Todo sucedió en el verano del 92.

En aquella época mi familia no estaba bien económicamente. Vivíamos en una casita prefabricada en las afueras del pueblo. Era un barrio nuevo y bastante triste que se llamaba "Almafuerte", dónde apenas había otra cosa que yuyo y tierra y perros abandonados. La casa era chica‑ no tenía más que una habitación en la que dormíamos todos apretados‑ y salvo algunos domingos en que mis viejos nos hacían bañar y nos llevaban al centro a tomar helado, no nos dábamos ningún lujo.

Pero tengo que decir que no por eso nos aburríamos: mis primos vivían a la vuelta, en la casa de mi abuela Yoli y teníamos mucho espacio para jugar, atrás de mi casa. Porque allí, en esos años, no había nada. Absolutamente nada. Solo estaba mi casa y detrás un descampado enorme que se abría al horizonte. Un descampado que sólo tenía como límite las vías de tren abandonadas, que cruzaban al pueblo a un par de kilómetros más atrás. Ese era nuestro patio.

La mayoría de las veces jugábamos al fútbol. Mi viejo había armado una canchita con varios fierros que hacían de arco y un poco de pintura blanca. Pero a las chicas no les gustaba jugar al fútbol. Entonces cedíamos y jugábamos a la mancha, o nos íbamos caminando todos juntos hasta la estación de tren, que en aquel momento era como decir el lugar más alejado del mundo.

Pero dónde más nos gustaba ir era dónde nos habían prohibido terminantemente que fuéramos: la casa de Araujo.

La casa de Araujo estaba en el corazón de la cuadra, entre lo de mi abuela Yoli y mi casa, y era una construcción que había quedado congelada: un bloque de cemento gigante ‑era un palacio para lo que era el pueblo en aquel momento‑ que había quedado a medio hacer desde hacía mucho tiempo atrás. Desde la época de mi abuelo Humberto.

Era de las buenas épocas del pueblo, me decía mi abuelo, cuando todo eran ilusiones y grandes proyectos, cuando la vida parecía expandirse, que este señor Araujo había venido con un montón de planos y mucho dinero, y había querido construir un barrio privado en aquellos desiertos. Un barrio con casas al estilo colonial, conectadas entre sí por largos pasillos y patios extensos. Un barrio para la alta sociedad y para el orgullo del pueblo.

Pero después había estado la guerra, y la depresión, y finalmente, para terminar, el problema climático. Y de todas esas utopías lo único que había quedado, cuando la marea se retiró, era esa casa a medio hacer, abandonada entre la maleza junto a todo lo demás.

A pesar de que mis viejos y mi abuela no nos dejaban ir por nada para allá, siempre nos las arreglábamos para escaparnos.

Basta ahora con que cierre los ojos para volver a verla, a la casa de Araujo: el yuyo crecido ‑a veces más alto que nosotros‑ en el jardín del frente, los ventanales grandes y vacíos, la puerta alta y solemne que daba a un pasillo oscuro. La enredadera que se iba comiendo las paredes. Y un silencio que tenía algo de viejo, algo de cementerio y de muerte.

No había puertas. Entrábamos por un pasillo largo, un pasillo oscuro que se parecía mucho a un túnel y que daba a un patio interno, con habitaciones a los costados. Otro pasillo seguía después, y llegaba hasta una habitación muy grande, a la que nos gustaba llamar "la pieza de los bichos extraños", porque una vez habíamos encontrado a una víbora marrón, y otra vez vimos un pájaro negro y grandote que volaba y volaba intentando salir y que se chocó tanto contra las paredes hasta que al final se terminó muriendo.

Nos gustaba caminar y correr por la casa. Siempre estábamos en busca de mariposas o pájaros maltrechos, o de huevos de paloma, o cualquier cosa que pudiéramos rescatar y llevarnos.

A veces también jugábamos a las escondidas.

Otras veces ‑eran las menos‑ iba yo solo y lo único que hacía era caminar y mirar por las ventanas hasta que caía la tarde y me agarraba hambre.

La pasábamos bien.

Pero aquello sucedió una noche, una noche calurosa del verano del 92, y supongo que nunca más me voy a olvidar. Lamentablemente, nunca más voy a olvidar.

Yo volvía caminando de lo de mi abuela. Había comido allá, y ya a esa edad siempre andábamos solos. Andaba distraído por la calle, y recuerdo que no había un alma en el pueblo: sólo se escuchaba el ladrido de algunos cuantos perros, a lo lejos.

Fue entonces, cuando estaba pasando frente a la casa de Araujo, que la miré estar, tan silenciosa y tan sola en la cuadra, que se me ocurrió el pensamiento de que nunca había estado allí de noche. Fue un desafío automático. No pude ‑por más que quise‑ olvidarme de eso. Era una cuestión de vida o muerte. Casi como si alguien me estuviera obligando, me metí de un salto a la casa.

Era una noche de luna llena, y como dije, hacía calor. La casa estaba muy iluminada. No sé porque, cuando estaba entrando, pensé en un paisaje lunar. Pensé que si había casas en la luna, debían casas ser como ésa.

