Las crisis tienen la inmensa capacidad de fomentar la producción de conocimiento. Sin embargo, la actual situación mundial pone en jaque la misma noción: es tan durable, tan heterogénea, tan multicausal; sus consecuencias son de alcances tan locales, tan globales, tan iguales y, a la vez tan diversos, que en cuanto empezamos a vislumbrar y nombrar sus rasgos, ya estamos en el ocaso de la validez de lo que acabamos de enunciar.

La palabra “intelectual” es pomposa y suele connotar soberbia. Evoca una suerte de lejanía entre quienes la portan y el resto de las personas. No es casualidad. Durante siglos, las élites que detentan el poder real han elaborado distintas estrategias para ubicar el campo de las ideas como algo ajeno a lo cotidiano, a lo común, a lo útil. Cuanta más distancia, menos apropiación y representación; y como suele suceder con aquello que resulta extraño, lo rechazamos. Así es como se ensancha el campo para reproducir las dominaciones y las colonialidades. Sin embargo, ya en el siglo pasado, Antonio Gramsci delineó uno de los conceptos que mejor condensa una filosofía política transformadora: el de intelectual orgánico. Y lo define sin titubeos: es aquel que combate con tenacidad la hegemonía dominante; es aquel que no sólo describe, sino que actúa –de manera colectiva– y se anima a proponer nuevas formas de ver el mundo. Del mismo modo, Arturo Jauretche insistía en la necesidad de construir un pensamiento nacional capaz de dar cuenta de las condiciones locales, ya que no hay emancipación posible sin ideas propias que rompan definitivamente con la mentalidad colonial.

Hoy, en tiempos donde la humanidad vive una pandemia que produce efectos inéditos en el campo de la salud, la economía, la cultura y la política, se torna imprescindible discutir cuál es el rol del pensamiento crítico y de los intelectuales. Porque disociar la teoría de la práctica es una dicotomía tan falsa como tener que elegir entre la salud o la economía. No hay ninguna acción política, decisión gubernamental o política pública que no se sostenga en algún saber técnico, científico o académico. Pensar es hacer. Y en tiempos de excepcionalidad y urgencia es cuando más debemos reflexionar, ya que justamente es a partir de esas reflexiones que podemos tomar las mejores decisiones para nuestra práctica concreta.

El mundo ya es otro. O mejor dicho está siendo otro. El gerundio nos abre las puertas para pensar hasta dónde está en nuestras manos lo que viene. Y el futuro no es lo inesperado ni tampoco la apología de la incertidumbre; el futuro es el producto de un quehacer colectivo que aun en la contingencia nos permite proyectar los mejores escenarios posibles. Tenemos derecho al futuro, incluso a desearlo, pero sin justicia social no hay estabilidad posible, no se puede proyectar nada real sin un piso mínimo de garantías.

Si algo nos enseña la historia de las catástrofes es que muchas veces han sido parte esencial de procesos de reconfiguración de la vida social. Las grandes crisis que sacuden a las sociedades nos colocan ante una pregunta fundamental: cómo (sobre)vivir juntos. Qué es lo que nos une y qué nos separa, cuáles son nuestros objetivos e intereses comunes. El coronavirus visibiliza lo mejor y lo peor de nuestra condición humana, evidencia los valores que están en disputa y visibiliza los límites del funcionamiento mundial. Nos desenmascara la faceta depredadora de las elites que pretenden hacer un negocio de las tragedias, del mismo modo que nos muestra expresiones novedosas de solidaridad en cada aplauso a quienes con su trabajo se exponen y se esfuerzan cada día por mitigar los efectos de la pandemia.

Sin dudas, nuestra sociedad no volverá a ser la misma. Son pocas las veces en que la humanidad se encuentra ejerciendo una acción colectiva de forma global y simultánea, son pocas las veces también en que tenemos la oportunidad de transformarlo todo, de cambiar radicalmente nuestras subjetividades, valores, deseos y las formas en que imaginamos un mundo en el que quepan otros mundos.

