Es fácil ver que lo que agudiza en nosotros el dolor y la voluptuosidad es el aguijón de nuestro espíritu.

Montaigne, Ensayos, Libro 1.

El dolor que se sufre nunca es la extensión de una alteración orgánica. El sentir del dolor, es decir el sufrimiento, no es en absoluto la repetición del acontecimiento corporal, es la consecuencia de una relación afectiva y significante con una situación. Según los contextos, los límites de tolerancia de unos no son los de otros. La relación con el dolor es siempre una cuestión de significación y de valor, una relación íntima con el sentido y no de umbral biológico. No es la de un organismo, marca a un individuo y desborda hacia su relación con el mundo, es sufrimiento. Se entrama en la afectividad, que da la medida de su intensidad y su tonalidad. Si bien dolor es un término utilizado a menudo en nuestras sociedades para designar un padecimiento orgánico, y sufrimiento una pena psíquica, hay que ir más allá de la polaridad cuerpo-espíritu que marca a esas representaciones. Oponer el dolor, que sería “físico”, al sufrimiento, que sería “psíquico”, responde a una proposición dualista contraria a la experiencia. Cualquier dolor corporal es simultáneamente sufrimiento. El individuo atacado de lumbalgia o de migraña sufre en su existencia entera, y no solamente en su espalda o su cabeza. El cuerpo nunca está aislado, no es el cuerpo que duele sino la persona. La condición humana es una condición corporal.

El dolor, como una agresión más o menos aguda que soportar, está envuelto dentro de un sufrimiento que traduce la experiencia de vivirlo. Impregna la relación con el mundo sin perdonar nada, el individuo no es más que una extensión de la zona afectada, de su organismo enfermo o de su función lesionada. Es primero que todo la invasión de una significación particular en el centro de uno mismo, por lo tanto, es modulado por las circunstancias, por la capacidad de enfrentarlo a través de la movilización de los recursos íntimos. De allí la diversidad de actitudes de enfermos aquejados por las mismas patologías y los mismos síntomas.

Cuando golpea al individuo, el dolor descalifica los dualismos heredados de la tradición metafísica de nuestras sociedades: cuerpo y alma, físico y psicológico, orgánico y psíquico, objetivo y subjetivo, visible e invisible... Contradice además el acostumbrado dualismo de nuestras sociedades que aísla al cuerpo de la persona. El sufrimiento que está en la carne no se opone al que está en la existencia, está en juego la misma alteración, con un centro de gravedad que no se desplaza entre dos polos sino entre dos líneas de intensidad que no dejan de enredarse. El dolor está entre el cuerpo y uno mismo, entre la carne y la psiquis, sin estar ni en una ni en otra, dado que es, antes que nada, cuestión del sujeto.

En cierto modo no existe dolor, ya que no existe sensación que no esté atrapada dentro de la reflexividad del individuo, objeto de lo que éste siente y por lo tanto de su desciframiento corporal. Las sensaciones puras no existen, son percibidas y por lo tanto ya están filtradas, interpretadas a través de una afectividad particular en una situación precisa. El dolor previo al sentido no existe, porque entonces habría que concebirlo sin contenido, sin sujeto, puro fenómeno nervioso sin individuo para sentirlo. “Todo es fabricado, todo es natural en el hombre, como se quiera decirlo, en el sentido de que no hay palabra ni conducta que no le deba algo al ser simplemente biológico y que no eluda al mismo tiempo la simplicidad de la vida animal” (Merleau-Ponty, 1945, 220-221). La sensación sólo existe traducida en una conciencia específica, siempre se da como percepción, interpretación. El dolor está atrapado simultáneamente dentro del enigma de una historia de vida, en la interpretación biológica del médico y en la explicación biográfica que a veces da de él el individuo. Aún más lejos, está atrapado en una trama social y cultural, o más bien en lo que hace el individuo con las influencias que pesan sobre él.

