No hubo intervenciones en el diálogo que sigue, salvo por la propuesta de inaugurar la palabra poniendo cuatro ejes que rondan sobre preocupaciones comunes para los feminismos, aunque no solo, y sobre la posibilidad de avistar futuros o de imaginarlos mejores mientras en la inmovilidad de la cuarentena todo parece acatamiento, control e instrucciones detalladas para ocupar un tiempo que lejos de estar libre o muerto, como se suele decir, se llena de tareas de cuidado, de acompañamiento a escolares, de ansiedad, insomnio, incertidumbre. Tanto Virginia como Tamara son jóvenes -la primera ronda los cuarenta, la segunda los 30-, se formaron en la misma disciplina -la filosofía-, el feminismo y una voz pública que provoca de diversos modos en cada una de sus intervenciones. Entre las dos construyen un diálogo desde la incomodidad que, sin embargo, al leerlo como asomándose a una charla íntima, como sucede en estos días en que ventanas y balcones están tan habitados que las voces llegan quebrando el aislamiento, genera una sensación otra de estar en casa. Esa casa común que se fantasea a veces, en la que las palabras tienen espacio y los silencios son confortables. Entren, entonces, a esta lectura no obligada de cuarentena.

1. El primer eje que les quiero proponer para provocar el diálogo es mi propia incomodidad frente a la preeminencia del discurso sanitarista. Porque aun en una crisis sanitaria ¿por qué apelar a las metáforas de guerra como siempre que aparece una enfermedad o se cruza la puerta de un hospital? ¿No es la presión por desinfectarlo todo una carga extra para quienes hemos sido socializadas como mujeres? ¿Son médicos o médicas los únicos con habilitación para hablar de lo que está pasando?

Tamara Tenembaum: Antes que nada, necesito decir que a mí me incomoda mucho hablar de todo esto. Creo que hay algo de esa incomodidad que es razonable: todo en estos días parece muy importante, todo toma otro peso. Por eso no replico nada, no difundo informaciones, no las discuto tampoco. Me abrazo toda a la posición de la buena ciudadana: hago lo que me pide el Estado, ni más ni menos. No pienso, acato. No sé si el Estado siempre tiene razón pero no me da el cuerpo para discutir. Pero por supuesto entiendo los riesgos de esta posición, y de que todo nos empuje ahí: me pregunto cuáles serían los límites, el famoso "pero si mañana el Estado te dice que te tires por el balcón, ¿te tirás por el balcón?". Y no, pero no sé dónde está la línea. Sí veo los subproductos de este lugar enunciativo, el goce del buen ciudadano, que se manifiesta en vigilancia y denuncia: si el vecino baja tres veces a pasear el perro, que vi en la camarita que el del séptimo bajó al supermercado dos días seguidos. Ese goce en la corrección es peligroso, pero al mismo tiempo es difícil cuestionarlo cuando todo indica que la forma de salir de esto es justamente la coordinación colectiva. No es un momento para la disidencia, pero a la vez, es peligroso que no lo sea. Y es peligroso que no se pueda hablar. Hoy da miedo hasta preguntar cuánto dura la cuarentena, porque pareciera que la sola pregunta es ya un cuestionamiento de la sagrada voluntad estatal. Y a la vez entiendo la desesperación de les médiques cuando horadamos sobre el discurso de la cohesión social que parece ser justamente lo que hoy necesitamos para cuidarnos entre todes. Es todo una paradoja tremenda: los momentos en que más necesitamos de la fuerza del Estado para coordinar deseos, cuerpos y voluntades son también los momentos en que más atentas tenemos estar a que esa cohesión no se convierta en represión policial (esto ya está pasando), en una vigilancia ciudadana mutua, en un discurso de la limpieza que empieza a ver les otres en términos de amenazas y ya no de cuidado. Comento entre gente conocida cosas sobre llevarles alimentos a adultes mayores en mi barrio y me dicen "fijate si te parece", como si fuera mejor matarles de hambre que romper la cuarentena: ¿para qué carajo estamos haciendo la puta cuarentena si querés matar a les mayores de hambre? Nos olvidamos que el aislamiento es para cuidar a les demás también, no solo para cuidarnos a nosotres mismes. No creo que sea falta de comunidad, porque si no parece que “comunidad” solo significa cosas buenas, y creo que no es así. La comunidad es también vigilancia, desconfianza y control; por eso creo que hay que conversar, en el sentido más fuerte de la palabra, pensar con otres en este momento en que estar físicamente no es posible, para que no prevalezca esa precarización de todo por sobre el cuidado. Son días difícil para pensar en las filtraciones del Estado. Por otro lado, a veces tengo delirios más xenofeministas: ya le di mis datos a Instagram solo para subir selfies estúpidas, así que por qué no darle todo mi perfil genético al Estado. Si me va a servir para que me dejen salir a la calle, yo creo que lo entrego.

