Como se cuenta en esta misma edición, el fin de semana que viene se festeja por primera vez el Día Nacional de los Monumentos, una buena idea de la Comisión Nacional que los custodia para mimarlos, hacerlos conocer y sostenerlos como referentes de cultura. Otra buena fue que por fin se concretó la compra de la confitería del Molino, lo que implica que este año pueden comenzar los trabajos de restauración del edificio. Pero como tanta buena noticia es anormal en esto del patrimonio, hay dos pésimas que compensan: a nivel nacional pasan cosas buenas, pero la Ciudad sigue desconociendo hasta fallos judiciales y destruyendo piezas patrimoniales, mientras presenta un código “urbanístico” que es simplemente un blanqueo de los sueños eróticos de los especuladores. Y vamos por partes.

El pasaje

El pasaje San Ireneo es uno de esos secretos que guardan los barrios porteños, una callecita que nace en Rosario y muere ahí nomás. El San Ireneo tenía su empedrado original, viejo de un siglo, en buen estado, reparable sin mayores complicaciones. Hasta que un buen día se aparecieron contratistas del gobierno porteño con el encargo de asfaltarlo, en una de esas obras sin sentido excepto para darle una licitación a la industria mimada. Por algo Larreta continúa el Plan Jefas y Jefes de Empresas Constructoras de Macri, un subsidio a los amigos y colegas.

Los vecinos se alzaron en armas y corrieron a la justicia, logrando un fallo clarísimo del juez Víctor Trionfetti, un magistrado que tiene calle y sabe cuando es gato y cuando es liebre.  Los vecinos y la ONG SOS Caballito se presentaron al juez, le explicaron la situación, le citaron el marco legislativo que protege los empedrados históricos, le mostraron fotos del lugar y le probaron que francamente no tenía mayor sentido gastar buenos dineros en una obra de completa inutilidad. Hasta le hicieron notar que la Ley 65 privilegia en particular los empedrados en el entorno de edificios de valor histórico, en este caso el Colegio Santa Rosa, que tiene todo un lado sobre el pasaje. 

El tres de marzo, Trionfetti concedió una medida cautelar y le ordenó al gobierno porteño suspender todo trabajo en el pasaje y toda “remoción, retiro o sustitución” de adoquines en el pasaje. También ordenó que se tomaran medidas para garantizar la seguridad del lugar y que todo se cumpla “con urgencia”. Como el juez sabe con qué bueyes anda arando, hasta se tomó la molestia de explicitar que hacía responsable del cumplimiento de su orden al Procurador General de la ciudad. Pues va a tener que citarlo, porque no le hicieron el menor caso.

Quien vaya por el pasaje San Ireneo en estos días verá que no removieron, ni retiraron, ni sustituyeron ninguna piedra del adoquinado porque simplemente taparon todo con asfalto. Como se ve en la foto, sólo quedó una banquina de piedras, lista para otro futuro contrato como el que reemplazó miles y miles de metros de buenos cordones de piedra dura por basura de hormigón barato. La desobediencia de la orden fue tan alevosa, que los vecinos hasta se citaron ¡a las seis de la mañana! del lunes para tratar de frenar las máquinas.

O sea que a la hora de cumplir con un amigo, el jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta no se preocupa por los amparos de la justicia. ¿Y ahora qué va a decir el Procurador General?

El código

El siguiente siniestro del mes es de una vastedad inquietante. Después de años de amenazar, de consultar con entidades vacías de toda legitimidad como el Consejo del Plan Urbano Ambiental y con todas las cámaras habidas y por haber de especuladores, sus empleados y sus socios, el gobierno porteño presentó el nuevo código “urbanístico”. La palabra clave de todo el bodrio es “morfológico”, el abracadabra que va a permitir eliminar todo límite a las torres, a la saturación urbana y al negocio desmedido en las zonas que les interesan a la industria. Explícitamente, el nuevo código rechaza las zonificaciones como anticuadas y rígidas.

Esto viene literalmente de la boca del caballo, en este caso del arquitecto Carlos Colombo, que pasó de empleado de los especuladores a subsecretario de Planeamiento en el ministerio de Desarrollo Urbano y Transporte. Esto equivale a ser el reemplazo de Héctor Lostri bajo el nuevo Daniel Chain, la dupla que ayudó a parir el nuevo código y que ahora, desde el nivel nacional, sigue gestionando negocios inmobiliarios desde su estudio privado. ¿A quién le mandan los expedientes privilegiados? A Colombo, que se destacó ante Larreta por su creatividad en esto de crear nuevos espacios de negocios vendiendo tierra pública. 