Como las demás percepciones sensoriales (Le Breton, 2007), el dolor es la traducción íntima de una alteración de sí. Se lo padece y evalúa en simultáneo, es integrado en términos de significación y de intensidad. No es ni verdadero ni falso, traduce el mundo en el lenguaje propio del individuo que lo siente. No es nunca el territorio sino el mapa que según las circunstancias dibuja de él el individuo. También es una emoción, una resonancia afectiva, porque afecta a la calidad de la relación con el mundo. No es la copia mental de una fractura orgánica, entremezcla cuerpo y sentido, somatización (soma: cuerpo) y semantización (sema: sentido). En otras palabras, no se reduce a una serie de mecanismos fisiológicos, concierne a una persona singular inserta en una trama social, cultural, afectiva y marcada por su historia personal. No palidece el cuerpo, sino el individuo entero.

Los circuitos neurológicos llevan el dolor al cerebro, pero sentirlo implica la mediación del sentido según una tabla de interpretación inherente al individuo. (…)

El hombre no es su cerebro sino lo que hace con él a través de su pensamiento y su existencia en relación con su historia personal. Está inmerso dentro de una totalidad orgánica, el cerebro no es un registrador fisiológico sino un decodificador de sentido, un interpretante. La definición de la IASP (International Association for the Study of Pain) borra cualquier ambigüedad haciendo del dolor “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a una lesión tisular real o potencial, o también descrita en los términos que evoquen tal lesión”. Esta definición insiste sobre lo sentido por el sujeto, adopta su punto de vista y valida su palabra. El dolor es lo que el individuo dice que es.

Dolor es un término que traduce una sensación. Los médicos hablan de nocicepción. Sufrimiento se usa a menudo como sinónimo de dolor, pero el término remite más bien a una emoción. Los dos términos no engloban las mismas dimensiones. Entre la sensación y la emoción hay una percepción, es decir un movimiento de reflexividad y de sentido atribuido por quien lo siente, una afectividad en acto. El dolor es propio de un organismo, de un proceso neurofisiológico, el sufrimiento es la resonancia íntima en el plano de la existencia. Marca el grado de penosidad del dolor para el individuo a través del prisma de su historia personal y de la situación. En el sufrimiento hay que entender el sentido. Si dolor es un concepto médico, sufrimiento es el concepto del sujeto que lo siente. Es la dimensión del sentido lo que le da al dolor su intensidad, su sufrimiento, y no el estado del organismo (Le Breton, 2010).  

Si el dolor es elegido o aceptado no implica mucho sufrimiento; en ese contexto preciso, donde acompaña a una actividad deseada, posee una significación e incluso un valor. Por otra parte, no se lo busca por sí mismo, aunque participe de la experiencia. Si para un maratonista o un alpinista no existiera el dolor, su pasión no tendría gracia para él. Como muy bien lo dice Nicolás, aficionado a las carreras a pie de varios cientos de kilómetros: “Sin dolor, las carreras ultras no tendrían gracia. Sin dolor, cualquiera podría hacerlas. Quiero decir, estás orgulloso de terminar, a pesar del dolor. Incluso, si en última instancia no sintiera nada, ningún problema físico, haría un tiempo único, pero qué recuerdo me quedaría de esta carrera ultra: nada. Sería nulo y sin valor, las mejores ultras las haces superando tus dificultades”. El maratonista o el corredor dominguero, el alpinista, cualquier persona que tome parte en actividades físicas o deportivas de largo aliento intenta demostrarse a sí mismo esa capacidad de frenar el sufrimiento para soportar el dolor. En el universo del deporte, el entrenamiento se centra entre otras cosas, precisamente en hacer soportable el dolor para el atleta, en empujar los límites a partir de los cuales empezaría a experimentar el sufrimiento. Si el dolor queda bajo su control, tiene la apreciable ventaja de proporcionar un límite, de simbolizar el contacto físico con el mundo. (…)

En esas circunstancias, donde el individuo decide sobre su acción y sabe que puede retirarse a su antojo, el dolor está investido de una dimensión moral que recorta su penosidad, se convierte incluso en un vector de la experimentación sobre sí y está vinculado con la inmensa satisfacción de haberlo superado. Es una vía de exploración, de búsqueda de los límites de sentido que brindan el sentimiento de sí mismo. En muchas mujeres, el parto también induce esta confusa mezcla entre dolor y placer que hace difícil para algunas calificar su experiencia. (Le Breton, 2010).