Virginia Cano: Yo ando por los mismos lares de incomodidad e incertidumbre que vos, Tamara. Pero creo que es un buen lugar desde donde pensar. Hölderlin escribió en un poema que “allí donde está el peligro, crece también lo que salva”. Y por momentos, siento que estamos un poco allí: frente a la riqueza del riesgo que nos empuja a pensar estrategias colectivas de salvación. Si hay algo interesante en lo que está pasando es la puesta en el tapete de nuestra dimensión inextricablemente comunitaria e interdependiente. Como dijo el presidente, “nadie se salva solo”. Y hay allí una apuesta política indeclinable frente a la inmunizante pedagogía liberal contemporánea. El hecho de que contemos con un sistema de salud pública (frágil pero existente), y que haya un sentido extendido del acceso a la salud como un derecho humano, nos coloca a distancia de muchas de las reflexiones y los contextos del norte, y nos otorga un sentido de comunidad y de lo estatal que tenemos que defender, a la vez que problematizar, hoy y siempre.

Pero podríamos aquí invertir la frase del poeta y decir que “donde está lo que nos salva, crece también el peligro”. El discurso de la salud pública, si bien pone en el centro de la escena esa dimensión comunitaria que debemos abrazar, atiza nuestros sueños inmunitarios y nuestros deseos de yutear. Como dice Tamara, basta ver lo rápido que nos ponemos a vigilarnos entre nosotrxs, a temer la presencia siempre incontrolable de los demás, así como la facilidad con que este estado de excepción da lugar a los ya habituales abusos de las fuerzas policiales que, sabemos, siempre se desquitan con mayor ferocidad en las poblaciones más vulneradas.

En lo personal, creo que hay que evitar sacar conclusiones rápidas o polarizadas, y transitar la incomodidad de estar en lo revoltoso de un oleaje en el que conviven el peligro y la salvación, la agitación de la fuerza comunitaria y la efervescencia del impulso inmunitario, el deseo de ayudar a lxs otrxs y el individualismo más acérrimo. Habitar la incerteza de este acontecimiento es un desafío no sólo para muchxs filósofxs enamoradxs de “la verdad”, sino también para una mirada economicista que domina nuestra cultura contemporánea, y que ha hecho del cálculo y la previsión una herramienta de control y de producción jerarquizada de la vida. Renunciar completamente al cálculo es imposible, pero revisar sus variables y prioridades es también una necesidad de primer orden.

El “virus” pone a rodar viejas y nuevas ficciones, muchas de las cuales entran en tensión. Tiene la potencia de recordarnos nuestra siempre precaria condición social, pero también puede hacernos creer que somos todxs iguales frente a una amenaza que no recae de la misma manera sobre todxs. Fortalece por un lado el discurso de la solidaridad y el bien común, a la vez que fogonea el viejo sueño de la soberanía estatal y la necesidad de cerrar las fronteras. Pues bien, seamos cuidadosxs con estos dobles filos y los desafíos que comportan.

