EL CUENTO POR SU AUTOR

Hay una escena de origen, en mis tempranos veintes: fui a casa de un poeta admirado para decirle que escribiría un texto para unos amigos que estudiaban teatro. Ese texto incluía un poema de él. El poeta fue parco, breve. Cuando me iba, empezó a llorar un bebé. Él ni se inmutó, fue como si nada hubiera sucedido. Desde entonces prefiero no conocer a gente que admiro. Pero no fue la cuestión de fondo. Más bien: lo que no vemos de los demás, lo que vemos y no podemos codificar. Esto quedó archivado y por algo inexplicable reapareció un día y tuve ganas de explorar qué había allí. El poema que dentro de este cuento es “Prendo la radio del coche”, de Héctor Viel Temperley, de su libro Humanae vitae mia. Buena parte de la escritura y corrección del cuento se organizó alrededor de este poema.

DETRÁS

Cuando eligió el poema, Luisa llamó a Astiaga para decirle que lo usaría en el taller de teatro: hilaría unas escenas mezclando la redondez de esos versos perfectos con sus palabras insuficientes, un poco rotas. Un mestizaje que la hacía soñar.

Quisiera leerle el texto, dijo, y él solo dijo: bueno. Le pasó su dirección y cortó. Ella pensó que era así de escueto porque en su cabeza no cabía lo real. Nunca antes había imaginado a un poeta atendiendo el teléfono.

Ya en la puerta del edificio, pegó la oreja al portero eléctrico y escuchó una voz que le dijo: ahí bajan.

Una mujer abrió y salió sin mirarla ni cruzar palabra.

Después: escalofríos ante la escalinata de mármol, la puerta de vidrio repartido con los bordes biselados, el ascensor de jaula, los bronces relucientes donde el reflejo se distorsiona.

Parada frente al séptimo B respiró profundo varias veces para tranquilizarse. La mirilla se movió lentamente y vio un ojo. El ojo de Astiaga.

Cuando abrió, no reconoció su voz ni su aspecto, nada que ver con las fotos de las solapas. Lo había visto de lejos, perdida entre el público de sus lecturas, recordaba su voz, la manera en que leía, la respiración de su métrica. De cerca todo era otra cosa. Le pareció un baldío.

Pasá, le dijo. No le tendió la mano, la mirada esquiva.

El esplendor del edificio se disolvió cuando Luisa traspuso la puerta. Lo siguió por un pasillo hasta una sala amplia con ventanas al frente. Él se movía a tientas. A un costado de los sillones, un colchón alto de una plaza completamente forrado. Luisa se llevó por delante una mesita porque no pudo quitar la vista de esa rareza. Más allá, el escritorio, justo en la ochava, con una biblioteca rebalsada y pilas de libros.

Sentate, le dijo.

Luisa obedeció. La tensión frenó los ruidos de la calle.

¿Vos eras…?

La del poema para la presentación.

Claro, explicame un poco mejor.

En algún lugar de la casa un reloj dio seis campanadas.

Yo escribo, dijo Luisa.

Él la interrumpió: no leo nada fuera de mis grupos.

No, no, es otra cosa, dijo ella y volvió a contarle para qué estaba ahí.

Ah, dijo Astiaga, esperame un minuto. Se levantó y se fue.

Luisa se puso a mirar los estantes. Buscó los libros de él, pero no los encontró. Escuchó un portazo y enseguida el llanto de un bebé. Pasó la mano por los lomos rugosos, curtidos. El llanto seguía. Salió del escritorio. Los berridos la fueron guiando por un pasillo largo con varias puertas. Qué hermosa debió haber sido alguna vez la casa. Golpeó una puerta donde los agudos parecían taladrar la madera. Tres veces, y nada. Golpeó más fuerte. Escuchó la voz de Astiaga diciéndole que entrara.

Ahí estaba: miraba el fondo de la cuna de donde salían los alaridos; una puerta lateral daba a un dormitorio con una cama de sábanas revueltas. Las paredes del cuarto del bebé estaban empapeladas en un bordó desteñido con flores de Lys. Una ventana flaca dejaba entrar luz. Todo era desorden.

No sé qué hacer, dijo él.

Ella sintió el peso del cuerpo clavado en el parqué mientras imaginaba una huida.

¿Probó con alzarlo?, le preguntó.

No, dijo, eso es asunto de mi mujer, no mío.

