La última edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, que tuvo lugar en septiembre del año pasado, presentó en su principal sección competitiva dos largometrajes que, a pesar de revisar el pasado de España durante los años de la dictadura franquista, no podrían ser más diferentes, tanto en sus objetivos como en sus alcances. 

Mientras dure la guerra, del célebre y celebrado realizador Alejandro Amenábar (Tesis, Abre los ojos), reconstruye en pantalla los últimos meses de vida de Miguel de Unamuno (un Karra Elejalde mimético), quien por aquel entonces, en plena guerra civil, pasaba sus días como rector vitalicio de la Universidad de Salamanca. Se trata de un típico film didáctico, habitado por personajes arquetípicos y diálogos que, en más de una ocasión caen en la declamación; un ejemplo de cine histórico tan correcto como convencional. 

La proyección, en esa misma sección oficial, de La trinchera infinita, se transformó en una verdadera sorpresa. Para muchos, incluso, en una revelación. La película del trío de realizadores, guionistas y productores vascos integrado por Aitor Arregui, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga se para frente a la Historia con mayúscula a partir de la pequeña gran historia del encierro de un hombre en su propia casa, durante más de tres décadas, por miedo a ser detenido y ejecutado. Una historia de paranoia, miedo y claustrofobia que logra impactar y conmover con las armas cinematográficas más efectivas y nobles, haciendo que un punto de vista inconmovible, el trabajo con el sonido y una fotografía contrastada al extremo deriven en un relato de dos horas y media que nunca pierde la tensión o la pertinencia histórica y emocional. El cuarto largometraje de Arregui, Garaño y Goenaga luego de En 80 días, Loreak y Handia (tres largometrajes muy diversos en cuanto a ambiciones y logros) pasó fugazmente por una sala de cine porteña en la reciente edición de "Espanoramas" y, desde hace algunos días, puede verse en la plataforma Netflix.

Corridas, persecuciones, disparos. Los primeros minutos de La trinchera infinita están llenos de movimientos, traslados y acciones físicas de todo tipo. Algo fuera de lo común está ocurriendo en ese pequeño pueblo de Andalucía. El año es 1936 e Higinio y Rosa se despiertan muy temprano, poco después del alba, luego de escuchar algunos gritos y sonidos vecinos. Hay guardias civiles dando vueltas por las callejuelas y lo mejor es no dejarse ver, que para eso Higinio construyó un pequeño escondite debajo del aparador. Lo buscan por “rojo”, claro, pero Rosa les dice a los uniformados que su marido no está, que salió durante la noche y aún no ha vuelto. 

¿Lo mejor es esconderse? Lo mejor tal vez sea escapar, pero no es fácil, y lo que sobreviene es algún forcejeo, la visión de una ejecución a sangre más que fría, la captura seguida de fuga, una corrida a campo traviesa y el amparo de un pozo de agua, tumba acuática de algunos compañeros de lucha. De vuelta a la casa, apenas protegido por la oscuridad de la noche, y caer finalmente en la cuenta de que todos aquellos que actuaron u opinaron en contra de ciertos valores, instituciones y personas serán buscados sin tregua. “¿Para qué has hecho el boquete?”, le pregunta Rosa a Higinio. “Ahora te curamos la herida y luego ya vemos”, es la orden terminante de la mujer. La intención es esconderse unos días, hasta que la posibilidad de salir del pueblo y, tal vez, del país pueda transformarse en hecho. Pero la realidad será muy distinta e Higinio comenzará un autoencierro de treinta y tres años, su vida transformada en algo diferente a lo que había imaginado. El hombre será, a partir de ese momento y hasta que el gobierno franquista entre en su etapa más laxa, un “topo”. 