2. El aislamiento social obligatorio trae consigo algo que cada vez se hace más presente y que estuvo puesto desde el primer momento cuando se habló de "enemigo invisible" sin reparar que ese enemigo está encarnado en cuerpos: el miedo a les otres. ¿Qué pasa con las prácticas comunitarias en este contexto? Y también, por supuesto, lo que trae el encierro doméstico como retroceso en relación a lo que los feminismos vienen discutiendo públicamente: la violencia machista dentro de las casas, la internalización del control social y el borramiento en los discursos hegemónicos de las clases empobrecidas desde los saberes que acumulan para enfrentar las crisis. ¿Cómo nos plantamos frente al punitivismo social y a una presencia del Estado que, aun planteándose como de cuidado, se torna represiva en muchos lugares?

TT: Acá también solo tengo neurosis. Veo todo lo que decís Marta: es difícil pensar la comunidad cuando estamos todes soles en casa. Por otro lado, a mí me impresiona positivamente el nivel de acatamiento de la cuarentena, al menos en el barrio de clase media porteña en el que me muevo yo. Es interesante porque yo pensé que el discurso sobre "los grupos de riesgo" iba a producir que les jóvenes no quisieran sacrificar sus fiestas y sus vidas "productivas" para salvar a gente supuestamente "improductiva", pero me gusta mucho comprobar que, a pesar de todo —y por eso creo también que cierto nivel de despliegue policial no es del todo necesario— vivimos en una sociedad donde la productividad está lejos de ubicarse en el centro de la vida y los valores. A la vez, otra paradoja: los lazos sociales no son algo puro y descontaminado de relaciones de poder, y ahí tenemos a tantas mujeres encerradas con sus agresores, tantes niñes encerrades con sus violadores. Es como si hubiéramos vuelto cincuenta años antes y pensáramos que el peligro es lo que acecha afuera, y que adentro no pasa nada. Se siguen acumulando los femicidios —la única industria que no descansa— y las feministas tenemos que lidiar con el ninguneo de siempre: no es lo importante. Los femicidios nunca son lo importante, nuestras muertas nunca son lo importante. Las búsquedas de mujeres se suspenden por la cuarentena.

Creo que lo del borramiento de las cuarentenas de les pobres estalló la semana pasada, cuando vimos esas aglomeracionesde gente que en algunos casos estaba esperando desde las 2 AM para cobrar su jubilación o su AUH porque los bancos habían cerrado durante toda la cuarentena. A la luz del desdén absoluto que evidenció eso —del que el principal responsable es el Estado—, haber hablado de “los idiotas” que no cumplían la cuarentena quedó casi cínico. ¿Cuántas de las personas detenidas por incumplir la cuarentena fueron a pedirle plata a alguien, salieron a patear la calle a ver si pegaban alguna changa o fueron a llevarle comida a un amigo? Este último caso es textual: el periodista Fernando Soriano publicó en Infobae una nota en la que contaba que dos chicos, famosos por un video en el que la policía los hace caminar de rodillas por violar la cuarentena, estaban yendo a llevarle comida a un amigo que no tenía un peso. El tono imperativo de quienes desde sus piletas te decían “quedate en casa” me resultó siempre cínico y violento, pero de esa gente no espero nada; del Estado sí, y creo que de hecho desde lo que pasó con los bancos tanto en el gobierno como en el periodismo hay más cuidado al hablar de quienes incumplen la cuarentena. Me parece que es importante que desde los activismos hablemos de estas cosas, también para que la cuarentena sea vivible y sostenible todo lo que haga falta.

Sobre la presión para hacer de todo: estuve conversando con amigas con hijes. A les chiques les están mandando toneladas de tarea por los días de clase perdidos. En muchos trabajos que tengo hay una obsesión con seguir y seguir: hay como una compulsión, como tapar con trabajo y tarea la situación de excepción, una especie de "como si". Me parece que hay que defender la necesidad de cuidarnos por encima de todo. Pensaba en estos días en el libro de Derek Jarman, Naturaleza moderna. Son los diarios que llevó cuando, después de su diagnóstico de HIV a fines de los '80, decidió comprarse un terrenito y dedicarse a las plantas. Ese libro me tambaleó por completo la estantería de las tareas productivas y las tareas reproductivas: para Jarman no hay algo más interesante, atractivo o moderno en hacer una película que en cuidar un jardín. Yo ya tenía el marxismo feminista ordenado en la cabeza, que el trabajo reproductivo también es trabajo, que también tiene valor económico porque es imprescindible para el trabajo productivo, pero me hizo pensar en el valor absoluto, no derivado, de estas tareas de cuidado. Si finalmente podemos parar el mundo y quedarnos solo con lo imprescindible, que es eso: cocinarnos, lavarnos, cuidar a nuestras personas enfermas (y yo defiendo la palabra enfermedad, sin eufemismos: ¿qué hay de malo en estar enferma?).

