Últimamente me sucede que cuando veo mis fotos de grande siento que me parezco más a mi padre. Dicen que el paso del tiempo opera sobre las facciones algo parecido al revelado de nuestro ADN profundo, como si la fuerza del origen hiciera su coming out, mostrando burlonamente que aunque no la hayamos visto, siempre estuvo y estará.

Pasa algo parecido cuando recuerdo muchas conversaciones que, de formas que no busco, se referencian en que soy gay. Quién sabe qué puede significar en detalle para las personas con las que interactúo. Sin embargo es evidente que es un punto de relevancia, una especie de lucecita que me ilumina menos a mí y los muestra mucho más a ellxs. Aquello que en las fotografías revela el paso del tiempo, en las interacciones lo revela el transcurso de una conversación. Y creo que tenemos oportunidad de apreciar ese espectáculo sociológico cuando nuestrxs interlocutorxs tratan de usar alguna clase de lenguaje inclusivo.

Con Alejandra tuvimos onda (y más) hace muchos años. Ella vivía en Capital, era progre, fumaba, escuchaba Serú Girán. Yo era un muchacho de la Acción Católica, con look de nerd de pueblo bonaerense, socialmente sensible y pacato. El noviazgo de una progre con un conservador, solía decir ella con otras palabras. Terminamos pronto. Hace algunos años, vía Facebook, nos reencontramos y “saldamos” lo sucedido en aquellos años de penosas confusiones para mí. Alejandra formó una linda familia y, de vez en cuando, hablamos por teléfono.

Hablamos antes de las elecciones. Temario abierto. Me contó que uno de sus sobrinos no se siente motivado para ir al colegio y que sospecha que es porque los compañeros le hacen bullying porque es gordo. Alejandra estaba muy contrariada y acompañaría a su hermana a hablar con las autoridades.

Me trató como a un aliado seguro e intemporal: “vos sabés como es la discriminación en la escuela. Son cosas que no podemos permitir más.” Había terminado de hablar la Alejandra-ciudadana-inclusiva, cerrando filas con una víctima veterana de la discriminación cuya experticia daba por descontada. La primera persona del plural congregaba a gordos del siglo XXI y putitos de la primaria de la década del 70 en una misma comunidad sufriente y batalladora. La lengua de Alejandra traía buenos conceptos anti-discriminación que se han adherido al sentido común.

La conversación continuó. Y fue como si hubiera comenzado a soplar un viento que barría con cada oración el make up de la primera parte. El tema fue las elecciones. Ale empezó a hablar más que yo, mucho más. Hizo un montón de piruetas mentales para informarme que votaría por Consenso Federal; “piruetas” porque era evidente que la fanática de Serú Girán estaba embobada con los valores que representaba Juntos por el Cambio, de cuyo líder habló mucho y bien.

“Bueno, y a vos ni te pregunto”, mandó de repente. Acostumbrado a los volantazos de la lengua, tomé la situación con calma y traté de generar humor, algo que Alejandra pierde cuando habla de política nacional. En realidad hice algo parecido a ella, le dije a qué espacio votaría, pero casi no hablé de eso sino de Juntos por el Cambio y su bochornosa gestión. Imaginé que, como en otras oportunidades, discutiríamos en torno a hechos de la política (Alejandra casi se recibió de licenciada en Ciencias Económicas, entiende lo que no entiendo, me gusta escucharla) pero esta vez se mostró comprensiva e indulgente: “yo entiendo que la votes porque les dio la ley del matrimonio igualitario”. Intenté ofrecer alguna justificación más profunda de mi voto pero fue inútil. Alejandra había sacado de la misma lengua la segunda persona del plural y me había mandado en penitencia al nicho de los que votamos porque debemos favores; triste condición para una ciudadana que vota porque tiene valores. El viento se había llevado una capa de su lenguaje inclusivo.

Pero seguimos conversando y el viento no se fue porque ella no se iba del tema homosexualidad. Aterrizamos en el mundo de la farándula, onda Marley, Flavio Mendoza y Ricky Martin. Siguió colocándome como testigo de su empatía con nosotrxs, y familiera como es, dijo que le parecía fantástico la adopción y que es hora de terminar con los prejuicios sobre los medios para acceder a la pa/maternidad. Asentí. De alguna manera nos habíamos reacomodado en un “nosotros” inclusivo. Pero vino una ráfaga fatal: “lo único que no me gusta es que estén todo el tiempo hablando del tema”. Ese latiguillo sí que me produce acidez. De nuevo, intenté agregar alguna reflexión para que recapacitemos, pero Alejandra había sacado de nuevo de su placard la segunda persona del plural y, esta vez, me había mandado en penitencia al nicho de los impúdicos que molestan con cosas de putos en la televisión.

Creo que estas palabras pueden servir para pensar cuánta regulación social tenemos en la lengua, que allí hay un depósito de sedimentos paleozoicos que pueden convivir sin problemas con los modos lingüísticos avanzados. Mejor: que una cosa no quita la otra. Depende cómo venga la conversación y la lengua nos hará o partícipes de una comunidad universal o activistas de una secta.