Ema

(Chile, 2019)

Dirección: Pablo Larraín.

Guión: Guillermo Calderón, Pablo Larraín, Alejandro Moreno.

Música: Nicolás Jaar.

Fotografía: Sergio Armstrong.

Montaje: Sebastián Sepúlveda.

Reparto: Mariana Di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Paola Giannini, Cristián Suárez, Giannina Frutero, Mariana Loyola.

Duración: 107 minutos.

8 (ocho) puntos

Disponible en MUBI

La más reciente película del director chileno Pablo Larraín (No, El club, Neruda, Jackie) comienza en negro. El sonido presagia. Lo que sigue es un semáforo en llamas. La calle desierta, es de noche. El rojo de la luz redonda se potencia con el fuego. Como puntos luminosos o chispas, otros semáforos prolongan la perspectiva. El verde matiza. Los colores están saturados, extrañados. Una silueta camina sola, con un lanzallamas. Corte a negro. Título de la película.

“Ema” se lee centrado. En blanco sobre fondo negro. El contraste reitera la relación que ya establecían, semánticamente, el rojo y el verde de los semáforos. A partir de aquí, la película se desgrana, y habrá que estar atentos. ¿Quién es Ema? Ema es una bailarina (Mariana Di Girolamo), forma parte de un cuerpo de baile que dirige su pareja (Gael García Bernal). Ellos adoptaron un niño pero también lo devolvieron. Parece que el niño tuvo brotes piromaníacos, y una tía quedó hospitalizada. Ema es docente, enseña a sus alumnas y alumnos a ser libres con el cuerpo. Baila reggaetón y se manifiesta bisexual. Trama su divorcio, pero no tiene dinero. Mientras, persiste en el reencuentro con su hijo.

Gael García Bernal protagoniza a la pareja de Ema.

El nombre de Ema en blanco y el fondo negro, como título, aportan una seña distintiva sobre las formas del devenir argumental. El nombre de ella está en el punto medio del cuadro. Ema es un personaje central porque Ema, la película, es centrípeta. Sus planos organizan el espacio visual desde el punto medio, el centro, todo lo demás siempre alrededor de quien ocupe ese lugar. Así, todo lo que se diga o muestre tendrá que ver con este ordenamiento. Y cuesta apartar la vista del centro, porque hacia ese punto es donde dirige la mirada la cámara de Larraín, de modo sostenido y a lo largo de todo el film.

Entonces, la confluencia está en Ema. Es el nombre de la película porque la película es ella. Siempre en Ema y desde Ema. Ella como el lugar donde confluyen las miradas y los diálogos. Por eso, bien podría pensarse con qué tipo de registro se relaciona el film. Y cuándo se está dentro o fuera de la cabeza de su personaje; es decir, si lo visto tiene visos de realidad o son derivas fantásticas. En este sentido, el semáforo incendiado ya lo advierte. Su imagen poderosa –surreal, nocturna, saturada– tiñe todo lo que sigue. Elipsis total mediante, habrá que atender de igual modo al plano último, en el desenlace -imagen que aquí no se develará-, cuya cotidianeidad pareciera acentuar el carácter alterno de todo lo que se ha visto. ¿Sucedió? ¿Quién es Ema?

Ema es un fusible que hace explotar lo que toca. Sexualmente, musicalmente, maternalmente. En ninguna de estas instancias lo hace de un modo previsible. Si bailar bien es tan importante como tener el mejor sexo, las dos caras son parte de la misma moneda. Desde el baile, ella corroe fronteras. Apela al reggaetón y provoca la furia de su pareja, afecto a las performances, al teatro-danza, a la música meditada. Él le regaña la estupidez mental al dejarse tratar, musicalmente, como mujer objeto. Pero Ema atrae las miradas de todas y todos cuando lo hace. Y anda en grupo, de mujeres que se quieren como unidad.

¿Y la maternidad? Ema la persigue desde la figura elusiva de un niño adoptado y abandonado. ¿Dónde está? ¿Está en alguna parte? ¿Qué es lo que realmente sucedió para que fuese devuelto? A la vez, ella reprocha la impotencia de su pareja, a quien ridiculiza. ¿Qué es lo que quiere decir él cuando le recuerda ciertos comportamientos impúdicos con el niño?

Por otro lado, hay una cuasi paradoja que es elemento nodal en la puesta en escena. La caracterización de la actriz Mariana Di Girolamo como Ema es de una frialdad andrógina, pareciera nada fogosa. Viste y mira de modo impasible. El fuego, en todo caso, opera de otra manera. Y esto es algo que la propia película suscita por contraste hacia sí misma, como cine que es, al salirse del estereotipo habitual, en donde la mujer ha sido -y todavía lo es- retratada desde el estereotipo. Desde su sensualidad particular, Ema conquista el afecto del bombero, y la relación de su fuego con el agua se asume grotesca. En ello tiene que ver la ridiculización fálica aludida, cuando ella se divierte con la manguera del autobomba (su arma elegida al inicio era el lanzallamas, vale recordar). Por otro lado, su esposa, la abogada que permitiría el divorcio de Ema, será también seducida. Y ello habilita otro rasgo burlón, en función de la ley que esta mujer representa. Porque habrá divorcio sólo si hay dinero. Ema busca otros modos. Y baila.

En otras palabras, Ema es una figura que subvierte. Una especie de duende, de espíritu libre. No habría que buscar en ella un comportamiento moral. Es en quienes la rodean donde éste se manifiesta. Así los docentes, directivos, funcionarios, esposos y amantes. Y los hijos. Hay que ver cómo Ema resuelve su dilema maternal sin portar panza embarazada. Pero eso es algo que la película guarda consigo y aquí no se develará. Un recurso que normalizará –si es ésta la palabra precisa- de otra forma lo que la rodea.

Ahora bien, y de vuelta a ese plano último, el referido más arriba. ¿Dónde y cómo localizarlo argumentalmente? Todo lo visto, ¿realmente sucedió? Lo que sí está claro es que la película siempre fue ella. Y que tal vez la explicación mejor esté en el parlamento con el cual Gael García Bernal se defiende de las acusaciones de la funcionaria de minoridad, quien confunde por real la tarea artística. Bernal le dice que todo es una performance, que ésa es su labor. Crear, representar. Ella dirá que su tarea es la de enfrentar a personas como él, porque ella es el sistema. Ema, la película, está cifrada allí.