Jonathan, un joven peruano, no puede dejar de pensar que está viviendo el peor momento de su vida en México, durante una fiesta en la que a más de uno se le subió a la cabeza la cocaína que él mismo llevó. “Tuve que emborracharme para poder abrir a mi madre con un cuchillo, ¿entiendes lo que te digo? La abrí y le saqué todo este polvo que ahora tú te avientas al aire como si fuera harina. Y después tuve que abandonarla en la habitación del hotel, porque sabía que si no entregaba esta mierda me iban a terminar matando”, escupe Jonathan ese dolor que le quema las tripas. “Con el Señor no hay medias tintas. Los tibios son su vómito. Era obedecer o entregarme”, advierte el Uruguayo cuando recibe la orden de estrangular a Sofía. Como figuras trágicas desgarradas, dos hombres esperan al Uruguayo para matarlo mientras conversan. “Si tienes un carro nuevo, una mujer que está del culo, una casa bien padre, todo es gracias al Señor. Ahora, si algo malo nos pasa, entonces es por culpa nuestra o del destino, el Señor no tiene nada que ver”, plantea uno de los personajes que comienza a dudar sobre su trabajo como sicario. Estos tres personajes de los catorce relatos que integran No hay risas en el cielo (Corregidor) de Ariel Urquiza, Premio Casa de las Américas 2016, alumbran una trama mucho más amplia de destinos entrecruzados por el dilema de la lealtad y la traición.

El Premio Casa de las Américas le abrió muchas puertas a Urquiza (Tres Arroyos, Buenos Aires, 1972), un autor que hasta que no fue reconocido por la institución cubana no tenía ningún libro editado. La voz del escritor, que estudió Periodismo y Traductorado de Inglés, se trenza en el cuadrilátero de su propia timidez. Apenas se lo escucha, como si hubiera aprendido de la narrativa norteamericana que más lo ha influido en el estilo –J.D.Salinger, Ernest Hemingway y John Cheever– cierta austeridad en el uso de las palabras, que se traduce en su forma de hablar, sin estridencias, casi en voz baja. “Yo busqué el realismo mínimo y necesario como para que fuera verosímil, pero no me parecen que sean cuentos hiperrealistas. Por momentos, creo que tienen cosas que podrían responder más al absurdo. No los escribí para ser leídos como una especie de crónica del mundo del narcotráfico. Como es imposible competir con la realidad, me interesa más ir por el lado de la ficción e inventar un universo paralelo”, cuenta Urquiza en la entrevista con PáginaI12. 

–¿Cómo surgió “Resabios de una fiesta en la Condesa”, el cuento inicial en el que aparece Jonathan, cuya madre murió porque le estalló una cápsula del cargamento de drogas que llevaba?

–La idea de ese cuento era mirar desde el lado que no se ve el tema: el consumidor que está en la suya, la pasa bien, y no se hace muchas preguntas sobre cómo llegó la droga hasta ahí, por dónde tuvieron que pasar las personas que permitieron que tenga merca para la fiesta. Cuando empecé a imaginar todo el libro veía que iba a estar centrado más que nada en México porque algunas de las historias que quería contar eran demasiado fuertes para el contexto argentino. Acá tenemos problemas, pero no como en México, donde el narcotráfico es como un gobierno aparte.

–“Perro muerto, perro fiel” es un cuento que arroja una pregunta: ¿Qué es la fidelidad?

–Hay una cuestión que tiene que ver con una admiración casi religiosa. En dos momentos del cuento, Vaqueiro demuestra una fidelidad exagerada: primero, después de que es enviado a matar, va a buscar al Señor en vez de huir, se presenta y se ofrece a que lo maten. Después, cuando el Señor le perdona la vida, le da un arma sin cargar y él, a pesar de eso, tampoco se rebela y mata igual, sin el arma. Es como una fidelidad extrema en la que no hay ningún tipo de cuestionamiento. En varios cuentos juego con el paralelismo que hay entre la religión y el mundo del narcotráfico. La religión en la que no se cuestiona nada, como un dogma que cae de arriba, tiene semejanzas con esa relación que hay entre el Señor y sus soldados. Estos personajes a veces creen que el Señor les salvó la vida y les permite tener todo lo que quieren y no piensan en ningún momento que lo malo que hay en sus vidas puede deberse justamente a esa relación.

–¿Qué le atrajo del mundo del narcotráfico?

–El narcotráfico es un mundo paralelo que tiene sus propias reglas, pero hay cuestiones que son iguales a nuestro mundo por las relaciones familiares, las madres y los hijos; eso es igual, pero hay otra parte oscura que es completamente diferente y es como estar en un mundo que parece de ficción. A veces, por las noticias, nos enteramos de cosas que superan cualquier tipo de ficción. También por eso decidí abordar el tema por el lado de las relaciones entre familiares y amigos, y no tanto desde la violencia en sí porque me parecía que era imposible competir contra la realidad. Abordar el mundo del narcotráfico desde la violencia me resulta imposible porque no se puede ir más allá. Me interesa que en los cuentos aparezcan las relaciones de poder: hay un jefe que lo que dice se hace y no se cuestiona. Si a la gente le interesan tanto las series sobre narcotráfico, es por las relaciones que se establecen y por la fidelidad y la lealtad, que son cuestiones que están también en nuestras vidas, pero en el mundo del narcotráfico están muy exacerbadas. Y creo que es eso lo que llama la atención.

–¿Por qué cree que los sicarios, que pueden matar de las maneras más brutales como decapitar o desmembrar los cuerpos, tienen tatuajes religiosos o llevan incluso medallas de vírgenes o santos?

–Al estar todo el tiempo cerca de la muerte, necesitan ese misticismo, se me ocurre que pasa por ahí… Alguien que tiene presente la muerte todos los días, que sabe que ese puede ser su último minuto, tiende más a buscar ese tipo de salidas. La religión es en la vida de cada uno lo que uno quiere que sea, ¿no? Más allá de los dogmas, transforman la religión para interpretarla como quieren.