Seguí en grabados

“Es muy fácil encontrar una exposición suya en París, Lyon, muchas otras ciudades de Francia, también en Nueva York, Bruselas, Ginebra, Belgrado, Beirut, Santiago de Chile, Dubai, Mykonos… Sin embargo, aquí en Buenos Aires, hace casi 10 años que no expone”, anota el team curatorial del Museo Nacional del Grabado a cuento de la flamante Grabados del patrimonio, colecciones y donación: enjundiosa muestra que invita a dar una vuelta por el incitante universo del maestro cordobés con más de 60 piezas, grabados realizados entre 1963 y 2019. Litografías, fotograbados, aguatintas, aguafuertes, serigrafías, carbolitografías, linograbados y carborundums (incluida una serie reciente de 16, donada por Seguí al museo) integran la enjundiosa propuesta que reúne obra del también pintor, escultor, ilustrador, radicado en Francia desde los 60s, que jamás ha suscripto a la solemnidad y a menudo asegura que sus trabajos están relacionados con sus recuerdos y juguetes de infancia. Así, y como no podía ser de otro modo, presentes están sus característicos hombrecitos en marcha, habitantes de un reino de veloces autómatas que toman rutas hacia alguna, ninguna parte. Siempre en acción, las pequeñas figuras andan en puntillas, esquivan, avanzan por la metrópolis imaginaria, inagotable de Seguí, un hombre cuyo cuerpo de obra cargado de ironía “pone sutilmente en tela de juicio la sociedad de consumo y nos acerca a la soledad existencial del hombre de ciudad”, acorde a la historiadora de arte Camila Palacios, que pronto suma: “En este juego ambiguo, lo obvio se vuelve cuestionable y lo solemne, ridículo”. Por lo demás, señala el ilustre artista que “en grabado en particular, he usado todas las técnicas que he ido conociendo, porque es el medio que me resulta más inmediato y más fresco”, conforme comparte el catálogo de la muestra, cuya cita –colmo de bienes- es gratarola, hasta el 19 de abril en la Casa Nacional del Bicentenario, Riobamba 985.

Ciencia y pintura estrechan lazos

El grito se está desvaneciendo”, prende la chicharra un reciente artículo del New York Times, y la alerta le viene al dedillo para explicar cómo el mundo del arte recurre cada vez más a la ciencia para descubrir cómo el paso del tiempo está haciendo mella en piezas celebérrimas. Deterioro que es motivo de genuina angustia para restauradores, disparador de alaridos entre historiadores del arte, pero que gracias a la labor de estos laboratorios boutique -muy concurridos en los últimos años por galeristas y coleccionistas privados- al menos pueden saber a ciencia cierta (nunca mejor dicho) cómo lucían originalmente algunas de las obras más reconocidas del globo. Saber, por caso, que algunos marrones de Vincent van Gogh solían ser amarillos; algunos azules, púrpuras. Saber además que ciertos tramos de la mentada obra de Edvard Munch solían ser de una amarillo anaranjado en vez del blanco marfil que se precia hoy, a más de un siglo de que el noruego la pintara. Así lo cuenta el equipo liderado por la doctora Jennifer Mass, especialista en “los mecanismos de degradación de los pigmentos”, fichada por el Museo Munch de Oslo “por su experiencia en amarillo cadmio”. Y por sus cacharros última generación, todo sea dicho, siendo dueña del laboratorio de Análisis Científico de Bellas Artes en Harlem. Aunque recuperar los tonos es imposible, esgrime la doc que las reconstrucciones digitales pueden hacer su gracia y permitir contrastar cómo era y cómo es tal o cual obra. Por lo demás, entiende que si ciertos colores de finales del siglo 19 y principios del 20 se desvanecen, es porque los artistas comenzaron a experimentar entonces con pigmentos sintéticos mezclándolos con aceites y aditivos al azar, sin probar su longevidad. Lo cual permitió las brillantes paletas de, por caso, el fauvismo, el postimpresionismo y el modernismo, pero las volvieron “impredecibles”. Algo que ya había vaticinado van Gogh, consciente de las trampas de los nuevos pigmentos: “Todos los colores que el impresionismo han puesto de moda son inestables", escribió a su hermano Theo en 1888: “más razón para usarlos con demasiada fuerza, el tiempo los suavizará demasiado”.

Imagen de infancia de Eduardo Mateo (der)

Íntimo Mateo

Cuando algunos meses atrás estrenó en Uruguay el documental Amigo lindo del alma, contaba Daniel Charlone, su director, que quiso “mostrar la presencia mediante la ausencia”: del músico montevideano Eduardo Mateo --fallecido en 1990--, cuya historia y legado son puestos en valor por este film que supo sortear los pocos registros audiovisuales que existen sobre el artista. Haciendo de la carencia, virtud, centró la cámara en amigos y colegas del mítico varón, figuras tan imprescindibles del panorama charrúa como Fernando Cabrera, Jaime Roos, Ruben Rada, Estela Magnone o Mariana Ingold, Diane Denoir, Hugo Fattoruso, Alberto Mandrake Wolf, Martín Buscaglia, que compartieron anécdotas y cavilaciones sobre el enorme Mateo, mechadas las interviús con personalísimas versiones de sus inoxidables temas. Pues, sin quitarse aún el traje divulgador, zambulléndose en otro plano de homenaje, Charlone ha inaugurado los pasados días Eduardo Mateo, el paso por su tiempo, exposición que entiende como “una prolongación del documental” para conocer más sobre el inventor del candombe beat, una figura mítica y cada vez más influyente de la música del Río de la Plata. “En la película no quise meterme con material de archivo, como sí lo he hecho con esta muestra”, cuenta a una radio local Charlone, que propone un recorrido por diferentes etapas del grandísimo cantante y compositor uruguayo, desde la tierna infancia hasta fines de los 80s, a partir de fotografías recuperadas, letras de canciones, afiches… “Las imágenes de niño son del álbum familiar, me las proporcionó su hermana Teresa. Y hay otras de su desarrollo como músico, desde los años de O banda do Orfeo hasta el final, cuando preparaba el espectáculo que iba a dar con Los Terapeutas y Fernando Cabrera, que lamentablemente no se pudo llevar a cabo”. Para quienes crucen el charco, las fotos estarán colgadas hasta el 20 de abril en Fotogalería Prado, espacio a cielo abierto que puede visitarse las 24 horas del día, “incluso si llueve”.