VC: Quedarnos en casa es, a pesar del malestar que comporta, un privilegio. Ser conscientes de esto es importantísimo, y hace a la posibilidad de tener una mínima responsabilidad ética y política. Esa que nos llama a responder al pedido de disminuir la circulación cuando podemos, comprendiendo que esta no puede ser la regla para todes. Por eso, como este gobierno reconoce, el aislamiento doméstico no es posible para toda la población, ni se puede pensar como la única estrategia de cuidado colectivo. Como señala Tamara, basta ver lo que pasó la semana pasada con lxs jubiladxs y el cobro de la AUH, o reparar en toda esa economía informal que se detiene sin contención inmediata y que pone en jaque el ingreso diario y vital de una inmensa mayoría de la población.

Además, el aislamiento social, para lxs que sí es posible, acarrea sus propios infiernos. El aumento de la violencia de género e intrafamiliar, lo imparable de los trans/femicidios, la siempre insoportable invisibilización de la distribución sexo-genérica y racial del trabajo doméstico y de cuidados que vienen denunciando históricamente los (trans)feminismos y los movimientos antirracistas, la extraña revolución restauradora de la unidad doméstica como el horizonte de salvación, son algunos de los riesgos (inmunitarios e higienistas) que tenemos que seguir combatiendo. El hetero-cis-capitalismo es hábil y tiene la capacidad de adaptarse y hacer acopio de cada nuevo escenario, y la actual escena del Conavid-19 no es excepcional a este respecto. Por eso, creo con uds que hay que seguir haciendo ese trabajo que venimos haciendo: ponderar y lidiar los riesgos e injusticias que ocurren en el espacio doméstico y familiar, a la vez que tenemos que contemplar las inequidades sociales que hacen que algunxs podamos sostener el aislamiento social y otrxs no.

Por otro lado, y también acuerdo con Tamara, hay que parar la rosca con el discurso de la productividad y el hacer “como si no pasara nada”. Una de las cosas más interesantes de las políticas (discursivas y económicas) del gobierno es, justamente, jerarquizar el valor de la vida de todxs por sobre el de la economía (sin que ello implique la ausencia de políticas estatales en este terreno). Romper con la idea de que las vidas productivas son las que (más) importan no es sólo tarea del estado, es también una labor que tenemos que emprender en nuestras prácticas cotidianas. Recargar de tareas y obligaciones a les pibes, a les xadres, y a les trabajadores que (supuestamente) pueden seguir con sus labores online, no sólo contribuye a aumentar la ansiedad actual (desconociendo lo desestabilizante de la coyuntura), también abona una manera de pensar el valor de las vidas que tenemos que revisar. A veces, para retomar la metáfora de Tamara, más que seguir haciendo circular la rueda, lo más interesante es detenerla, suspenderla, e incluso desviarla. Ahí sí que hay una oportunidad de transformación interesante, aunque también escurridiza.

3. Podemos tomar este tiempo para diseñar futuros, para inventar otros mundos habitables ¿creen, como escribió otro filósofo, que estamos ante el fin del capitalismo? ¿Qué vidas estamos cuidando ahora mismo? ¿Tenemos que salir mejores de esto? ¿Es posible?

