La escritura de Virginia Ducler se desliza por tres términos que son opacidades: escritura, trauma, familia. Cuaderno de V es un caso donde escribir permite circunscribir el trauma, tramitar algo de su ferocidad, aquello que resulta insoportable en el tejido familiar, pero que a su vez es el carozo podrido incrustado en el centro de la calesita. Porque lo insoportable del trauma no es sólo lo sucedido efectivamente, lo que el otro hizo con ella, lo que hizo de ella, y que recuerda luego de una larga amnesia que la defiende de la angustia, si no lo que no hizo frente a su desamparo. El texto, escrito desde un interior que grita, y no puede esperar a que la lírica lo visite, la metáfora madure, la palabra justa llegue, muestra cómo lo familiar es ese mito, una representación objetivada de un epos, de una gesta que es lo que presenta de manera imaginaria las relaciones fundamentales características del ser humano en un tiempo determinado, según palabras de J. Lacan. Un mito que precisamente está allí para decir qué es lo posible y lo imposible de ser introducido en el discurso, de ser dicho. La familia funciona como una inercia que resiste a la inscripción. Una máquina de escribir a la que le faltan letras. Es la sucursal del refuse de la observación, de la denegación social.

“Él [el padre] se calmó y se sentó en su lugar para seguir comiendo. Yo salí de la constelación familiar y me encerré en el baño. Entonces pasó lo de siempre: él comiendo civilizadamente junto a los demás; yo apartada, enojada. Yo, Vica, la loca, frente a la asombrosa capacidad de olvido de la familia. Porque inmediatamente después de aquella escena, todos siguieron con lo suyo como su nada hubiera pasado.”

Lo escrito es una historia de violaciones. De silencios familiares. De censuras encubridoras de madres, tías, vecinas. De una mujer que decide hablar aún sin saber las consecuencias que tendrá su acto.

“Para mí, recordar fue como tener un accidente, como si me hubiera atropellado un tren, como si me hubieran descubierto un tumor cerebral (…) todavía no alcanzo a vislumbrar el alcance de todo esto.”

Hay escrituras que no intentan ese trabajo de elaboración, sino que muestran lo que ellas no pueden elaborar. Al modo de una neurosis de guerra, son pura repetición. Por el contrario, el texto de Ducler es un verdadero texto de gozo, al decir de Barthes. Molesto, incisivo, difícil de leer. Esta lectura nos conduce por donde la palabra captura, de modo insuficiente, lagunoso, fragmentos de lo real. Nos muestra cómo por las palabras se enferma, pero también por ellas se cura. De la tiranía de la infancia (“Cuando el mundo se presenta hostil en la primera infancia, es casi imposible no naturalizar la hostilidad. Cuando se es niño, todo es natural. Todo está ahí porque tiene que estar: no se considera la posibilidad de que no esté.”); de la falta de recursos (“Si hay una palabra para definir mi estado de angustia más extremo, esa palabra es: aniquilación. Del latín annihilare: reducir a nada. De nihil, nada, que viene de ni-hilum: ni un hilo.”), a inventar algo de la nada, a ponerle nombre a lo innombrable e inexistente por no-tocado por las palabras.

“Era mi cuerpo el que recordaba. No yo” (…) “Eso no tenía nombre. Violación, abuso, palabras aprendidas mucho más tarde con total indiferencia. Eso era sin nombre, ya nunca tendría nombre. Así que tuve que olvidarlo. Otro recuerdo tomó su lugar…”

Entre los recuerdos falsos o inexactos y la insistencia de la amnesia, adviene la escritura: para una memoria verdadera. Una verdad vislumbrada por intuición: “Sólo sabía que en el fondo de todo, en lo más profundo, había algo desnudo, simple y verdadero a lo que tendría que llegar un día”.

En muchos tramos, la autora glosa la historia con pequeñas reflexiones que dan cuenta de la función que tiene la escritura para ella:

“Más tarde descubrí que me gustaba escribir. Pero no me gustaba la idea de ser escritora (…) No, no quería ser así. No quería ser nada. Lo único que quería era saber la verdad y escribirla algún día, como estoy haciendo ahora. Porque nadie decía la verdad. Nadie.”