En el marco de un contrato sadomasoquista el dolor lleva incluso al orgasmo. Su erotización alcanza un punto máximo. En el curso de la vida de ciertos adeptos, es importante la reanudación, en el escenario de sus fantasías SM, de antiguos sufrimientos hoy neutralizados. Ludovic (31 años), por ejemplo, asume el papel de víctima consintiente. Pero su búsqueda de dolor queda estrictamente restringida a la esfera de su pasión erótica, y, en el interior de ésta, de un guión muy preciso. Lo explica así: “Cuando uno es maso en su cabeza, justamente lo que no soporta es el dolor de la vida cotidiana, estamos en un sistema de pensamiento donde enseguida te eliminan. Tienes la impresión de no valer gran cosa, que te hacen daño, que no se ocupan de ti. Lo que no sería normal es lo opuesto, por ejemplo, que se tenga consideración por ti. No tuve una infancia fácil y la psicoterapia o lo demás, los mejores amigos del mundo, no cambian nada. Entonces, mientras yo pueda solucionarlo con mi procedimiento sado-maso, está bien”. Ludovic establece claramente la diferencia entre el dolor forzado que siente como cualquiera en la vida corriente, y el que elige en un guión particular, que lo lleva al orgasmo.

El dolor acota la presencia en el mundo, brinda la convicción de estar aún aquí, todavía vivo, presente en sí mismo. Es un brote de identidad. (Le Breton, 2010; 2012). En estos procedimientos es aceptado por el individuo como un elemento de su pasión. En ese contexto de exploración de sí mismo, esas mujeres o esos hombres recorren los márgenes de lo tolerable, deshilan sus límites, pero sólo caminan por el umbral del sufrimiento y lo que sienten induce un arrancamiento de sí mismo, vivido de una manera propicia. Saben hasta dónde ir más lejos. (…)

Otra figura antropológica ofrece la paradoja de recurrir al dolor autoinfligido y controlado para desactivar un sufrimiento que escapa a todo control porque se lo encuentra inevitablemente en los hechos de la vida personal. La herida, y especialmente la sangre que corre, materializa un sufrimiento intolerable poniéndolo de nuevo bajo control. Muriel (16 años), enamorada de un chico toxicómano y dealer en prisión preventiva, graba con un vidrio de botella sobre la piel de su antebrazo las iniciales de su novio y formula de manera ejemplar la potencia de atracción de la cortadura en esos momentos de aflicción: “Eres tan desdichada en el fondo de ti misma, es la pena de amor, sabes. Eres tan desgraciada en tu corazón, y entonces te haces daño para tener un dolor corporal más fuerte y así ya no sentir tu dolor en el corazón, ¿te das cuenta?”. Aquí el dolor es una última muralla contra la disgregación de uno  mismo, por medio de un recordatorio brutal de los límites corporales. Muriel se hace daño para que le duela menos y para escapar por un momento al sentimiento de derrumbe que se ha apoderado de ella. Un hombre vive un conflicto con su mujer. Ella, dice, no lo comprende. Al no poder más con su indiferencia y sus burlas, toma un cuchillo, desgarra su ropa y se hace cortes en el pecho. Le dice entonces a su mujer: “Ves, lo que yo me hago no es nada frente a lo que tú me haces”. El dolor, la marca corporal, la sangre, refrenan un sufrimiento que desborda y aplasta. La escarificación encarna sobre la piel un sufrimiento imposible de representar de otra manera, lo materializa y lo extirpa de uno mismo. El sufrimiento que destroza la vida no deja otro camino que aferrarse a una herida que es un desvío que devuelve por fin a sí mismo. El dolor consentido restablece los fragmentos dispersos de sí. Procura una sensación brutal de realidad que les falta a ciertos adolescentes, que sienten que su existencia se les escapa. (…)

