La escena se compone de un primer plano con los dos principales protagonistas (el cacique indígena junto a su cautiva blanca) y de un plano secundario, en el que se mueven lejanos personajes ecuestres entre los cuales pueden distinguirse otras dos cautivas: una de ellas desnuda llevada por el raptor a grupas del caballo, y la otra vestida, de pie, sostenida por un grupo de aborígenes en la instancia de su vejación.

El hecho de que el cacique se presente extendido sobre el suelo, mirando a la mujer desde abajo, define una situación de doble sometimiento: en un caso físico y moral (el de la cautiva), en el otro, caracterizado por una rara atracción afectiva que enaltece a la figura femenina. Pero, además, la representación del aborigen en un primer plano da cuenta de su importancia ya no solo como portador simbólico de la barbarie sino ahora también, por su contrario, como portador de lo humano que cabe en su capacidad de meditación y deslumbramiento, aptitudes que lo predisponen a formar parte, en un futuro inmediato, de las esencias virtuosas de la nacionalidad.

Es de señalarse la coincidencia con la manera como Zorrilla describirá, más tarde, a la cautiva Magdalena en su obra Tabaré: “Siempre llorar la vieron los charrúas / Siempre mirar al cielo […] / El cacique a su lado está tendido / Lo domina el misterio; / Hay luz en la mirada de la esclava, / Luz que alumbra sus lágrimas de fuego”. Es factible que este fragmento del relato derive de la vista que el escritor debió hacer de la obra de Blanes antes de escribir o mientras escribía su texto, iniciado en 1881 y finalizado en 1887. Pero más allá de esa circunstancia, lo que interesa señalar es que tal coincidencia pone de manifiesto el sincretismo entre el imaginario literario de uno y el imaginario pictórico del otro en un momento de las artes y de la cultura letrada en general, en que comenzaba a ser compartida la idea de atenuar los aspectos perniciosos atribuidos a la “barbarie” indígena, cuando su imagen espectral comenzaba a prometer insospechados servicios al discurso de la identidad nacional.

En este sentido, no deja de ser sintomático el hecho de que una vez realizado el cuadro La cautiva Blanes expresara reticencia ante la intención de su hermano Mauricio de llevar esa obra a Buenos Aires: “sabía por el compadre Benzano que La cautiva estaba en exhibición. No sé por qué crees que se venderá La cautiva en Buenos Aires […]”.Y un mes después: “Sobre tu espedición [sic] a B. Aires con La cautiva, Dios te ayude, pero yo no tengo ninguna fe en aquella ciudad […]”. Esta duda de Blanes no es un dato menor, en ella se deja entrever que, hacia 1880, tanto la literatura como la pintura indianistas de Montevideo marcaban una fuerte distancia respecto a la problemática bonaerense, ya que Argentina, en esa fecha, estaba aún en la etapa de desplazamiento y exterminio masivos de las poblaciones aborígenes. Si bien La cautiva de la Colección Fortabat contiene en la lejanía ciertas escenas de violencia, el cacique del primer plano está en otra temporalidad, se encuentra espiritualmente cooptado por la cercana presencia femenina. Este operativo escénico con dos temporalidades diferentes le permite a Blanes, por un lado, ser condescendiente con la idea de la animalidad y violencia del indígena relegada a la distancia, y por otro, reconocer insólitas aptitudes afectivas en el paradigma bárbaro enfatizadas en un primer plano, lo cual entraba en colisión con la estigmatización de esa figura prodigada todavía en Buenos Aires. Probablemente de ahí sus dudas o reparos a exhibirlo en esa ciudad. […]

El consuelo que un indio embelesado dirige a su cautiva estaba ya en el texto de Ruy Díaz de Guzmán sobre el cual Blanes comenzó a trabajar al llegar a Florencia: “Viéndola [el cacique Siripo] tan afligida un día, por consolarla, le habló con muestra de grande amor […]”. En ese mismo texto del siglo xvii el narrador sostenía que “[los charrúas] son piadosos y humanos con los cautivos”. Estos antecedentes literarios pueden haber propiciado, a fines del siglo xix, la visión hasta cierto punto “humanizada” del charrúa que cultivó Zorrilla en su temprano poema de 1878 y que Blanes prosiguió en sus telas El Ángel de los charrúas y La cautiva de la Colección Fortabat.

Las posturas corporales de ambos personajes en este último cuadro también son reveladoras. Por un lado, la mujer apenas apoya sus rodillas y antepiernas sobre la tierra dirigiendo su mirada al cielo, de modo que la tierra tiene allí la función de mero soporte para la ascensión espiritual. Por el contrario, el cuerpo del charrúa está íntegramente volcado sobre la tierra, en un acto que lo identifica culturalmente con ella al punto de parecer estar también físicamente constituido por esa materia. En efecto, para el pensamiento docto de la época (y especialmente en la concepción romántica de fines de siglo) el indígena es parte de la naturaleza virgen, al punto que pudo ser exhibido, junto a sus pertenencias, en un museo de historia natural. Este asunto constituye uno de los problemas centrales para la construcción mítica en el discurso letrado, ya que la tierra (lo que la literatura del Novecientos llamará el “terruño”), siendo la sustancia mítica que constituye culturalmente al aborigen como tal, es también, por antonomasia, el genius loci, el sustento metafórico de la identidad nacional, de modo que las narrativas abocadas a construir ese discurso fundacional no pudieron ignorar tal paradoja y debieron propender a la inclusión del elemento indígena como un ingrediente ineludible, aunque sea de índole virtual.

Por otra parte, aun en sus cuadros de “costumbres” o en sus escenas de realismo alegórico, Blanes no deja de traslucir su conciencia de historiador, es decir, de pintor de imágenes ajustadas a cierto tipo de discurso sobre la historia nacional o regional. Cuando su hermano Mauricio le observa críticamente, en el cuadro La cautiva, que el indígena “tiene flechas, y esos indios no conocen como defensa más que la lanza y las bolas”, Blanes le responde: “como cuando pinto costumbres no me refiero al presente, resulta que hay algunas lanzas para contemporizar con las ideas en nombre de las cuales me haces la observación de las flechas…”. “Cuando pinto costumbres no me refiero al presente”, dice Blanes, de tal forma que se considera habilitado para pintar guerreros con lanzas (de acuerdo con los datos del “presente”) y, en la misma escena, indígenas con flechas (un dato del pasado), sintetizando en ese único espacio de representación diferentes temporalidades. De esta manera Blanes “deshistoriza” al indígena desvinculándolo de cuestiones contingentes, de circunstancias de época, para convertirlo en alegoría de una etnia y de una cultura atemporales, en la que se condensa el pasado de la patria como totalidad dada de una vez y para siempre.

* Arquitecto, investigador en historia del arte y curador uruguayo. Dirigió el Museo Juan Manuel Blanes de Montevideo entre 1992 y 2013. Fragmento del ensayo incluido en La cautiva-Juan Manuel Blanes en la serie “(detalle)”, publicado por la Colección Fortabat. Otros títulos de la serie: El almuerzo-Antonio Berni por Roberto Amigo; Antinéa - Dimitri Chiparus por Astrid Maulhardt y La torre de Babel - van Heemskerck por Angel Navarro.