*Si hubiese un bar donde charlar, tocarse las manos, beber con naturalidad un café, pedirle a la moza un jugo exprimido y mirar la ciudad atardecer lentamente te diría, te contaría de mi amor asintomático que no puede salir de mi cuerpo y derramar sobre el tuyo en tenues hisopados con roce de labios el deseo de que me muestres tu curva exponencial y que vayamos juntos a la cama, sin preservativo ni barbijo. Esto no habrá de ocurrir hasta tanto las puertas del infierno no se cierren y regrese como las golondinas la primavera de Gardel y los jazmines en tu pelo, mi corazón, mi diseño de novia con barbijo que nunca habrá de ser, la esposa de mi mejor amigo que se fue lejos en un viento de resfrío allá por febrero, hecho estadística en el cementerio La Piedad y a quien extrañamos pero qué se puede hacer, la carne es débil y el tiempo es un lujo con el que no contamos ni para abrazarnos ni en el pésame ni en las pesadillas. Él ya no está, pobrecito, convertido en un número más.

Esperábamos el pico de la enfermedad en mayo y en ese mes me escapé del mundo envuelto en ropaje policial, burlando la fe y los controles a una casa quinta cerca del Carcaraná. Fue cuando deshicieron en el fuego una docena exacta de cadáveres contaminados y gracias la intersección divina y la Fortuna, mi identidad confundida con otra, mi cédula , se diluyó en ellos y ya no estoy en ningún lado, salvo en esta casa refugiado, esperando me crezca la barba y nadie de mi familia se entere ni por asomo del fraude y me lloren, me lloren como es debido y yo sea libre, sin documentos, pero libre de toda libertad bajo juramento y pueda con la camionetita azul irme al norte donde las cabras no tienen vértigo y los cielos son diferentes y una casita de adobe me cobijará. Sueño, mientras tanto sueño. --Te escapaste al final, me digo, me abrazo y me quedo dormido mientras debajo suena el río en este silencio verdadero.

*La médica que me revisa tiene un camisolín borravino, lentes ahumados y un barbijo protector. --¿Como era el perro que lo mordió señor?

--Y... grandecito y negro como la noche. Aunque...

--¿Aunque? 

--Aunque ya no hay rabia. 

Ella se extrae los guantes descartables, me da la espalda. 

--La herida ya casi se cerró... si no tuvo malestares raros no ha contraído la hidrofobia.

La miro. Tiene la estatura justa para mi. Me llega a la barbilla y de espaldas el pelo le refulge negro azabache. 

--El hisopado estará pasado mañana, tomá llamame que te doy el resultado del Corona, me extiende la tarjetita de un flete con su número a birome debajo.

--¿Haces mudanzas? 

Se da vuelta, tiene un hoyuelo en su lado izquierdo. --Si, del hospital a la morgue y viceversa. 

No le doy la mano, le daría un beso. No sabe que soy un fugitivo al que han dado por muerto. En este hospitalcito de campaña cae la tarde.

--¿Te puedo alcanzar a algún lado? --La invito.

--No, gracias, me esperan dice sin mirarme. Otra vez será.

--Entonces voy a volver con corona o sin corona. 

Me mira seriamente y se sonríe: --Como los reyes depuestos espero, dice con la morosidad de quien ha leído y extrae la oración de su memoria invicta.

--Es la primera vez en meses que una mujer me pide que la llame, sentencio mostrándole su tarjetita. 

Mi remera flúo que evoca al Titanic es demasiado llamativa para este mundo zombie donde me encuentro. Llamé desde el único teléfono fijo de la zona a mi casa y pude entender a través del ¿Hola? que una pena de neblina cubre mi ex casa. Me miraba sonreír y mi ropa resaltaba en este mundo irreal de calles de tierra sin colores. En mi pecho se reflejaban los tendidos de cables eléctricos que le dan a luz a esta aldea. Soy el Fugitivo, el Hombre sin Sombra. Tengo la tarjeta de débito llena, paracetamol, algunos rivotriles, el celu que he cerrado y me he vuelto infantilmente feliz. No sabía que irse, desaparecer resultara tan fácil. Años esperando este milagro y ahora con la pandemia alucinante se produjo. No creo en dios pero intuyo que este es uno de sus mejores chistes y no me quito méritos del fraude a mi mismo, un cadáver sin serlo al que lloraron sin poder ver siquiera, combustionado y hecho cenizas en un abrevadero de huesos mezclados, huesos de otros muertitos, un número en la curva exponencial. Si nunca me hicieron feliz, me merezco este cumpleaños número cero. El río es violáceo a esta hora y por lo que sé, eso que se mueve en turbión de pajonales cerca de la orilla son taruchas, las últimas antes del fin del verano. Tengo casa, comida, frutas y cigarrillos. Blancanieves me debe envidiar: estoy durmiendo más que ella. Si la tuviera cerca la sentaría junto a mí en este banco de algarrobo y con su consentimiento iría desabrochándole esa blusa medieval azul con hilos de cuero cruzados. Ah, la imagino mientras cierro los ojos. Mañana voy a empezar a plantar tomatitos, es la época me digo. Y la trompa de una iguana se asoma por un ventanuco bajo de esta casita perdida. "No tengas miedo, no es un dragón", le musito a Blanca quien, para variar, se ha puesto a roncar exhalando un olorcito tenue como a malvón.