TT: Me niego a saltar como todos los chongos a anunciar el fin del capitalismo y el regreso de la historia: creo que una de las grandes fortalezas del feminismo es animarse a la incertidumbre y a la escucha, y no inventar diagnósticos basados en nuestra propia ansiedad de acontecimiento. Entonces no sé qué va a pasar. Me interesa mucho esa pregunta por la vida que estamos cuidando. Lo pensé en estos días en los momentos más pesimistas, cuando me imaginé un mundo en el que la cuarentena no termina nunca, y sencillamente nos acostumbramos a un mundo sin sexo, sin abrazos, sin obras de teatro —perdónenme el capricho burgués: me gusta mucho el teatro—, sin comidas compartidas con dedos chupeteados contra todo código bromatológico. Yo hoy me guardo, pero obviamente esa vida no sería ninguna vida. Tampoco es vida la de las personas que hoy tienen que elegir si exponerse a contactos en un refugio o dormir en la calle. No sé que tenemos que hacer al salir de esta y no sé qué es posible. Creo que hay mucho apuro para pensar el futuro, y yo con el presente ya tengo bastante.

VC: No creo que tengamos que salir todes mejores ni transformades de esta situación, pero sí creo que sería deseable suspender algunas de nuestras certezas, hacer tambalear algunas de nuestras valoraciones habituales. Por otro lado, también pienso que el desafío actual es no es sólo esquivar el impulso futurológico de muchxs filósofxs, sino también evitar caer en el más cínico pesimismo (que anuncia el fin del mundo) o en un inocente optimismo (que vaticina el fin del hetero-cis-capitalismo colonialista). Tal vez el desafío sea contener el deseo de predicciones y enfrentarnos a la difícil tarea de ver cómo hacemos para seguir viviendo en un mundo que ha producido tanta injusticia, tanto daño para nosotres y también para las vidas no humanas. Es un desafío triste pero ineludible enfrentarnos a las consecuencias de un capitalismo que ha hecho de la cría industrial de animales, la agroindustria, la deforestación y de la productividad que acumula riquezas para unxs pocxs a costa del empobrecimiento de la mayor parte de la población (y de todo lo viviente), nuestro modo de vida.

Hace ya un tiempo que me siento parte de aquellxs que desconfían de los discursos revolucionarias que hacen del futuro la promesa del nuevo comienzo. Me siento más cercana a esa frase de Lohana Berkins que dice que “el tiempo de la revolución es ahora”. La posibilidad del cambio está aquí, en el presente que es todo menos lineal y homogéneo, y en el que el egoísmo más extremo convive con la potencia transformadora de nuestras articulaciones comunitarias. Este es el momento para seguir apostando a nuestro deseo de vivir en otro mundo, menos injusto, menos excluyente; de recuperar todo lo que hemos aprendido y las estrategias colectivas que hemos desplegado. Nuestros plurales movimientos sociales tienen una larga historia y un importante acervo de memoria colectiva en la lucha por un mundo mejor. Recordarlas es fundamental, no sólo para no sentirnos solxs ni empezando de cero, sino también para conjurar la ficción de que es “el virus” el que tiene la potencia de barajar y dar de nuevo. Quien sabe, quizás ahora mismo –y más allá de cualquier garantía-, estemos avivando la fuerza de esos mundos otros que venimos ensayando, practicando, imaginando y atesorando; esos mundos que nunca están a salvo, pero que guardan la potencia siempre esquiva de un-otro-modo, de una otra-vida-en-común.

4. La sexualidad de pronto se ha convertido en el gran tema de la cuarentena. Hay instructivos nuevos para el "sexo seguro" publicados por el Estado, hay sexólogas y sexólogos recomendando no tener sexo ni siquiera con quienes estamos en casa, hay instrucciones varias para el sexo virtual, la masturbación, el uso de los sitios de citas. Me pregunto qué implican estas normativas estatales y esta ansiedad social por "suplir" el sexo que parece que todes tenemos todos los días -al fin y al cabo pasaron recién 20 días, aunque parezcan muchos más- ¿Cómo volveremos, por otra parte, a disfrutar del intercambio de babas, lágrimas y fluidos que suele implicar la sexualidad?

