Su dios fue el dios de Spinoza: deja de tenerme miedo; deja de pedirme perdón; no te puedo decir si hay otra vida; vive como si no la hubiera.

No le podían robar la pelota y le robaron la bicicleta. En nuestro deseo infinito de asociar el talento con el dinero en esta sociedad de mercado enferma y desbocada, hubiéramos anhelado que le robaran un Maserati. Pero no, fue una bicicleta soñada del caladero humilde de sus recuerdos. Cuando el Trinche escondía la pelota en los campos desolados del Ascenso, escondía también el empecinamiento grotesco de este sistema por subirnos de inmediato al éxito social y económico. Sin éxito "no existes".

Al fin de cuentas el éxito no es más que eso: contemplar como te sonríe todo el mundo y no cesar nunca de enseñarte la muelas. En realidad importa poco que haya sido mejor que Maradona; lo que en verdad nos atrae, nos desconcierta, lo que nos deja abrumados, nos fascina y nos paraliza de esta historia de Tomás "El Trinche" Carlovich es el hecho de que no quiso "Ser". Lo tenía todo para "Ser" y no fue. El doble caño se lo hizo a una sociedad asombrada, absorta, llena de estupor por no someterse a la erótica del poder: fama, dinero y fútbol grande. Como diría Pessoa: "somos el tamaño de lo que miramos", y el Trinche miraba de otra manera.

Aquello significaba que el fútbol, con toda su caprichosa exuberancia y su inapreciable complejidad, albergaba en su seno una lógica simple y profunda: el arte de emocionar desde el anonimato. Mientras el universo del fútbol ascendía presuroso a la colina del Olimpo él se tomaba un café largo a la sombra de una parra y viendo pasar la vida le murmuraba al azúcar de su ego que subiera lenta por las raíces dormidas de su existencia.

En un mundo situado al norte de la extravagancia no todo es lo que parece. Haciendo y deshaciendo el camino nos posamos en las orillas serenas de las antiguas historias que desafían la esencia de una época. Voces sordas y pausadas, con una lejanía interior orillando casi con la tristeza, de una civilización agónica de tanto mercado del postureo y de la imagen.

Durante mucho tiempo este Unicornio del que todos hablan y pocos vieron en realidad, se burló de la esencia del capitalismo formal: todos queremos ser ricos y famosos. Fue su decisión de ausentarse de la gloria, de la popularidad, de la aceptación masiva lo que nos atrae, nos encandila y nos fascina. Hay que ser muy valiente, muy comprometido, muy generoso consigo mismo para darle la espalda a la exigencia inducida por el sistema. La belleza del mundo encierra sus propios demonios, espectros de un exitismo perverso que tiene en cuenta poco los placeres propios.

El Trinche no quiso ser un hombre poderoso. El diablo de la fama que todos llevamos dentro él lo llevaba por fuera, de forma distraída, serena, tan serena que se bebió los tres minutos de Warhol en una copa de vino incendiada por el sol del mediodía.

Reconoció la belleza, esa inutilidad tan necesaria, en los deseos humildes, sencillos, mundanos. Solicitó permiso urgente para no tener una opinión de todo, y donde él veía la alegría de una vida de colores otros veían averías dogmáticas, uniformadoras, que cegaban la visión inmensa de la policromía.

Desde su eterna rebeldía el Trinche nos dejó el mensaje cálido de entender el planeta con la ambición de cambiarlo. Vivió y murió como quiso. Le intentaron robar su Maserati de dos ruedas, el poco patrimonio que tenía además de su deficiencia cardíaca. Se ha ido el ídolo más grande de los sueños vividos a contracorriente. No quiso “Ser" y nosotros queremos que siga siendo. En su tumba debería rezar la frase : no estoy, no estuve, ni estaré. Él lo sabía, los antihéroes de colores no conducen Maseratis.

 

(*) Ex jugador de Vélez y campeón Mundial en Tokio 1979.