Experimentamos en un lenguaje sin ornamentos, lo enloquecedor que puede ser que aquello que le estaba sucediendo no tuviese ningún lugar en el mundo de las palabras

“A veces me detengo y atino a desistir de esta empresa de bucear en los recuerdos (…) Pero hay algo que no quiere que me detenga. Es que toda mi vida me entrené para escribir esto. Esta es mi batalla más grande.”

“Escribir esto es quedarme sola. Pero, ¿acaso no estaba sola ya? Si me mato, me llorarán. Si publico esto, me odiarán. Ahora prefiero su odio a su llanto.”

Entonces, en un movimiento que es inherente a la cadencia del texto, observamos cómo la primera decisión es tomar registro de la pérdida: “No sé dónde se pierden las palabras familiares”, cómo para enfrentarse al monstruo, tiene que aceptar que para llegar a este punto tuvo que aprender que “…todo se rompe”, como se puede romper la cabeza de una niña, no sólo al ser golpeada por la niñera, más aún cuando su padre le decía ‘estás soñando’, y su madre ‘eso no pasó, no vuelvas a decir eso de tu padre’. Tomar registro de aquello que aún dicho, no se escucha, no hay nadie que lo escuche.

“Me voy a mi pieza. Sentada en la cama me pregunto cómo hacer para que mi mamá me crea. Debe haber una manera. Pero no la encuentro, no debo ser muy inteligente con las palabras porque las que elegí no sirvieron para nada…”

Experimentamos en su decir a medias, en un lenguaje económico, práctico, sin ornamentos, lo enloquecedor que puede ser que aquello que le estaba sucediendo no tuviese ningún lugar en el mundo de las palabras, y una soledad del ser que se reveló prematuramente para inaugurar su infancia y nunca se irá.

“Eso que podría haberme llevado a la locura o al suicidio, es lo que me salvó. Gracias a ese mecanismo involuntario, que paradójicamente heredé de mi padre, puedo ahora matar a mi padre, matarlo en mí, lo que no implica más que asumir mi orfandad.”

En consecuencia, la segunda decisión es hacer de la intemperie su tesoro.

“Hay una sola foto a color. Tengo cuatro años. Me la sacó un fotógrafo conocido de mis papás (…) En esa foto tengo una florcita entre los dedos, una florcita que muestro a la cámara mientras sonrío. Ahora me gusta pensar que la nena trajo una florcita del infierno, que este libro es esa flor que traje del infierno.”

Hacer de su escritura algo que la lleve más allá de la culpa.

“En realidad (…) no rompimos nada porque no había nada. Lo único que quedaba era el armazón de eso que se llama familia. La madre, el padre, los chicos, la comida, la casa (…) Pero no había nada, nada de nada. Y cuando digo nada me refiero al amor, lo único que sostiene todo vínculo.”

Hacer de una carta de amor a su hermano ausente (expulsado de su casa por su condición sexual), una novela.

“Entonces, ante la imposibilidad de encontrarte, la carta se transformó en esto que no sé qué es, pero lo llamaré novela… Aunque vas a ver que hay algo de ficción. Pero después de todo, para eso está la vida, ¿no? Para ser inventada.”

La escritura fundante de Cuaderno de V (para los lectores, pero sobre todo para su autora), lejos de contentar, de llenarnos de euforia, pone en cuestión nuestra relación con la cultura y con el lenguaje. Es un acto de inscripción que marca distancia con aquello que la sojuzgó, para, por fin, hacer resonar las palabras.

Aquello que, en la prehistoria, cobró potencia por su desproporción, hizo daño por la falta de preparación para ese acto monstruoso, tomó por sorpresa convirtiendo a lo familiar en lo ominoso, es causa involuntaria de una invención necesaria. La escritura se revela una vez más como lo que permite vivir. Lo que permite saber perder sin estar derrotado. Sin ahorrar el repertorio de horrores, pero sí localizándolos, convierte la escritura en una verdadera experiencia estética: lo que hace de lo siniestro algo maravilloso. Allá vamos.