VC: A mí una de las cosas que más me preocupan es ¿cómo vamos a volver al enchastre que supone el cuerpo a cuerpo? Y no me refiero sólo a la posibilidad de tener sexo con quien/es y cuando queramos, sino en términos más amplios a las múltiples posibilidades que ofrece el encuentro de los cuerpos. ¿Qué barreras corporales –y no sólo nacionales- tendremos que derribar para volver a gozar, sin temor, sin preocupación, y sin la sensación de que no nos estamos cuidando, para recuperar el placer que supone el roce de las pieles, ese que se da cuando nos encontramos desnudxs con otrx/s, pero también en los mimos con les amigues, en el apretón de manos con lx verdulerx, en la cercanía de los cuerpos se amuchan en una fiesta, en el mercado, o en una marcha? ¿Cuáles serán las huellas sensibles que esta política corporal del aislamiento y la inmunidad dejará en nuestros cuerpos y nuestros afectos? Y acá me entrego a cierta débil esperanza en la sabiduría que porta nuestra piel, porque quizás sea en ella, en ese umbral que es siempre límite y apertura, en su porosidad vital, donde encontremos una clave para pensar la potencia de los cuerpos. Porque es allí, en la urgencia del contacto con lo/s otro/s (humanos y no humanos, orgánicos o inorgánicos), donde está nuestra salvación y nuestra mejor trinchera.

No sé qué les pasará a uds, chicas, pero yo lo que más extraño son los abrazos de mis seres queridos, el vientito fresco de un paseo callejero por la noche, el sol rozándome la cara mientras me tiro en el pasto, el roce muchas veces involuntario y precario de la circulación cotidiana, la mugre después de un picadito de fútbol, el olor al café del bar de la esquina, en fin, ese sin fin de posibilidades y de pequeños refugios que sólo se dan cuando el cuerpo está un poco más abierto, no tan temeroso ni ansioso por inmunizarse, allí donde nos recuerda eso que somos irremediablemente: vida-en-común, apertura contaminante, en fin, siempre algo más que nosotres mismes.

TT: Algo más que nosotres mismes: yo también extraño eso, Vir. Extraño a mis amigues pero también esa comunión desbordada con gente desconocida que implica vivir en una gran ciudad. Estuve releyendo en estos días La mujer singular y la ciudad, un ensayo-memoria de Vivian Gornick que es como un canto a la soledad de ser una mujer soltera en una gran ciudad, ese estar sola pero siempre en el roce con otro montón de gente; con todas las crueldades y desigualdades que tienen las ciudades, a mí me pasa eso mismo. Igual que Gornick, crecí en un barrio judío relativamente insular y descubrí de grande lo enorme que era mi ciudad, Buenos Aires, y los peligros y las posibilidades infinitas que me ofrecía. Pensé mucho en ella y en ese libro porque estos días sentí eso: no extraño solo a mis amigues, extraño a la gente que no conozco, extraño la más maravillosa música del desconche, hasta ir a hacer trámites al centro extraño. No puedo ni quiero imaginarme una vida sin eso. Me contaron que en el primer mundo subieron mucho las ventas de juguetes sexuales, en Canadá más de un 100%. No tengo nada en contra, por supuesto, pero estoy más en la línea de lo que dice Marta: más que pensar en cómo suplir lo que no hay me interesa saborear lo que hay, encontrar las palabras para escribir eso que pasa con el cuerpo cuando una no sale, eso que pasa con la voz, eso que siento cuando salgo a comprar algo y el día no podría ser más hermoso pero todo parece muerto. Hoy me pasó una pavada, yendo a comprar comida; una chica vestida de médica, claramente haciendo una visita, me pidió ayuda para encontrar una calle. La vi intentar antes con una señora que la miró casi con asco. No es que quise ser justiciera ni nada, fue puro egoísmo: hace tanto que no me muevo de las tres cuadras de mi casa que volver a contarle a alguien las calles del barrio, a diagramárselo, volver a mostrarle a una desconocida lo que sé de mis calles, me devolvió algo al cuerpo. No será como coger con un desconocido, pero tuvo su gracia.