Ante la atrocidad faltan las palabras y por esa carencia es que, pasada la indignación, sentí la obligación ética de escribir sobre el asesinato de Fernando en manos y en pies de once jóvenes que pertenecían a un club de rugby. Y por algo más, trabajo cotidianamente con varones que juegan al rugby dentro de unidades penitenciarias (Fundación Tercer Tiempo) y trabajé con grupos de varones que habían ejercido violencia de género (En el Instituto Municipal de la Mujer).

El deporte, sobre todo si es grupal, de equipo, es una herramienta privilegiada para la inclusión social. Permite crear lazos de unión, solidaridad, compañerismo, pero también bordea extremos donde la unión se hace cofradía y elitismo y el compañerismo deviene en complicidad.

Rita Segato ha dicho alguna vez que la primera víctima del patriarcado son los varones, no se refería a un orden basado en las prioridades sino en la cronología. Hay un momento en la vida de nosotros, los “hombres”, en que se nos exige dar cuenta de la posesión de la masculinidad. Son ritos de iniciación que debemos realizar, o mejor dicho, soportar.

Creo, sin temor a equivocarme, que todos/es en mayor o menor medida hemos padecido un dolor evitable pero que debía superarse para detentar el título de “hombre”. Desde bromas como que te aprieten los testículos mientras enumeras siete marcas de cigarrillos, la exigencia de bañarse con otros hombres para que no se sospeche del tamaño de nuestro pene, o visitar un prostíbulo porque no hacerlo genera sospechas de nuestra identidad sexual.

Las más silenciosas pero igual de opresivas eran: asegurarse de no irse solo de un boliche, “levantar”, o por defecto si no lo lograste, al menos te cagaste a piña con alguien. Virilidad y valentía se exigen desde el patriarcado en forma simultánea.

Por eso, como decía Mariana Carabajal , no se trata del rugby, sino del patriarcado, y en todo caso, cuanto lugar tiene el patriarcado dentro de las prácticas del rugby.

Se dice del rugby que es “un deporte de caballeros” pero muchas veces termina siendo el lugar de expresión de identidades masculinas con una necesidad constante de reafirmarse frente y con el resto del grupo. Una reafirmación que no está sostenida en los valores que el deporte intenta pregonar, sino en los atributos de sus miembros, entre ellos, valentía y virilidad (Sino son cagones, cobardes o putos, como menciona Juan Branz en su libro: Machos de verdad) Estos atributos necesariamente lo han tenido que demostrar sometiéndose a algún “bautismo” o “rito de iniciación” de vejación, humillación o violencia. Luego, la cohesión grupal queda sostenida en la superación de ese obstáculo vergonzoso, que pasa a ser el secreto compartido que los une frente a los demás. Cuando se funda un grupo desde el silencio compartido del trauma singular, lo que se producen son lazos de complicidad, nunca de compañerismo. Cada “nuevo” integrante tiene que pasar por eso para ser parte.

Es hacia ahí donde se deben repensar, redefinir, reelaborar las prácticas cotidianas de los clubes.

No es necesario estigmatizar al rugby, que tiene sus potencia conciliadora y unificadora como fue el caso de Sudáfrica, o de superación de la adversidad como fueron los sobrevivientes de la tragedia de los Andes, o de inclusión social como el rugby intracarcelario. Pero no es menos cierto que en el rugby es posible bordear los límites que convierten la fuerza física en violencia.

No alcanza con repudiar el homicidio de Fernando desde cierta externidad, como si se tratara de casos aislados o de jugadores “desviados” de los valores inculcados. Hace falta hacer uso de esos mismos valores que justifican y sostienen el deporte para desmontar las violencias machistas, las mismas que mataron a Fernando, y que matan una mujer cada 26 horas.