“La arquitectura craneal da forma al rostro, yo simplemente hago lo que la calavera me pide”, ofreció cierta vez Betty Pat Gatliff, una artista que no se daba ínfulas a pesar de descollar en atípico campo: la escultura forense. Es considerada, de hecho, una de las grandes pioneras en la materia, entregándose a la faena de las reconstrucciones faciales desde la década del 60, en lo que detectives llaman “el último intento por identificar a víctimas anónimas, cuando otros métodos -huellas digitales, registros dentales, pruebas de ADN- no arrojan resultados”. Tan reputada esta mujer de pulso envidiable que, tras fallecer los primeros días de enero, ha sido rescatada por los grandes diarios de Estados Unidos, que hoy ponen en valor su singularísima labor, que ayudó a resolver muchos, muchos crímenes.

“Los huesos solían llegarle por correo, una seguidilla constante de paquetes con restos desconocidos. Enviados desde departamentos de policía y oficinas forenses de todo el país, aterrizaban en la puerta de la casa de esta escultora de Oklahoma, creadora de un nuevo método de reconstrucción facial”, relatan desde las páginas del Washington Post, subrayando cómo, usando poco más que arcilla y una suerte de goma, Gatliff transformaba cráneos anónimos en bustos extraordinariamente realistas. Que, conforme ella misma admitía, “nunca se ven exactamente como la persona porque esta no es una ciencia exacta”. “Pero es una ciencia al fin”, remachaba quien daba curso a su pericia a partir de 18 hendiduras de la cabeza, sus “puntos de referencia”.

Cuando la estructura ósea daba pocas pistas sobre párpados, nariz, labios, orejas, etcétera, le tocaba confiar en su propio conocimiento sobre anatomía y, claro, en su expertise artística, a partir -eso sí- de informes forenses y antropológicos, cálculos de probabilidad que le arrimaban las fuerzas de seguridad. Y una vez finiquitada la escultura (temporaria), la fotografiaba minuciosamente, desde distintos ángulos; limpiaba la arcilla del cráneo, devolvía los restos a la policía. Principalmente laburaba desde su hogar, al que había puesto el mote de SKULLpture Laboratory, y se estima que participó en -al menos- 300 casos. Más del 70 por ciento de sus piezas permitieron que se lograse una identificación positiva, que lógicamente abría la puerta a nuevas pistas…

Tan eminente Gatliff que, cuando en 1980, la policía no lograba identificar los cuerpos de los 33 adolescentes violados y asesinados por el infamemente célebre serial John Wayne Gacy, aka Pogo, la ficharon para que reconstruyera los rostros de todas y cada una de las víctimas… Ojo, no solo laburaba sobre cráneos verdaderos: años antes, en los 70s, el estado norteamericano creó una comisión para estudiar el asesinato de John F. Kennedy y la convocó para que fabricara varios modelos de la cabeza del presidente, amén de analizar el trayecto de bala. También reconstruyó la cara del joven faraón egipcio Tutankamón a partir de radiografías de su momia, y fue tan inquietantemente realista el resultado que la propia Betty lanzó: “Si llega a parpadear, rajo de acá”.

“Para descubrir quién es el autor de un crimen, primero tenés que saber quién es la víctima. Es menester, no es un dato menor”, aclaraba quien refinó su técnica durante cinco décadas. Técnica que además enseñó a estudiantes ávidos de, por caso, la Academia del FBI, en Quantico, Virginia. Y de cantidad de universidades. Buenísima y muy exigente maestra, no solía aguantar payasadas en clase, donde se apuntaban desde especialistas forenses hasta fabricantes de muñecas, también de prótesis faciales, a los que recordaba constantemente que ni hay simetría en los rostros ni pueden reducirse a meras fórmulas matemáticas. “Les aseguro que después de estas lecciones nunca volverán a ver la cara de una persona de la misma manera”, advertía desde el vamos.

Nació en El Reno, Oklahoma, en 1930, hija de un constructor y de una ama de casa que vendía edredones. Comenzó a pintar y esculpir desde niña, y ni bien terminó el secundario, se inscribió en el Oklahoma College for Women para estudiar arte y ciencia. Tras recibirse, devino dibujante técnica y médica de la Marina y de la Administración Federal de Aviación, donde lo mismo ilustraba accidentes o trabajaba en experimentos de choque con dummies. Allí conoció al eminente antropólogo forense Clyde Snow, de fuertísimo compromiso con los derechos humanos (en 1984, por ejemplo, fundó el Equipo Argentino de Antropología Forense para intentar recuperar e identificar los restos de desaparecidos de la última dictadura militar). Fue Snow quien le sugirió que incursionara en la escultura forense, en 1967, acercándole el caso de un muchacho que había sido asesinado mientras hacía dedo en la carretera. Betty hizo una reconstrucción tan precisa que pudieron dar con su nombre, y desde entonces no abandonó el oficio. Se jubiló recién hace cinco años, con 84 pirulos.

Aficionada al bowling, acumulaba muchísimos trofeos en sus repisas. Llevaba los labios rojísimos, y adoraba manejar descapotables. Favorecía sus botas vaqueras y su sombrero de cowgirl a cualquier otra pilcha, y nunca se casó “porque jamás encontré a un hombre al que pudiera soportar demasiado rato”. Una vez le preguntaron si no le daba repelús trabajar con tan mórbida musa, y ella no solo le quitó hierro al asunto: reivindicó lo que consideraba “una hermosa forma de arte”. “No hay vez que trabaje con un cráneo y no me sorprenda. Lo que la naturaleza nos da simplemente no puede ser mejorado”, aseguraba la versada mujer que -cuando cabía- remataba sus obras con prótesis oculares y una peluquita adaptada, a medida.