Al teléfono desde España, Jose Mari Goenaga revela que fue un documental de 2012, Treinta años de oscuridad, dirigido por Manuel H. Martín, el que los puso detrás del tema de la película: “Allí se contaba la experiencia de los así llamados topos, aquellas personas, en su mayoría republicanos, que se quedaron escondidos en sus casas por miedo a las represalias. Algo que parecía, a priori, temporal, pero que fue alargándose en el tiempo, llegando en casos extremos a más de treinta años”. Fue precisamente lo que le ocurrió a Manuel Cortes Queró, conocido como "El Topo de Mijas", alcalde de esa ciudad de Málaga y sujeto de atención del documental de Martín. Además de uno de los claros referentes reales para la construcción de la ficción de La trinchera infinita.

Tanta trampa

Publicado originalmente en 1977, luego de la muerte del Generalísimo, el libro Los topos, escrito por Jesús Torbado y Manu Leguineche, daba cuenta de los muchos casos de ciudadanos españoles que pasaron extensas temporadas –toda una vida, para algunos– en un autoexilio interior. “En aquel momento fue un best seller”, afirma Goenaga, “y es interesante porque es una cuestión que ha tenido momentos en los cuales tomó mucha notoriedad para caer luego en el olvido". 

Algunas películas previas han tocado el tema "de manera tangencial", como Mambrú se fue a la guerra (1986), de Fernando Fernán Gómez, o más recientemente Los girasoles ciegos (2008), de José Luis Cuerda. "En nuestro caso, la idea era, por un lado, crear una ficción que diera testimonio de esto que ocurrió en España, pero que también nos permitiera jugar a un nivel cinematográfico, en particular con la idea del punto de vista. Desde un primer momento la apuesta fue narrar treinta años de encierro, treinta años de franquismo, sin salir de un agujero. Ese era el reto: cómo ir filtrando la evolución de una sociedad a través de un pequeño agujero, de las ventanas de una casa”, relata el director.

Ya en los primeros tramos de la encerrona (personal y cinematográfica), los directores utilizan la mezcla de sonido para retratar el viaje del protagonista hacia ninguna parte: conversaciones ahogadas que se intentan descifrar, no siempre con éxito; golpes de los cuales no pueden conocerse ni la ubicación exacta ni su distancia; una voz que podría o no ser la de su vecino Gonzalo, el mismo que lo delató antes de la redada y que durante el resto de su existencia –tres décadas de obsesión– continuará empeñado en hallarlo. 

El rostro de Antonio de la Torre –que casualmente participó hace poco de otra película de encierro extremo, La noche de 12 años, en el rol de José “Pepe” Mujica– refleja a un Higinio cuyos ojos no pueden dejar de espiar desde detrás de las paredes, como un fantasma. Como un alma en pena, un personaje de un cuento de Poe sin gato negro que lo ponga en evidencia. La dirección de fotografía es esencial en los logros: oscura, por momentos al límite de la negritud, en pantalla tan ancha como angosto es el pasillo/ataúd del protagonista. Afuera, Rosa (la actriz Belén Cuesta), con quien su marido sólo puede tener contacto físico un par de veces por día, siempre atenta a lo que ocurre en la calle y en la pequeña plaza del pueblo, allí enfrente. Sin saberlo en un primer momento, y a pesar de que se pasea por el pueblo casi todos los días, Rosa también está encerrada. El secreto, a veces, adquiere las formas de una prisión.

“Si bien es verdad que estamos pegados todo el tiempo al personaje de Higinio, también es cierto que el espectador puede adoptar por momentos el punto de vista de la mujer y, más tarde, el de su hijo. Pero la idea central era contar la historia a partir de Higinio, no abandonarlo nunca”, detalla Goenaga. No abandonarlo nunca, ni siquiera cuando su mujer le avisa que está embarazada o cuando es testigo del velorio de su padre, detrás del muro y de un espejo oscuro. 

A lo largo del encierro infinito, Higinio sólo saldrá a la calle una vez, tres años después de aquel trauma original, cuando se decide una mudanza a la casa paterna, más grande y con mejores condiciones para construir un bunker secreto. Será en esa salida cuando los primeros síntomas de una condición sin nombre, consecuencia de la reclusión, comiencen a poblar la mente del protagonista, ensoñaciones a veces plácidas, otras tantas de pesadilla, que se imponen como cohabitantes de la vigilia. 