Es precisamente por esto que el pensamiento crítico debe animarse de nuevo a conceptualizar, a producir y crear, más que a reproducir. Y esta criticidad no debe limitarse a los otros, a lo ajeno, al que está enfrente. Es también una crítica de nuestras propias premisas, supuestos y modos de acción política. La aparente victoria cultural e ideológica de una hipermodernidad neoliberal que aniquila personas, identidades, naciones y territorios nos incentiva a hacer una apuesta más. Una apuesta a la unidad, la diversidad y la creatividad. Una apuesta intelectual a un modo de reflexión que no solo analice, sino que también dispute poder, el poder.

El teórico marxista Frederic Jameson, señalaba, con mucha razón, que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Miles de series, películas, novelas y cuentos nos hablan de pestes, extraterrestres, terremotos, tsunamis, invasiones intergalácticas que podrían acabar con la humanidad. Pocas, por no decir ninguna, nos dicen cómo sería un futuro poscapitalista. Netflix, Disney, HBO, FOX hacen de las distopías una aggiornada narrativa del fin de las ideologías. La industria del entretenimiento está al día con las necesidades del mercado. Por eso, justamente de lo que se trata es de invertir la lógica: hay que poder imaginar el fin del capitalismo financiero para que pueda existir el mundo. La lucha de nuestros pueblos en esta nueva etapa es una lucha por la supervivencia de la especie, son luchas estructurales contra las sociedades del descarte, la depredación ecológica y las desigualdades históricas.

Hace varias décadas, Fidel -siempre Fidel- advertía que nuestra especie estaba en peligro de extinción y que la forma de evitarlo es a través de una batalla de ideas que genere un cambio de paradigma. El cambio climático, las guerras biológica y nucleares, la imposición del capital financiero a escala global, ponían y ponen más que nunca en peligro nuestra supervivencia. El Papa en el Laudato si convoca a los movimientos sociales y organizaciones populares de todo el mundo a luchar por nuestra casa común porque “el ambiente humano y el ambiente natural van de la mano y pueden degradarse juntos. No se podrá afrontar de forma adecuada la degradación ambiental si no comprendemos las causas que tienen que ver con la degradación humana y social”. Cada vez son más las voces que sostienen que ha llegado el momento de terminar definitivamente con el capitalismo financiero hegemónico a escala global. En ese sentido, siempre es bueno recordar que el neoliberalismo es un proyecto económico pero fundamentalmente cultural.

El pensamiento crítico tiene una oportunidad única para construir una narrativa de progreso que no dialogue sólo con quienes ya están convencidos, sino que vuelva a enamorar al conjunto de la sociedad. Tiene la posibilidad de reformular temas como las políticas de cuidado, la economía popular, la cuestión ambiental, el rol de las fuerzas de seguridad, el retorno a un Estado social y sensible, el buen vivir y el orden, de manera que sean prioritarios en la agenda pública.

Hace poco se lanzó por redes sociales Sopa de Wuhan , una publicación que reúne artículos de intelectuales europeos sobre la Covid-19. Giorgio Agamben, Slavoj Zizek, Judith Butler, Byung- Chul Han y David Harvey son algunos de sus autores. Zizek y Harvey son los únicos que proponen un cambio radical. El primero llama a un neocomunismo mientras que el segundo recupera los conceptos de Marx sobre cómo el capital se concentra luego de cada crisis, y convoca a dar vuelta la página. Para la mayoría, la preocupación central es que la situación de excepcionalidad de la pandemia sea una excusa para que crezcan Estados totalitarios con un control social-digital panóptico total de la población. Sin embargo, el problema es que en casi todos los casos hay una mirada fuertemente eurocéntrica, incapaz de articular una mirada integral global y aun desde la "rebeldía”, con muchos prejuicios liberales hacia el rol que debe tener un Estado en una emergencia.

Tampoco aparecen ideas originales, en la mayoría de los casos son adaptaciones o reafirmaciones de teorías previas. Pero lo bueno de Sopa de Wuhan es que es un incentivo. Ahora es tiempo de que les intelectuales de América latina hagamos nuestras propias interpretaciones y creaciones, desafío ineludible para que la salida a esta crisis sanitaria sea con más igualdad, con más derecho y con más democracia.

* Nahuel Sosa es sociólogo y docente (UBA), director del Centro de Pensamiento y Formación Génera.