*Las mujeres eran tres. Tres titulares y dos suplentes. Una para sexo, la otra para idealizarla y la tercera para recordar que mi martirio era un presente continuo. Las demás, planetas giratorios para desaburrirme de la que compartía la cama. Cosa de no quedarme pegado a nada. No me jacto, daba lo mismo si estaba solo o administraba un prostíbulo: el sufrimiento existe, existió y un clavo sacaba el otro. Y si una me fallaba recurría a la siguiente. El mundo, la vida, este sistema es muy aburrido y soy un tipo deshonesto que se cansa rápido y hace trampa en las carreras largas. Ahora por lo que me resta de fuerza de voluntad y mientras la enfermedad continúe deberé estar acá, en este poblado de tierra, pasto verde, un río empeñoso, un barbijo hecho con trapos, preparando la fuga final. La Efe Efe como le llamo. Estoy extasiado con los días por venir, con la jugada maestra y la buena fortuna. Lo único que extraño es el sexo vespertino o matutino, según los horarios de su marido. Está por llover, a guardar los pollos y ver el aguacero desde la galería, fumando como lo puede hacer gustoso un muerto mentiroso. Un Eme Eme como el tránsfuga.

*Atilio se llama el ferretero. Usa un tapabocas siderúrgico y una cortina plástica para protegerse. Entra un chiflete por algún lado del local y estamos solos a una distancia prudencial. Arriba un tele evoca a Trump y su jopo de muñeco, puro spray y bombas atómicas. No me iré de la presidencia sin declarar una guerrita, parece decirnos. Atrás entre las mangueras enrolladas descubro un almanaque con la cara de Evo Morales sonriendo envuelto en flores. --No se puede concebir un país manejado por un indio ha dicho el Mufa. Nada agrego al comentario de Atilio sobre la peste, le hago una reverencia militar y me voy con mis clavos semillita hacia mi guarida tratando de que nadie me recuerde. Claro, está la doctora del consultorio que pasa y me saluda con un dedito desde su Sedan azul, roto al costado. ¿Para donde irá? ¿Será del pueblo? Mañana me hago revisar por la mordida y la encaro de nuevo. Quien sabe. Se levantó frío. Aún los fallecidos y resucitados como yo no resisten la entrada del otoño en ciernes. Se me viene a la cabeza Cristo, el primer zombie con fama. La parroquia del pueblo alberga una docena de perros matreros bajo sus arcadas. Y una familia de carpinchos viviendo en comunidad. --Dejad que los animales vengan a mi, había dicho el mártir. Y allí están. Faltan los niños, encerrados con su familias que los tienen capturados.

*En la noche es cuando llegan. Al principio me alteraba y me quedaba congelado. Ahora ya no: los invito a entrar. Vienen iluminados tenuemente desde atrás como si los alumbraran con spots. Son los muertos de mi familia, los ancestros que han salido de sus cuadros fotografiados y repintados al óleo. Se sientan en los rincones, con morosidad, algunos se sacan los sombreros, hablan entre ellos, me prestan muy poca atención. Son visitas. Cuando les dirijo la palabra me miran, mueven sus labios, pero no distingo las voces inaudibles. Solo uno, el hermano de mi abuelo paterno, un nacido en Río de Janeiro me ha sugerido al oído en un medio tono abrasilerado. --Tenés que rajarte de acá. Por la Triple Frontera, pero por agua. Y me extiende un pasaporte con mi foto añeja como de su época. Despierto agarrado del borde la sábana.

*Ya pasaron cinco días y no he muerto de rabia. Me cambio con mi camisa montañesa, me afeito bajo el garguero, me echo colonia encima, me peino y voy al dispensario. Su autito está fuera. Me espera sonriente con una aguja en la mano. Hora de vacunación de la gripe para adultos mayores. Huele como siempre y el ambo celeste. 

--No te vas a morir de Covid 19 ni de hidrofobia. 

--Pero de amor tal vez --Me mira. 

--Manzanero era bueno, vos no, se extinguieron los boleros con toda esta peste. Me subo la manga y le extiendo el papel.

--¿Y esto?

--Una invitación a cenar. Con birome, mesa reservada y luna nueva. --Se queda mirando el papel, se lo guarda en un bolsillo.

--Con este fin de todas las cosas ustedes los hombres se ponen románticos por el miedo y nosotras aceptamos lo que venga. Larga una risa. 

--Pasá Graciela, dice abriendo la puerta y echándome con delicadeza.

--Voy a pescar para vos hoy, no me falles. Cierra la puertecita seriamente. En el fin del mundo siempre quise culminar esto así: un romance, un escape, una noche póstuma. Tal vez como Cristo con María Magdalena, allá en el Monte de los Olivos, los mismos que crecen tras mi guarida y me parecen un buen augurio. Encarno la línea con una rana y bajo al muellecito por la comida para dos, la última cena tal vez.

 

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