Para presentar el nuevo código el arquitecto volvió a sus manuales universitarios y escribió un prólogo que parece una nota en una de esas revistas especializadas que publican cualquier cosa con tal de que haya avisos. Colombo explica que el código actual es obsoleto, crea “desfases” y no ayuda a cumplir el artículo 29 de la constitución porteña que ordena crear una ciudad “sustentable, planificada, global, equilibrada y accesible”.  Sin mayor sustento, el arquitecto afirma que el código actual zonifica porque busca fijar usos y actividades específicas en diversos sectores urbanos, y también privilegia el automóvil. Para asustar, explica también que fue sancionado en 1977, plena dictadura, y que permite las torres de perímetro libre, una tipología que ni el arquitecto más jovato defiende ya. 

Después de estas bastedades, Colombo se pone más sutil y dice que el código actual “apela a la sustitución edilicia”, “desconoce las unidades morfológicas constitutivas de la ciudad real” y “por eso maximiza la capacidad edificatoria de cada lote más allá de la expresión del conjunto”. Esto suena bien hasta que uno recuerda que, por ejemplo, salvar los petit hoteles de Recoleta puede afectar “la expresión del conjunto” de edificios en altura que asfixian ese sector de la ciudad. Por algo, cada uno que quedó en una avenida ya fue toscamente rellenado con algo nuevote, feo, torpe que “complete” el bendito conjunto...

Falsamente, Colombo dice que el actual código “desalienta la mixtura de actividades y la diversidad social y cultural” de nuestra ciudad. Si hubo un gobierno que se dedicó a expulsar la industria de la Ciudad Autónoma es el de Macri y excepto por las regulaciones de sanidad e industria, no existe otro límite a la “mixtura”, excepto en las APH y en los rarísimos barrios residenciales. 

Más falsamente todavía, el funcionario se permite acusar al código de “no actuar sobre las rentas urbanas” -manera tecnicota de hablar de la especulación inmobiliaria- y deja el crecimiento de la ciudad librado a los particulares. Esto es ciertísimo, pero la falsedad es sugerir que el nuevo código que proponen va a cambiar esto. Como para que quede claro que se trata de una sanata, el único ejemplo concreto que da el arquitecto es que ahora las esquinas son más bajas que los terrenos de la cuadra porque suelen ser más chicos... ¿va a autorizar esquinas más altas, por encima del FOT actual?

Donde sale finalmente la hilacha es hacia el final, donde Colombo hace una enumeración de objetivos utópicos e incluye, clarito, el de “proponer una mayor densidad urbana”. Esta es la divisa de honor de los especuladores, la herramienta de maximización del lucro a costa de la calidad de vida de los que vivimos en esta maltratada urbe. La batalla legislativa que se viene ahora va a ser una cancha embarrada de tecnicismos para que no entienda nada, una búsqueda de cansar a los ciudadanos para que no se opongan. El código actual es una porquería llena de parches, pero esta propuesta tiene en el orillo la marca de la industria.

El Molino

Pasó más de un año desde la votación de la ley de compra compulsiva del edificio de la Confitería del Molino, un año de silencio total. Como se recordará, Diputados hizo ley un proyecto que dormía en coma luego de tener media sanción del Senado, gracias al entonces presidente de la Cámara Julián Domínguez. El voto fue unánime y el Poder Legislativo ordenó al Ejecutivo comprar el edificio, proveer los fondos para restaurarlo y entregárselo para su uso futuro, incluyendo un centro cultural y la reapertura de la confitería histórica. 

La demora se debió en parte a la baja prioridad que le dio el nuevo gobierno al proyecto y en parte a las fantasías inmobiliarias de algunos de los dueños, que pedían precios abusivos. Finalmente se compró a buen precio y ahora comienza la aventura de la restauración. En esto habrá dos protagonistas esenciales, por un lado el PRIE -el equipo que lleva años restaurando el palacio legislativo- y por otro la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos que preside Teresa de Anchorena, que tiene alzada sobre El Molino. Esto va a ser interesante como experiencia, tal vez fundacional, porque el equipo que dirige Guillermo García ya cuenta con gente que lleva años en esta actividad, y la actual comisión incluye nombres como los de Fabio Grementieri y Marcelo Magadán.

El Molino es una joya del Art Noveau de una originalidad especial, un edificio que realmente le llama la atención hasta al experto más viajado. Uno puede contarle las influencias, insertarlo en corrientes mayores, reconocerle guiños, pero nadie puede decir que no sea único: literalmente, es un fuori serie. Francesco Gianotti nos hizo un servicio único al crearlo y ahora es nuestro deber devolverle la vida y la gloria a su edificio, tantos años abandonado. 

Quienes pudieron entrar o recuerdan sus interiores saben que hay mucho más que la famosa confitería. Los departamentos yacen en ruinas pero casi sin remodelar, guardando interiores que ya no existen en ninguna otra parte. Hay hasta restos de empapelados de 1916, infinidad de equipamientos y yeserías rescatables o reproducibles. El Molino puede ser también una suerte de experiencia de la vida porteña de hace un siglo, una oportunidad rara de recorrer espacios de antaño, ya desaparecidos. 

Este el deber que nos abre la compra.

Sandra Cartasso

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