Nunca bailan pegadxs como dice la canción que Nicolás Goldschmidt canta en una variación a veces pendenciera y otras con una pasión extrañada como si estuviera en una esquina a punto de desafiar al baile. Pero algo de esta conducta contrasta con la letra de un romanticismo lejano que llama a acercarse, a la lentitud de tener la piel del otro metida en el cuerpo.

El resto de lxs interpretes todavía están quietxs. No dura mucho ese momento. Empiezan a desplazarse como una banda urbana que está buscando algo. En Coreomanía la danza recuerda demasiado las formas que los cuerpos asumen en las rutinas de los gimnasios hasta el punto de desplazar la idea de danza para llevarla a un territorio callejero, común donde la destreza le deja el lugar a un baile que parece inspirarse en esa dinámica nerviosa, hasta podríamos decir histérica de una realidad acelerada, imparable.

Porque lo que rige esta obra de Josefina Gorostiza es la idea de no poder parar y aquí aparece un sustento violento y cierto coqueteo con lo político. Los cuerpos que están en escena no pretenden gustar ni generar un embelesamiento propio de la danza. Si bien se trata de bailarines y bailarinas admirables no quieren aquí fascinar con sus movimientos sino narrar ese frenesí que impide cualquier atisbo o alianza con la quietud.

No poder parar podría implica un amor desenfrenado por el baile pero lo que aquí ocurre se parece más a un mandato de movimiento, a una idea del hacer como epidemia porque implica un contagio que lxs intérpretes convierten en conflicto. Lo bello de Coreomanía está en su deseo de escapar de la belleza. La desnudez no surge desde la sensualidad. Los torsos con las tetas al viento hablan de una similitud con lo masculino, de buscar cierta igualdad como indican las obras de Silvio Lang donde los cuerpos se vuelven ambiguos no solo en la imagen, en la inclusión de accesorios o maquillajes sino en las tonalidades de los movimientos.

En Coreomanía hay un despojo pero también una uniformidad en esa ropa de gimnasia que no separa mucho los sexos. El deseo de bailar se convierte en una discusión con esa violencia que ordena siempre un cuerpo activo. En esta línea Coreomanía dialoga con Watt, la obra de Leticia Mazur que ocurre a unas pocas cuadras del teatro Metropolitan. No solo porque en las dos propuestas el público se integra al baile al final de la escena marcando una duración indeterminada y un final incierto para lo que ocurre arriba del escenario, sino porque en Watt el placer de bailar es más palpable y, al mismo tiempo, más puro como si nada lo perturbara. En la mirada de Josefina Gorostiza bailar es una experiencia menos luminosa, está más alterada por la realidad, puede sufrirse mientras se la disfruta y se inscribe en ciertas formas urbanas, en un cuerpo que en la calle o en el gimnasio siempre está a punto de ser disciplinado.

Lxs interpretes de Coreomanía entienden esa preocupación. La danza no es un territorio emancipado de estos problemas, libre de las domesticidades, ajeno a un encuadramiento de los movimientos. Por eso Coreomanía puede despertar algún rechazo, alguna disidencia sobre lo que implica construir una coreografía hoy desde ese lenguaje permeable de la danza que lee el mundo sin explicarlo, porque en los desplazamientos está la captura de una velocidad, de una homogeneidad que no es ingenua, que sabe de su lucha permanente contra esas formas mecánicas que Gorostiza integra para hacerlas tambalear entre la música. Aunque lo mismo podría suceder con el sonido opaco de un bombo en el medio de una marcha o con las corridas de un grupo de jóvenes durante una manifestación. Coreomanía toma esas escenas y las devuelve como una ceremonia frágil y dichosa.

Coreomanía se presenta los miércoles a las 20:30 en el Metropolitan Sura