsa. Todo es mucho y esa noche colapsa de verdad. En este punto álgido, arranca la trama de Vikinga Bonsái, la última novela de Ana Ojeda. La vida sigue, la trama continua y el departamento con balcón a la calle se vuelve centro de operaciones de estas amigas super poderosas con fisuras a la vista. Se hacen cargo y se organizan. Cada una sobrelleva su historia, con sus alocadas rutinas pero la solidaridad femenina, que no es solo sorora, está primero. Las salva el humor y la ironía como formas de tratamiento para sobrellevar la tragedia que siempre asalta sin previo aviso, en el living de nuestra propia casa o a la vuelta de la esquina del barrio.

A modo de preludio, la novela empieza antes de que la trama se haga visible en los términos clásicos que respondan a la idea de peripecia. De entrada la consigna es dejar de lado la pretensión de entenderlo todo: quién habla, qué dice, qué pasa. Abre una larga cita con licencias de Facundo de Sarmiento en donde el Tigre de los Llanos aparece rebautizado como “Fecunda”, le siguen textos cortos fuera de toda estructura que van presentando a las protagonistas en su andar de varias ventanas superpuestas y abiertas a la vez, que requieren de una destreza para moverse de un lado a otro en switch sin solución de continuidad. Páginas para entrenar la lectura y el oído a cierta cadencia, adecuarse al ritmo que imprime una prosa que no te lleva de la mano, que exige del lector presencia y atención para ir descifrando un uso de la lengua que conjuga en una sintaxis libre el despliegue de un vasto manejo de recursos estilísticos, poniendo en una misma línea lenguaje formal con la condensación propia del uso del Twitter. Todo conformando un mapa de tonos, ritmo y estilo que se termina por dominar más rápido de lo imaginado.

Ana Ojeda persiste en sus territorios favoritos a la hora de escribir, que de algún modo hablan de efectivos corrimientos: el sur de la ciudad de Buenos Aires con epicentro en el barrio de Boedo y la búsqueda que implica experimentar con el lenguaje a la hora de narrar, líneas que ya aparecen en sus dos últimos libros entre todos los publicados, Mosca blanca, mosca muerta (Bajo la luna, 2017), y los cuentos Necias y nercias (Modesto Rimba, 2017). Con Vikinga Bonsái parece haber arribado a un modo más acabado en el ejercicio de escribir rastreando un modo del habla, y el uso correcto del lenguaje inclusivo en la voz narradora como marca ineludible de posicionamiento ideológico. Con sello propio, salda y deja atrás la discusión sobre si su uso está o no aceptado desde la formalidad y lo instala en la escena de lo ficcional. A su vez registra un estilo afilado que mezcla la contracción de sentido que permite el uso del hashtag --tan efectivo para comunicar estados, posturas, tópicos-- intercalados con largas descripciones por lo más creativas y originales de nombrar el mundo ordinario que nos rodea. El mismo trabajo que hace con los nombres de las protagonistas, retratando características sobresalientes de cada una, Vikinga Bonsái y Bombay y su grupo de amigas: Dragona Fulgor, Gregoria Portento, Talmente Supernova, Orlanda Furia. Nombres que recortan el perfil del personaje sin necesidad de dar más detalles.

La decisión estilística del uso del lenguaje inclusivo en la voz narrativa se puede leer como un modo más de narrar este presente de un puñado de mujeres en la ciudad. Concuerda con el estado actual del lenguaje en zona de disputa, tanto en escenarios académicos arrogándose el lugar de otorgar licencia, como en chats de particulares ¿por qué la ficción no iría a hacerse cargo de ésto también? Un rasgo de la novela que no se puede leer en el plano meramente enunciativo, sino que completa el sentido en consonancia con el lugar que las mujeres adquieren en Vikinga Bonsái, como un modo más de narrarlas en la diaria tarea de ejercer la igualdad en permanente jaque. Del mismo modo que se hace eco de otras violencias en forma de paisaje que suele otorgar la ciudad, desde el gatillo fácil al tránsito descontrolado.

Injusto es quedarnos en la destreza que se despliega en la escritura de Vikinga Bonsái y diferenciarla como la novela atravesada por el lenguaje inclusivo. Sería como quedarnos en la rama del árbol podado sin ver que lo que Ojeda hace en esta corta e intensa novela es trenzar estilos y herramientas enunciativas tensando el lenguaje como si fuera elástico de gomera, para ver cuán lejos lanza la historia que lleva y a qué/quién le da en el blanco. Texto en el que se vuelve a confirmar lo amable, político, vasto y efectivo que puede ser el campo de las palabras que nos albergan –en oposición a lo violento que pueden llegar a ser- al servicio de lo que se le pide: contar una historia que logre narrar un mundo singular, como el de este grupo ecléctico de mujeres que conocen el juego de atajar en el aire y ponerle el cuerpo a lo que pueda venir. Mujeres que entre ellas se apañan.