Luisa miró el pasillo, pensó en quien le había abierto la puerta. ¿Sería ella? Quiso que apareciera para resolverlo todo. ¿Cuántos meses tendrían esos sonidos punzantes? Había desesperación, algo animal.

Me parece que es el timbre, dijo Luisa.

No, no es. Astiaga fue cortante.

¿Llora siempre así? ¿Tendrá hambre?

No sé, dijo el poeta.

Luisa miró otra vez la salida.

Te querés ir, le dijo él.

La verdad es que sí, pero quiero leerle lo que escribí, aunque no sé si hoy es un buen día, dijo Luisa.

La criatura había bajado el volumen por cansancio o quizá para administrar energías.

Él le pidió por favor que lo ayudara cuando el llanto retomó su impulso. Luisa dio siete, ocho pasos. Se asomó al borde y una descarga eléctrica le subió por las pantorrillas como si hubiera mirado el abismo. Era una beba con aritos de perla, retorciéndose de hambre o de sueño, o falta de atención, o un pañal sucio, quizá una fiebre, o todo eso junto. Luisa estiró el brazo hacia el fondo y le rozó un pie. Luego el otro, se inclinó un poco más y le apoyó, suave, la mano en la panza hasta que la crispación del llanto cedió. Le preguntó a Astiaga cómo se llamaba.

Cintia, dijo, un nombre raro, como de otra época, ¿no?

La beba sonrió y ella la alzó, la llevó a un sillón de hamaca. Él se acercó a la ventana y sacó un cigarrillo. Luisa se levantó y salió del cuarto. El poeta le preguntó qué pasaba.

Por el humo, dijo Luisa. No hay que fumar acá.

Cintia le chupaba el hombro con fruición.

Dígame dónde hay una mamadera, dijo Luisa.

Todo en la cocina, contestó él.

En la puerta de la heladera encontró un cuadro de doble entrada con horarios, gramos, observaciones. La comida diaria de Cintia. Luisa leyó con esfuerzo como si tuviera que entender una ecuación.

La beba se prendía al hombro, se quejaba y ella lidiaba con medidas de leche y temperaturas. Mientras la alimentaba escuchó ruidos que venían de la sala. Avanzó por el pasillo y lo vio acomodando un círculo de sillas de plástico.

Tengo taller, gritó él como si le hubiera preguntado.

Luisa se acercó y le tendió la beba para que la agarrara.

Yo me voy.

No puedo, dijo él otra vez.

Cómo que no podés, le dijo y el tuteo le salió más por enojo que por confianza.

Dejala en la cuna, ya comió, en algún momento vuelve la madre y se ocupa.

Luisa se fue al cuarto de la beba y se sentó en la mecedora, su pelo enredado en los dedos de Cintia. La apoyó en su hombro, la beba eructó. Luisa juntó su cabeza con la de ella, percibió el olor y la tibieza. Cerró los ojos y sintió un cansancio desconocido. Pensó en el colchón de la sala: las dos dormidas, cubiertas por una manta, dormidas hasta que las despertara la luz de la mañana. Sonó el timbre y alguien entró a la casa.

Un hombre con mameluco y una caja de herramientas dijo que venía a arreglar un enchufe. A las trancadas y con una vitalidad que hasta el momento no había mostrado, Astiaga entró en la habitación. El hombre dejó la caja en el piso e investigó el zócalo detrás de la cuna. Luisa preguntó si la puerta de abajo estaría abierta o si la tenía que acompañar.

Aguanteme que yo la llevo, dijo el del mameluco.

Luisa dejó a la beba en la cuna, abrazó su mochila y fue a esperar junto a la puerta. Pensó en la calle a esa hora cuando iba terminando el día. Los autos, las vidrieras de los negocios, la gente de un lado al otro. Trazas de luz y de colores. Quería eso: la calle, el aire, los otros. Pero también seguir allí, en el corazón de la casa del poeta, en el trajín como si fuera parte, mientras esperaba su bendición. ¿Era Astiaga, su dios, ese hombre torvo, desaprensivo? ¿La había dejado entrar así nomás a su mundo, como quien deja las cosas tiradas aunque tenga visitas?

Apareció la mujer con la que se había cruzado al llegar. Astiaga se asomó, dijo ah, sos vos. Después miró a Luisa y le dijo a la mujer: ella empieza hoy.