“La evolución de los personajes, en particular la relación matrimonial, era muy importante para sostener el interés durante dos horas y media. Siempre decimos que la película es esencialmente acerca de los mecanismos del miedo, pero también es una alegoría de la vida matrimonial: la historia comienza cuando Higinio y Rosa llevan poco tiempo de casados y termina cuando son casi dos ancianos. Esa decisión, que es tomada por los dos al comienzo, va emponzoñándose, se va poblando de rencores y reproches hacia la otra persona. En eso el trabajo con el sonido ayudó mucho. Como espectador, agradezco cuando el sonido en una película no sólo ilustra lo que estoy viendo sino que conforma otra capa narrativa, de sentido”, se explaya el realizador.

Al mismo tiempo, es la historia de un país, que para Goenaga puede verse como metáfora de la vida en común de los protagonistas: la sociedad, con el paso del tiempo, va dejando detrás las urgencias y preocupaciones y deja de hablar de ciertos temas: “Poco a poco, todo eso que ha estado en la calle se vuelve algo interior. Una especie de silencio. Y en el caso de Higinio y Rosa esa amenaza original se va desdibujando hasta el punto de no saber si realmente tiene sentido que el encierro continúe indefinidamente”.

Los tres directores: José Mari Goenaga, Aitor Arregui y Jon Garaño

Una huida hacia adentro

Para los autores, que suelen colaborar en distintos roles y, hasta el momento, sólo habían tomado el papel de realizadores en tándem, ponerse a dirigir a seis manos fue otro un desafío. La trinchera infinita fue rodada en dos etapas con un descanso en medio de ambas, en parte por la necesidad de que Antonio de la Torre ganara unos kilogramos extra de peso. No es casual que una de las mayores elipsis que recorre la historia llegue bajo la forma de un plano que muestra una bondadosa panza donde antes había músculos abdominales. 1944, 1963, 1969. Son años que el film señala a partir de un calendario, las páginas de una revista ¡Hola! o la invitación a un entierro, indicios del paso del tiempo que también llegan por vía sonora, a través de un discurso de Franco (hay allí una de las pocas instancias de humor, cuando la voz de soprano del líder es tomada en solfa) o el discurso del presidente de los Estados Unidos luego del final de la guerra en Europa. Sin embargo, la única división en pantalla, a la manera de capítulos, no tiene que ver con los saltos temporales sino con definiciones que, a la manera de un diccionario, detallan situaciones que se han vivido o están por ocurrir.

Acostumbrado a trabajar con rostros no demasiado conocidos por el público masivo, al menos afuera del País Vasco, Goenaga afirma que a la hora de buscar a la pareja protagónica lo importante era que fueran buenos actores. Vasco como sus dos colegas, el realizador confiesa que el hecho de que tanto de la Torre como Cuesta fueran andaluces ayudó a la hora de generar un tono verosímil. “No se trató sólo del acento tan marcado del idioma castellano, sino también de cómo decían las frases. Allí es donde fue muy importante su propio acervo. Más de una vez alguno de ellos nos dijo ‘espera, mi abuela no lo hubiera dicho de esta manera’. Por supuesto, la elección de un pueblo de Andalucía como trasfondo para la historia no fue casual. No tenía demasiado sentido hacerla, por ejemplo, en algún lugar del País Vasco, porque históricamente, por la cercanía de la frontera con Francia, la gente de allí buscaba otra manera de huir. Hacia afuera y no hacia adentro”, dice. 

La placa que define, mediante dos acepciones, el vocablo “desenterrar” anticipa nuevas oscuridades –el polvo del pasado, sus huesos crujientes, los muertos que hablan– antes de que “amnistía” habilite las cinco letras del verbo “salir”. La trinchera infinita llega a un final moderadamente luminoso: los rayos del sol podrán tocar por primera vez la piel reseca de Higinio, pero todo lo perdido es ya irrecuperable. A pesar de ello, la breve caminata permite el reencuentro y, tal vez, el comienzo de una nueva vida. A la nueva España todavía le faltaban unos cuantos años para ver la luz.