Ciertas drogas deberían exhibirse en los escaparates de las más prestigiosas galerías de arte. Habría salas dispuestas para contemplar el inocente paseo en bicicleta de Albert Hoffman junto a su criatura alucinada: el ácido lisérgico. Pasillos en los que impresionarse con balancines repletos de cocaína o salvajes plantas de marihuana. En el ala destinada a la ficción, frescos inspirados en los cristales que Walter White cocinaba en su destartalada casa rodante. El juego de luces y sombras resaltando a cada paso a sus creadores. Hacia ese panteón quiere encaminarse el acuciado científico que se debate al interior de Ornamento), la novela del escritor y traductor colombiano Juan Cárdenas, publicada en 2016 y de reciente edición en Argentina. Por qué no, se pregunta, abocado a la tarea de que su droga sea la próxima sustancia que ponga a vibrar a la humanidad, si a fin de cuentas somos buscadores de la belleza.

El escenario de sus experimentos es una antigua y restaurada casona colonial, en las afueras de una ciudad colombiana que asoma retraída y desamparada. Trabaja todas las mañanas en el interior de una arquitectura diáfana que simbolizó el poderío de los narcos. Por las tardes, pasea en el parque junto a las mujeres que le sirven como tubos de ensayo. La droga: una síntesis obtenida de una flor autóctona cuyo perfume embelesaba las percepciones de las lavanderas que siglos atrás se estremecían en las orillas del río. “Mi droga no conoce distingos de clase, nivel adquisitivo o educativo entre las consumidoras, eso quiere decir que es posible una cierta idea de democracia basada en el consumo. Así parece demostrarlo mi nueva obra, feminista, igualitaria”, la define su creador en uno de los pasajes iníciales de Ornamento. Será esa doble condición la que comience a perturbar el relato: una sustancia inteligente, que entrega siempre la experiencia deseada, cuyos efectos solo pueden ser experimentados por las mujeres.

Juan Cárdenas, profesor en la maestría de Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo e incluido en la lista Bogotá 39 del Hay Festival, hace crecer las lianas de su relato como un meticuloso paisajista. A través de capítulos breves las deja trepar por las paredes para desplegar su aroma y sus espinas, pero nunca les permite cruzar al otro lado de la medianera. Cuando parecen estar a punto de desmadrarse, les hace un corte en seco para volver a posarse otra vez sobre las ramas que soportan la tensión. Y allí pone su distopía al servicio de una historia íntima, guiado por esa extraña certeza de que el dolor más irreparable no se trae de las trincheras, sino que se cultiva en el living del hogar. Número 4, una joven inteligente y hermosa, la última de las mujeres en las que el científico observa los efectos de su droga, se convierte en una de sus obsesiones. Y también en uno de los vértices del triángulo amoroso que construirán junto a su esposa, una reconocida artista visual –en plena crisis creativa– que se pierde también en ese atajo hacia la divinidad diseñado por su marido.

“Venía obsesionado con esta idea de la droga que solo funciona con mujeres desde hacía años”, dice Cárdenas desde Ithaca, Estados Unidos, la ciudad donde quedó varado al desatarse la pandemia del Coronavirus. “Empezó como una ocurrencia sencilla: cuatro mujeres muy distintas son usadas como conejillos de indias. Luego no sé por qué suceden las cosas que suceden dentro de mis ficciones. Y esto lo digo totalmente en serio. No hay una razón, una explicación para los fenómenos que tienen lugar en esas fantasías”.

La droga sintetizada se vuelve entonces el centro de un relato arbóreo desde el que se observan asuntos vinculados a la mercantilización del arte, el ocio, el narcotráfico, el deseo, los privilegios de clase, el sexo, la industria farmacéutica y los abusos perpetrados sobre las mujeres. Todo tamizado por las transcripciones que acumula el científico cada vez que Número 4 se sumerge en un nuevo trance y devela una parte de su pasado. “Una niña de seis años, digamos yo, atravesadora clandestina de puertas que conducen a las zonas vedadas. Todo en ruinas, grieta en los muros, los suelos ondulados por el terremoto del año anterior. Arriba, junto al órgano abollado, las imágenes. Criaturas extraordinariamente fijas. Trozos de madera que tenían el tamaño de los adultos, la beatitud corroída en los gestos del palo, la mirada vidriosa y lasciva de esos hombres mutilados que surgen de debajo de las ruinas para pedirnos monedas”, dice ella en uno de los tantos pasajes ballardianos que cautivan al hombre que la estudia.

“Burroughs fue de los primeros en darse cuenta de que las drogas eran un camino de emancipación, de conocimiento. Pero también de sujeción y control. Expandir esa metáfora creo que es un camino interesante desde la literatura”, dice Cárdenas, cuyo último libro de cuentos, Volver a comer del árbol de la ciencia, también será editado por Sigilo. “Yo entiendo la novela como una forma cercana al ensayo narrativo, al tratadito filosófico irresponsable pero todo pasado por el filtro de la fantasía más radical, por un trabajo de buscar hilos narrativos en la fantasía que se sale de madre”.

La sustancia diseñada al interior de Ornamento se infiltra en todas las capas sociales. Y lo que se abre entonces es el interrogante acerca de cuáles serán sus efectos a gran escala: ¿cuán oscuro se volverá ese espejo para la sociedad? “La cultura cristiana, la cultura occidental es muy pobre a la hora de entender las drogas, a pesar de que son un insumo fundamental del capitalismo. Es decir, utilizamos las drogas pero no hemos creado una cultura seria, rica, profunda, atenta a la historia y a la botánica, a la bioquímica, alrededor de las sustancias que usamos”, dice Cárdenas sobre este punto, que determina el curso de la novela, en el que ficción y realidad parecen habitar un mismo plano. “Somos unos ignorantes y la adicción es uno de los efectos de esa ignorancia, de esa falta de elaboración”.

A lo largo y ancho de Colombia, la distribución de esa flor sintetizada crece junto con lo disruptivo que se vuelve el vínculo entre el científico que la diseña, su esposa y Número 4. Y el trazo de Cárdenas, que se mueve como un péndulo entre lo barroco y la asepsia quirúrgica, se va encriptando a medida que comienza a merodear el tramo final. “Quizá lo que hay allí es un viaje del lenguaje hacia las selvas perdidas del significante”, esgrime el autor. Un viaje en el que parece salir en la búsqueda, él también, de ese placer innombrable que florece en el interior de las mujeres que habitan sus historias.