China siempre fue para Occidente una tierra lejana que alimentó fantasías en base a la monumentalidad de sus obras y a la extrañeza de sus costumbres. Esa conjunción entre asombro y distancia la volvió fuente de interpelación de la normalidad europea desde las primeras experiencias de mundialización de la Modernidad.

En las etapas más tempranas de ese complejo proceso de aproximaciones culturales y de integración económica, una trama de prácticas e instituciones implementadas por el sistema misional de la Compañía de Jesús, conectó al viejo continente con China y con las Nuevas Indias. Desde esos extremos, el cielo se cubrió de correspondencias, de cartas secretas y publicables dirigidas a Roma para mantenerla actualizada de los progresos e infortunios que marcaban el desarrollo del plan de salvación del mundo.

Las cartas eran escritas por jesuitas que, antes de haber ido a misionar, habían podido probar el buen estado de salud en el que se encontraban, porque el proyecto divino no necesitaba únicamente de la devoción de las almas sino también las fuerzas físicas y los equilibrios humorales que eran leídos a través de los principios de medicina hipocrático-galénica. La salud del cuerpo se expresaba también en la estabilización de los flujos corporales que determinaban la personalidad de una persona colérica, sanguínea, flemática o melancólica. No se podía gobernar del mismo modo a carácteres distintos. El gobierno de los individuos, el de las almas y el de los cuerpos, se anudaba al gobierno del mundo.

Entre esas misivas, es posible encontrar la de un jesuita que informaba su conocimiento de la práctica extendida de la variolización utilizada, desde hacía muchos siglos, por parte de los chinos, para controlar la propagación de la epidemia. La rareza de todo ello consistía en contradecir los principios de una medicina occidental fundada en el juramento de no enfermar a los cuerpos. Curar era algo que se emparentaba con el ejercicio del poder pastoral definido por ser benefactor de las ovejas.

La noticia de la transmisión de formas atenuadas de la viruela aparecía en el siglo XVIII, en momentos en que el mundo europeo analizaba las implicancias de adoptar una lógica distinta a la de la cuarentena para evitar ser diezmado por la enfermedad. Dejar que el virus adquiriese la dinámica del laissez faire para alcanzar la inmunización se analogaba al pedido de libre circulación de las mercancías reclamados por la burguesía. 

Ello implicaba que la medicina pasaría a enfermar cuerpos sanos, exponiendo a algunos a la muerte, debido a la incertidumbre sobre la posibilidad de controlar los efectos en la totalidad de los casos. 

Una porción de la población debía ser sacrificable para garantizar la salud del resto, de igual manera que en el orden de la economía liberal, un segmento del cuerpo social empobrecido y expuesto a morir de hambre, debía renunciar al saqueo de los depósitos de alimentos, para que el mecanismo de la libertad económica no se bloquee y para impedir que los especuladores se enriquezcan con las carestías.

Además del sistema epistolar, los jesuitas habían generado sus proyectos enciclopédicos y sus gruesos tratados que sistematizaban los saberes provistos por la experiencia histórica y por el ensanchamiento del mundo en su actualidad. 

Dentro de esa bibliografía se encontraba el libro de Ludovico Muratori, titulado Del governo della peste, e dellemaniere di guardarsene, en el que se recogían las recomendaciones sobre cómo enfrentar la peste a través de la cuarentena. Se requería para ello de gobernantes prudentes pero activos, que supieran utilizar tres recursos: el oro, para socorrer a los pobres y atender las necesidades emergentes; el fuego, para purificar lo infectado; y la horca, para hacer cumplir las normas que hubiera que imponer en el estado de excepción. 

Además de ese aporte, Muratori escribió posteriormente otro resonante texto titulado Della pubblica felicità, en un escenario político donde el liberalismo impulsaba las restricciones al poder del Estado afirmando el derecho a la felicidad pública. La posición del italiano entraba en tensión con el individualismo liberal y realzaba el modelo de felicidad encarnado por las misiones jesuíticas del Paraguay. Los ilustrados se oponían de modo furibundo a aceptar la conducción de un poder pastoral que los gobernase como a esos niños en cuerpos de hombres, que eran los indígenas latinoamericanos. 

No solo los liberales del siglo XVIII, sino también los neoliberales posteriores, basados en la misma afirmación de la libertad individual, buscaron invalidar esa forma de gobernar realizada en el experimento teológico-político de jesuitas y guaraníes, solamente realizable en tierras latinoamericanas proclives, debido a cierto retraso civilizatorio, a las experiencias socialistas y populistas.

De la mano del poder pastoral y sus regulaciones de la vida en común, aparecía la amenaza del socialismo y la economía planificada, lo que se reafirmaba con la tradición de pensadores de izquierdas que veían en las misiones la concreción de Repúblicas comunistas cristianas.

El control de las epidemias reveló las lógicas que se aplicaban en el gobierno de las poblaciones, tanto en su dimensión biológica como en sus órdenes económicos.

Los jesuitas del siglo XVII y XVIII no emplearon la variolización en las misiones del Paraguay, tenían un obstáculo epistemológico para integrar esa práctica médica. La economía liberal parecía haber rebasado esos límites. Ambos se disputaban el liderazgo en la construcción de la Felicidad Pública, a través de la planificación y del libre mercado. Esas alternativas aparecen en nuestros días, interpelando la eficacia para hacer frente a una pandemia.

No es menor señalar que hubo quienes encontraron en las misiones jesuítico guaranítica, no un comunismo, sino una experiencia de limitación de la libertad económica, en la que convivían la propiedad individual y la propiedad común, en la que se transparentaba tanto el principio de la República platónica que procuraba poner un límite a la pobreza y un límite a la riqueza para lograr la estabilidad del gobierno, como la fórmula de Juan Domingo Perón: “Que los ricos sean menos ricos y los pobres sean menos pobres”.

Las filiaciones entre jesuitismo y peronismo se traslucen de distintos modos y especialmente en la idea de justicia social. Asistimos a un momento en que el poder pastoral a nivel mundial se reactiva en las críticas al neoliberalismo y en la construcción de una “Economía de Francisco”, coincidente con una consolidada experiencia de organización de los movimientos populares en la construcción de respuestas a las crisis económicas en nuestro país, donde las subjetividades plebeyas escapan a ser conducidas como parte del “pueblo de Dios”. 

En este escenario, donde además se debate la posible cesación de pago de la deuda externa argentina, es posible entrever que no solo la gestión de la epidemia, sino también las formas de superación de los límites del pensamiento económico y político están en juego en el presente excepcional.

* Dr. en Filosofía. Profesor en la cátedra Historia de la Filosofía contemporánea. UNSa