Caminé por el pasillo de entrada en silencio -solo escuchaba el ruido de mis pasos y de los latidos de mi corazón- durante un tiempo que me pareció interminable. Tenía miedo. Seguí así, caminando con pasos cautelosos, como si alguien me estuviera persiguiendo en la oscuridad,  hasta llegué al patio interno. Una vez allí, vi todo perfectamente: las baldosas, el yuyo que crecía entre las grietas, la enredadera que escalaba por las paredes, las cucarachas que iban y venían.

Las puertas de las habitaciones, es decir, los agujeros que daban a las habitaciones, estaban completamente oscuras. Oscuras como el vacío.

Fue entonces -y ahora que lo escribo me da terror, o asco, o ganas de matarme‑ cuando vi una figura que se movió en la oscuridad. En el silencio absoluto de la noche, vi una sombra que no llegué a distinguir, pero que se movía lentamente hacia atrás ‑muy lentamente, como una babosa‑ y que intentaba meterse en la habitación grande. La sombra ‑lo supe sin pensarlo‑ me estaba mirando.

Todavía ahora, que pasaron tantos años, me cuesta poner en palabras lo que sentí en aquel momento: era como si una boca gigante intentara tragarme. O como si unos ojos ciegos me hipnotizaran y me obligaran a caminar hacia un abismo. Como si esa mirada fuese una entrada directa al interior oscuro de la tierra.

No pude hacer nada. Me quedé rígido, paralizado. No tengo idea de cuánto tiempo estuve allí, con las manos cerradas, mirado y siendo mirado por esa cosa que se movía.

No sé cuánto tiempo pasó.

En algún momento sentí, como por arte de magia, que la tensión se había terminado. Sentí que ya no había ningún peligro. Y en un arranque que ahora me parece de locura, sintiendo en mí una curiosidad morbosa que iba más allá del miedo, del horror, y del instinto de supervivencia, me acerqué a ver qué era esa cosa que se movía.

La figura estaba recostada en contra de una pared. Noté la piel pálida, casi translúcida, que respiraba dificultosamente. Distinguí el cuerpo circular, como el de una esfera, que parecía estar cubierto de trapos o de ropas viejas. Del cuerpo salían dos protuberancias. Una era pequeña y estaba a un costado, y otra era más grande y oval y parecía ser la cabeza. No tenía ojos ni boca. Me dio la horrible sensación de que me miraba con todo el cuerpo.

No recuerdo que pasó después.

Me desperté en una cama de hospital, y mis viejos estaban al lado mío. Había regalos. Había médicos que hablaban y que iban y venían. Había una ventana que daba a un patio lleno de plantas.

No sé cuánto pasó, pero sé que fueron muchos días los que estuve allí encerrado. Días que a veces volaban, y que a veces eran interminables. Pasaron tal vez meses. Tal vez varias estaciones.

Cuando volví a estar bien ya no me llevaron a mi casa. Fuimos a otra casa, en el centro: una casa mucho más linda y moderna dónde mis hermanos y yo teníamos habitaciones propias y había un montón de juguetes.

"Nos mudamos ‑me dijo mi viejo, el día que volví‑. Nos mudamos. Papá y mamá progresaron, y ya no tenemos que volver atrás hijo. No tenemos que volver nunca más atrás".

Yo no quise preguntar. Algo me decía que no tenía que preguntar por lo que había pasado. Y no pregunté. Me quedé callado y dejé que los días se sucedan.

Y así pasaron los años. Y a medida que pasaban, y a medida que las cosas mejoraban, y que conocía amigos nuevos y viajaba y armaba grandes fiestas de cumpleaños; puedo decir que por un tiempo largo ‑toda una vida‑ me olvidé de aquel barrio triste, y de esos años y de la casa de Araujo.

Pero ahora, que ya soy lo que se dice grande y que considero que mi vida ya está hecha -que mi vida está, por así decir, reseca como una planta dejada al sol del verano‑ pienso cada vez más en aquellas épocas. Es como una obsesión: por las noches me acuesto y cierro los ojos y pienso en mis primos, en los juegos en el descampado, en esas tardes largas y vacías.

Los pensamientos pasan por mi cabeza como una película sin sonido, como una película lenta que poco a poco ‑lo sé‑ se va ir transformando en la única realidad de mi vida, y siempre, inevitablemente, vuelvo a esa misma escena incomprensible: vuelvo a ver ese bicho extraño tirado en la oscuridad. Vuelvo a ver ese bicho lastimoso que no podía respirar, y ni siquiera podía gemir.

Y a veces paso por el barrio "Almafuerte". Paso despacio con el auto por la calle pavimentada dónde antes estaba mi casa y la casa de Araujo, por ese barrio que hace un tiempo se convirtió en un predio de torres gigantes y de shopings, y me digo: seguro que le sucedió lo mismo que al resto de nosotros. Seguro que se lo comió el progreso. Seguro que se lo comió la ciudad.