A diferencia del dolor elegido o aceptado, el dolor impuesto por las circunstancias implica casi siempre un sufrimiento. En lo peor, en los momentos en que el dolor arde, es una invasión a uno mismo por un trabajo de erosión que agota las capacidades de resistencia del individuo dándole la impresión de que en adelante toda su existencia se le escapa. Como lo recuerda la etimología, sufrir es siempre soportar, aguantar, estar en cierto modo en posición de impotencia. Cuanto más tiempo dura, más altera el sentimiento de identidad. Fractura en el centro de uno mismo, induce un sentimiento de pérdida, de duelo, acentuado por el hecho de no poder controlarlo. Sufrido por causa de enfermedad o de accidente, o por su irreductible cronicidad, lesiona al individuo, lo reduce a la sombra de sí mismo. Él ya no es el mismo. Rumia la nostalgia de la existencia que llevaba antes de que el dolor lo golpee con la esperanza de recuperarla cuanto antes, pero el tiempo sigue pasando sin que se produzca un cambio notorio. Su gusto por la vida es alterado y a veces incluso totalmente arruinado. Sin embargo, aun en esas circunstancias en las que el sufrimiento culmina, los juegos del significado introducen una modulación, debida a la calidad del entorno, a las pertenencias sociales, culturales, a las singularidades personales.

Las técnicas apuntaladas por una disciplina del cuerpo practican un control de lo sentido (relajación, sofrología, imaginería mental, hipnosis, autohipnosis, meditación…). Favorecen la creación en uno de un espacio intermediario donde el individuo está a salvo y afloja sus tensiones, se desprende por un momento de su dolor. Cualquier desvío es propicio para una reducción o un borrado del sufrimiento. Dejando de pensar en su dolor, es decir dejando de investirlo, el individuo le corta su energía, se centra en otra cosa, rompe con la hipnosis negativa de su sufrimiento. El dolor aumenta o disminuye según el grado de concentración del individuo sobre él. El comprometerse en el trabajo u otra actividad que cuente para él, tiene el mismo impacto analgésico.

Asimismo, el sentimiento de control lleva a relajar la focalización sobre el dolor. Una serie de experimentos lo demuestra. Un ejemplo: expuestos a descargas eléctricas, voluntarios a los que se les ha enseñado cómo reaccionar ante ellas expresan menos dolor que aquellos a los que se les ha explicado que esas mismas descargas eran inevitables (Melzack, Wall, 1989, 21). Otra investigación clásica en torno al dolor post quirúrgico (ablación de la vesícula biliar, del útero o de partes de las vías digestivas) distingue dos grupos. El primero lo reciben profesionales que les explican a los pacientes la localización de su eventual dolor, su intensidad, su duración. Les enseñan pequeñas técnicas de respiración y de relajación. Les recuerdan la dificultad de controlarlo por completo, pero les aseguran personal sanitario a su disposición y les recomiendan los analgésicos adecuados. En el otro grupo los pacientes están atrapados dentro de la rutina de los servicios hospitalarios. La investigación muestra que los pacientes que recibieron información piden mucho menos analgésicos que los otros y se muestran menos preocupados en los días que siguen a la operación (Egbert et ales, 1964).

