Está mi corazón en esta lucha.

Mi pueblo vencerá. Todos los pueblos

vencerán, uno a uno.

Estos dolores

se exprimirán como pañuelos hasta

estrujar tantas lágrimas vertidas

en socavones del desierto, en tumbas,

en escalones del martirio humano.

Pero está cerca el tiempo victorioso

que sirva el odio para que no tiemblen

las manos del castigo,

que la hora

llegue a su horario en el instante puro,

y el pueblo llene las calles vacías

con sus frescas y firmes dimensiones.

Aquí está mi ternura para entonces.

La conocéis. No tengo otra bandera.

Pablo Neruda

 

 

 

Si bien leí a Pablo Neruda por primera vez en la cama de un hospital militar creo haber presentido su poesía en las manos de don Manuel,  el panadero de mi cuadra. Por un largo tiempo pensé que el nombre de su negocio, Redimido, correspondía a su apellido. Con el correr de los años, se tomó el difícil trabajo de intentar transmitirme su experiencia para que no la repitiese. Sus errores de juventud, lo alojaron a la sombra, en donde fue iluminado por un dios y un oficio. La harina blanqueó su pasado. Más de veinte años amasando pan para gente pobre había calmado su espíritu. "Dios es una metáfora. Lo encontré en la masa, en el pan de cada día, en cada hombre que besaba al símbolo que mata el hambre antes de arrojarlo a la basura, en todos los que valoraron mi trabajo. Empecé haciendo pan, después me fui amasando con él. No sé cómo serían mis manos si se hubieran dedicado a contar plata. La harina me redimió."

Pensó en voz alta alguna vez, mientas pesaba en la balanza un kilo de caseritos. Quinientos veintisiete fue el número de sorteo, Olavarría mi destino. En un enorme galpón me entregaron a mi cargo, una carpa, borceguíes, remeras y pantalones. Retumbaban las voces de los que mandaban, el silencio de los mandados formaba fila. Aunque sobraba espacio, no había lugar para poder pensar. Después de preguntarme el nombre de mi ciudad natal, un compañero tan pibe como yo, pero de mirada profunda me dijo: "Nunca olvides tu origen, tu casa, tus afectos... los buenos pensamientos son los únicos que te van a mantener a salvo."

Antes de romper fila le pregunté su nombre. "Me dicen Mingo", me contestó, acompañando sus palabras con un gesto que me resultó  familiar. Los brutos con poder envidian aquello que nunca podrán comprar, inteligencia y sensibilidad. Por ser portador de estas dos virtudes, mi amigo fue perseguido sistemáticamente. Lo nombraron jefe de una patrulla que supe integrar junto a otros once  conscriptos. Un sargento, experto en basurear al subordinado, nos bautizó "los sotretas". En un sitio en donde todo era carrera, marche, Domingo no sólo nos aventajaba en todos las tareas, también le sobraban cinco minutos para leer su libro secreto y comenzar  alegre cada jornada. Su liderazgo, entre otras cosas, se basaba en su honestidad y coraje. No sólo había declarado sin complejos su desinterés por el fútbol, también se negó a mirar revistas condicionadas que conseguía el gringo Presti, argumentando que la mujer no era objeto ni adorno. Por las noches, extraía con paciencia las espinas clavadas en nuestros cuerpos, consecuencia de cruzar los campos arrastrándonos como serpientes, mientras nos reconfortaba con  palabras de aliento, principalmente a Prestifilipo, quien no dejaba de llorar llamando insistentemente a su madre. A fines del año setenta y ocho, la guerra por la soberanía de las islas Picton, Lennox y Nueva, era prácticamente un hecho. Solamente esperábamos la fecha de partida hacia el escenario tan temido. Imaginaria, bella palabra flotando sorpresivamente en el estanque del discurso castrense, parecía ser un recreo a tanto polígono y estrategias. Esperaba ansioso mis solitarias noches de guardia para encontrarme con Marita, quien me esperaba vestida con su guardapolvo de estrellas, en la infinita aula del cielo, con un pizarrón de luna rodando en cámara lenta. En una calurosa tarde de noviembre, después de un baile infernal de instrucción al ritmo de consignas como "la  patria nos llama", "dios y patria o muerte", "subordinación y valor", nuestro líder nos volvió a sorprender. En posición de firme frente al teniente, con voz alta y clara se le escuchó decir:

"Soldado clase 59, Juan Domingo Mauro, perteneciente al glorioso Ejército Argentino, se reporta: Chile es parte de la Patria Grande, no puedo ni quiero matar a mis hermanos, mi padre espiritual  descansa en Isla Negra."

Su última mirada camino al calabozo fue como un susurro, "es mejor usar el valor para mantener convicciones que para subordinarse".   Ignoro cuántos meses estuvo castigado, lo único que recuerdo es haberlo maldecido diariamente por su desacato. Tuve que ocupar su lugar dentro del escuadrón al que rebautizaron "los traidores". Aguanté la rutina lo que más pude. A pocos días de conseguir la baja recibí la visita del general traidor en enfermería. En señal de amistad dejó bajo mi almohada su libro de cabecera, El Canto General, dedicado en la última página, "la poesía te hará siempre  más fuerte". Cuando volví a la vida, no era el mismo. Tuve la sensación de habitar una sociedad sobreviviendo en un cuartel de puertas abiertas. Los mismos discursos en imperativo, televisados en blanco y negro, me asaltaban en cada esquina. Usé mi experiencia para no sufrir, nunca me cuadré frente a los gritos de ningún mediocre, aprendí a leer entrelíneas e interpretar silencios. La sumisión marchaba vestida de verde, sorteaba sombras de desaparecidos, usaba pelo corto y ojos con miedo a todo. En estos tiempos, en los que parecen soplar vientos parecidos, con la impunidad de un poder real revanchista, ejerciendo sin intermediarios el poder político, con patrones en islas de paraísos fiscales, alejados de las frías aguas del canal de Beagle, siento la necesidad de aferrarme al mismo texto. Intento amasar con palabras gastadas, nuevas metáforas que me fortalezcan en la resistencia, no me permitan caer en burdas provocaciones, refuercen con ternura las mismas banderas con las que mi pueblo trabajador intenta, una vez más, completar la historia de sus sueños colectivos inconclusos.

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