¿Qué empieza? ¿El taller o qué? Te dije que buscaras, no entiendo nada, contestó la mujer, y se perdió en la habitación de Cintia. Desde la puerta, inmóvil, Luisa escuchó esos ruidos festivos que les hacen las madres a sus hijos, los gritos de alegría de la beba. El hombre con las herramientas salió, y la mujer, detrás, le dijo que podría entubar los cables cuando ellas se fueran. Se escuchó la voz de Astiaga desde algún lugar preguntando a dónde se irían. En el instante siguiente, sonó el timbre. El poeta apareció, dijo el nombre de Luisa por primera vez y le dio un llavero.

Ahí vienen, haceme el favor, bajá, le dijo. Ella le recordó lo que había venido a leer. Astiaga se golpeó el reloj en la muñeca y le dijo: después.

El llavero de la casa era un escudito de un club de fútbol con el esmalte desgastado. Luisa agitó el manojo y fue como si liberara ideas salvajes: irse con las llaves, tirarlas a la basura, devolverlas otro día pero antes hacer copias, dejarlos a todos encerrados en el departamento dándole una media vuelta desde afuera. Podría meterlo en trámites con un cerrajero, sugestionarlo con desconocidos que entraran a su casa. O gritar al mundo que tenía las llaves y comandar peregrinajes de lectores. A esa altura, su devoción tambaleaba. No quería que Astiaga se convirtiera en una estatua caída. Estaba dispuesta, todavía, a pegar los pedacitos, barrer el polvo, darle vida otra vez. Pobrecitos nosotros, pensó, los que esperamos todo. Pero cuando abrió la puerta, se sintió la dueña.

Por el portero eléctrico se escuchó la voz del poeta.

Ahí mandé a una chica. Suban. Y vos también.

¿Quién?, preguntó Luisa.

Vos, gritó él.

Sobre el colchón, sentado en un ángulo, como punto focal de un semicírculo integrado por las sillas de los alumnos, Astiaga pasaba la mano derecha sobre papeles desordenados en el piso, como un concursante de televisión elige el sobre de la suerte. Con un cabeceo le indicó a Luisa que se sentara. Silencio absoluto. Astiaga se aclaró la garganta y, de golpe, a lo mago, levantó unas hojas. Señaló a una chica.

El llanto irrumpió otra vez y después de un portazo, volvió el silencio. Es la noche, pensó Luisa, todos los bebés se fastidian. La elegida tartamudeó unos versos mientras ella imaginaba cómo escabullirse para ir a la habitación de Cintia. ¿Y si estuviera otra vez sola?

Después, llegaron los comentarios de sus compañeros, una suelta de frases dispersas. Luisa reconoció en esas frases palabras al azar de la poesía de Astiaga.

En un descuido, salió y fue a la cocina. Encontró a la mujer. Cintia pateaba los estribos de su silla de comer apurando a su madre.

¿Te dijo que no puede alzarla?, preguntó sin darse vuelta. A otros les ha dicho que Cintia no era de él, es increíble, dijo, y se acercó a la beba con un plato.

El poeta entró a la cocina. La mujer le señaló con la cabeza una bandeja con tazas y un termo y, cuando estaba yéndose, le pidió que sacara la basura.

Luisa volvió al living. Un chico de pelo largo acomodaba sus papeles. Se aclaró la garganta y leyó:

“Prendo la radio del coche, / cierro las puertas y ventanas/y me alejo/ Que los ruidos/ se gasten solos/mientras camino entre los árboles/ A veces siento/ que alguien nos encerró/con llave/en este mundo/ Lo mismo que hice yo, / pero a lo grande”.

Silencio de todos. Astiaga miró al alumno y lo señaló. Parecía el director de orquesta con el primer violinista. Y luego: una parrafada laudatoria, compleja, y la sentencia final:

Después de esto, ¿qué podríamos escuchar?

El resto se revolvió. La poeta de la anterior lectura quiso empezar a hablar pero Astiaga le chistó. Fue la primera en levantarse, desairada. Salió sin saludar, sus compañeros la siguieron. Luisa quedó en el medio: vio cómo se iban, una procesión sin santo que terminó amontonada frente al ascensor, nadie cerró la puerta del departamento. Miró a Astiaga. Solo, de espaldas, gritó: la próxima pagan.

Luisa bajó por la escalera. El chico que había leído lo de la llave y el mundo -era todo lo que podía recordar- fue el último, sus compañeros le hablaban pero del ascensor solo salían fragmentos de palabras, empañados por el chirrido de las poleas.