Sé muy poco acerca de la calle Castro, en San Francisco. Hoy, 24 de enero, hace allí una temperatura de 11 grados. Es una calle libre, con tiendas y casitas victorianas, una taberna en la esquina de 57th. street y un cine construido en 1922, el Castro Theater. Todo esto lo sé sin moverme de casa. No soy afecto al desplazamiento en el espacio, me aprovecho de lo que he leído o visto por allí (Palacios Plebeyos de Edgardo Cozarinsky serviría para describir esa sala, la ingenua escenografía del lujo copiada a templos y mansiones europeas), busco viajar de una manera ideal –como decía Artl– entrar en un cine de la calle Lavalle y sentirme en el Golfo de Bengala, como escribió Borges. Además, esta historia no tiene nada que ver con el espacio sino con el tiempo.

El año 1952 anda sobre el bullicio de un país que quiere trascender. El estado de bienestar permite el ascenso y transforma los modos de vida, las relaciones de consumo y las clasificaciones sociales en Argentina. El cine no es ajeno a ese crecimiento. Es el año de Las aguas bajan turbias de Hugo del Carril, ya ha visto la luz el “teatro independiente” y se respira cierto inconformismo existencialista. Una cinta se estrena el 28 de mayo, La bestia debe morir, dirigida por el uruguayo Román Viñoly Barreto y protagonizada por Narciso Ibáñez Menta. Y resulta que esta noche se estrena otra vez en San Francisco y voy a verla acá casi en el mismo momento en que Eddie Muller, el presentador de Noir Alley de la TCM, le dé paso al operador de la cabina del Castro Theater.

La data surge de la Fundación Film Noir, una asociación sin fines de lucro creada como un recurso educativo sobre la importancia cultural, histórica y artística del cine negro. Entre sus objetivos, se plantea encontrar y preservar películas en peligro de pérdida o daños irreparables y garantizar que las impresiones de alta calidad permanezcan en circulación para exhibiciones teatrales “a las generaciones futuras”. A pesar de que la alta tecnología organiza bibliotecas digitales, éstas se nutren del original (impresiones de 35 mm.) y sin el material físico, no queda nada. Se me ocurre que una de las formas de la desaparición es el desconocimiento. ¿Cuántos de nosotros sabemos que esta es la primera adaptación del clásico de la novela policial de Nicholas Blake, filmada mucho antes de Chabrol en la productora Esmeralda, que Ibáñez Menta aventuró y cuyo nombre es el homenaje a los ojos de su mujer de entonces, la coprotagonista del filme, Laura Hidalgo?

La introducción del género policial clásico es un punto de convergencia entre la tradición y la vanguardia al modo paradójico en que Paul De Man lo vislumbraba: “Existe una tradición de lo moderno”. En la Argentina aparece en 1945 con las publicaciones de El Séptimo Círculo promovidas por Borges y Bioy Casares. La primera novela de la serie es justamente “La bestia debe morir” del poeta inglés Cecil Day Lewis, tras el seudónimo de Nicholas Blake. Se trata de un escritor de novelas policiales que se dispone a vengar la muerte de su hijo atropellado en una carretera por alguien que se dio a la fuga. El plan, minuciosamente detallado hasta en sus vacilaciones morales, figura en el diario personal del escritor, por lo que la primera persona es la que rige esta parte del relato. “Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarlo y lo mataré…”, es el comienzo del libro.

Una vez que Félix Lane (Ibáñez Menta) logra entrar en la casa de su víctima, George Rattery, epítome del Mal (interpretado magistralmente por Guillermo Battaglia), enamorando a Lena (Laura Hidalgo), la estructura soporta la tercera persona y las desviaciones: el previsible veneno, la rueda de sospechosos, la investigación policial, la posibilidad del suicidio, el mar, la irrupción de un niño que oculta la prueba del delito (el frasco con estricnina) para salvar a Félix de ser incriminado. Sin embargo, es la escritura de ese diario personal en el presente de la narración el que conduce al desenlace, es decir, que se juega como una “puesta en abismo”, todo un desafío que Viñoly Barreto resuelve con solvencia. Estamos allí junto a Lane cuando escribe su decisión final.

Muy al pasar, con el entusiasmo por descubrir meta ficciones por todos lados, me parece que veneno, mar, suicidio, niño, son puestos en escena de forma similar en otra novela, publicada un año después y escrita a cuatro manos por Bioy Casares y Silvina Ocampo (“Los que aman odian”), editada también en la serie del Séptimo Círculo.

A diferencia de lo que ocurre esta noche en San Francisco, la copia de la película que tengo ofrece muchas dificultades. El sonido es una de ellas. Se pierden algunos parlamentos mordaces, el efecto de la música y se fijan las imágenes de tristeza del vengador y la soledad un poco abyecta de la amante de la “bestia”, aumentando quizá así el exceso de patetismo que le molestaba al joven Gabriel García Márquez cuando era crítico de cine en Bogotá, mucho antes de conocer el hielo y la fama con su no menos patético “realismo mágico”.

Envidio a los espectadores reales porque se han vestido para la ocasión y honran las galas del “templo”, gozan del número vivo (tangos de Piazzola) y sueñan sin tiempo en la sala oscura, atrapados como Jonás en el vientre de la ballena. Cuando la pantalla funde a negro final, enciendo el último cigarrillo. Me digo que hay que mirar despacio y no sólo ver, dejarse llevar, perder el Tiempo y recuperarlo, aun cuando el polvillo de la crítica que trae adosada la obra se interponga. Que es así como se descubre algo nuevo siempre, en el sentido más profundo de lo clásico.