Lamento que la enfermedad viral covid-19 sea tan permeable a la metáfora de la guerra. En principio, simplemente, porque una enfermedad no es una guerra. Sin embargo, desde su aparición, confundidos, no dejamos de pensar ni comunicar la pandemia con la atmósfera bélica. Pero resulta que los cuerpos no son territorios sitiados de lucha armada. Nadie nos invade. No existen los enemigos. La gente que muere no son bajas en una trinchera. Los Estados no tienen que destinar todos los recursos a armamentos. Nuestras casas no son refugios anti bomba ni las ciudades están siendo bombardeadas. Los médicos y enfermeros no son soldados. No todos van a obedecer. Para colmo de la significación el sistema estrella es el inmune, el de defensa.

Es vital que destrocemos la cáscara de esta espantosa metáfora como hacemos con la envoltura del virus, sencillamente, casi como lavándonos las manos con agua y jabón. Ya en la Antigüedad el filósofo Aristóteles había definido a la metáfora como “dar a una cosa el nombre de otra”. Nombrar a una cosa como algo que “no es” constituye una posibilidad del lenguaje humano que nubla la percepción y aturde el entendimiento. Y a su vez, los nombres que vienen al lugar de lo que ya no se nombrará, comienzan a pulsar el ritmo de nuestras ideas haciéndonos imaginar una realidad en la que no estamos. Tristes metáforas las de las masas artificiales en guerra que reemplazan mal la salud herida y la añoranza de cuidados al caer enfermos. Lamentable decir la respiración alterada como órgano sitiado por el invasor y no como la afectación del aire por la cercanía creadora de erotismo. Freud mismo fue sensible a la adaptación rápida del funcionamiento psicológico a la identificación del armado bélico, alertando que acarrea la expulsión de diversas formas del amor, la piedad y la sexualidad pues instala jerarquías rígidas donde sólo nos queda un margen muy estrecho: imitar al que manda. Que es todo lo contrario a que haya algo con el otro, entre uno y otro.

De todos modos, a pesar de que gran parte de la población permanece en encierro convencido, Tinder funciona a pleno y el impulso sexual se confirma, una vez más, como el único capaz de atravesar cualquier barrera levantada para distanciar a la gente.

Tantas veces en la historia de la humanidad seres invisibles pasaron y seguirán pasando desde los animales al hombre, desde el hombre a la mujer y de vuelta del hombre al animal. Pasan cosas entre los seres vivos. Algunos los llaman eco-sistemas, otros equilibrio entre las especies, otros pasión por el intercambio, el hecho es que nuestros cuerpos son estaciones de paso, circuitos o sub-mundos donde habitantes entre lo muerto y lo vivo ingenian ardides para alcanzar la vida a costa de aquellos donde aún palpita y florece cada poro seco de la piel bajo el roce del otro. El poder de la metáfora sí que deslumbra cuando alcanza a transformar escenas que darían asco por la mezcla de fluidos, gérmenes y partes de cuerpos, en luz que pulveriza y expande hasta el extremo en que se puede decir la excitación sexual con el nombre de otra cosa: haberse enamorado. Esa confusión de los sentidos que a veces se lamenta y otras se festeja.

Sucede que un problema de salud no es una guerra. ¿O acaso le decimos a alguien diagnosticado de un tumor, o a quien se enteró que tiene diabetes o HIV, que suspenda toda su vida y se prepare para el enfrentamiento? ¿Le infundimos miedo y alentamos su pánico? Todo lo contrario. Quienes trabajamos en salud tomamos las enfermedades que irrumpen como un acontecimiento más de la vida, como otro hecho conmocionante entre tantos a los que tuvimos que hacerle lugar aprendiendo a modificar el diario vivir.

 

En salud se educa, no se aterroriza. Se acompaña a abrirse paso, no a detenerse. A razonar, no a forzar. A darle entrada a lo que se presentó, no a otorgarle todo el poder. A re-centrarse en uno, no a someterse. No podemos confundir el hecho con el afecto disparado. Tratamos de no caer subyugados bajo la sugestión de las peores metáforas, esas que destruyen lo sustituido e impiden la reversibilidad. Estamos advertidos del punto de destrucción que porta esa capacidad del lenguaje para designar reemplazantes a nuestras palabras que luego podrían mantenerse vitalicios en el cargo e impedirnos para siempre retomar aquello que queríamos decir… Y sólo sucedió que nos salió decirlo de otro modo… La palabra que quedará bajo tierra, quizás siempre resonando en los nombres nuevos, o quizás no; quizás enterrado o ahogado aquel nombre retenido en la punta de la lengua y no llegó (por lo tanto tampoco su acción) tal vez estableciendo una relación continua pero virtual, como oscilando entre dos mundos, entre “aquello” a lo que aludíamos y ya ni sabemos si quisimos decir porque se nos impuso su inexorable metáfora. En el medio el silencio.