Aun cuando todo parece perdido, cuando el individuo está expuesto, sin recursos aparentes, la fuerza de oposición a la crueldad todavía encuentra los medios para desplegarse, gracias a la movilización del imaginario. Hasta en lo peor, ciertos sobrevivientes de la tortura resisten el traumatismo y retoman una existencia más o menos propicia. Volvemos a encontrar allí la dimensión del sentido como modulador del impacto del dolor sobre el individuo. Torturado por largo tiempo en las cárceles de la dictadura militar, el escritor uruguayo Carlos Liscano sabe que si denuncia a sus amigos nunca más podrá mirar a la cara a sus padres y quizás un día retomar el hilo de su existencia. Peor que las violencias padecidas sería el sufrimiento de haber denunciado amigos y mantenido la cadena del horror entregándolos a su vez a los torturadores o a la muerte. El remordimiento sería abrumador. En ese sentido, el dolor infligido por los verdugos parece menor, aun al precio de violencias adicionales o incluso la muerte. Pero él se aferra apasionadamente a lo que llama su dignidad. “Quizá no sea la dignidad del militante político, sino otra, más primitiva, hecha de valores simples, que aprendió no sabe cuándo, quizá en la mesa de la cocina de su casa cuando era chico, o trabajando en los bancos de la escuela. No es una dignidad abstracta, sino una dignidad muy específica. La de saber que un día tendrá que mirar a la cara a sus hijos, a su compañera, a sus camaradas, a sus padres. Ni siquiera a tantas personas: le alcanza con querer, un día, sentirse digno frente a una sola persona” (Liscano, 2001, 81). A veces los sobrevivientes se construyen así un escudo de sentido que rechaza a la voluntad de destrucción que anima a los torturadores en su contra (Le Breton, 2010). Sus refinamientos de crueldad se estrellan invariablemente contra un muro invisible sin alcanzar a su víctima. Siempre, aun en lo peor, el sufrimiento es una cuestión de sentido y no de sistema nervioso. Y porque el dolor encuentra su energía según cómo el individuo signifique su experiencia, su intensidad siempre puede cambiar en una u otra dirección, aunque a veces oponga resistencia. El sufrimiento marca el pasaje progresivo desde el malestar hasta lo intolerable.

Si el dolor elegido, el que duele sin inducir sufrimiento, está asociado al reagrupamiento de sí, a recordar el hecho de ser real, de estar vivo, presente para uno mismo (deporte, body art, modificación corporal, suspensiones, etc.), el dolor impuesto por la enfermedad, el envejecimiento o las secuelas de un accidente, sobre todo si persiste, rompe, a la inversa, las fronteras del individuo, lo fragmenta. Es sufrimiento y se impone como pura violencia que el individuo quisiera rechazar con todo su ser. Viene a romper la coincidencia consigo mismo. El dolor agudo desmantela provisionalmente al individuo, que se recupera luego, una vez aliviado su dolor; pero para el dolorido crónico perdura y sigue su trabajo de zapa a lo largo de las horas, de los días, de los meses, de los años y a la larga afecta su sentimiento de identidad. Crea una zona de turbulencia en su cuerpo por donde siente que su ser se le escapa. Si el dolor elegido ofrece una aguda conciencia de sí, un dolor impuesto por los acontecimientos deteriora el sentimiento de sí.    

Ninguna experiencia obligatoria es deducible de un trazado biológico. Sin saberlo, el individuo sigue siendo el artífice de lo él que vive a través del dolor que lo tortura. Si éste se le impone, lo hace a través del prisma de su historia personal, el sufrimiento que experimenta está modulado por sus recursos internos o los que sabe poner en movimiento a su alrededor para amortiguarlo. El sufrimiento lo destruye, aniquila toda voluntad y lo transforma en un ser de queja y lamento si se abandona a él, lo enceguece y suscita resentimiento, irascibilidad, o lo aleja de cualquier contacto. Pero a la inversa, puede abrirlo hacia los demás, volverlo sensible a su presencia, brindarle el sentimiento de estar todavía vivo. El grado de sufrimiento es siempre de algún modo lo que el individuo hace de él, no hay en él ninguna fatalidad.

* Sociólogo y antropólogo. David Le Breton estará en la Argentina del 20 al 22 de marzo, dando una conferencia y un seminario. Informes en www.topia.com.ar/lebreton-argentina.