La efeméride bicentenaria de la muerte de Manuel Belgrano y de los 250 años de su nacimiento ha desatado una suerte de fiebre conmemorativa en todo el país. Las intervenciones, en muy diversos formatos, se han multiplicado, superando incluso las que nos acompañaron en los dos bicentenarios precedentes de 2010 y 2016. En el marco de este boom memorialista –exhibido en libros, videos, series, entrevistas y artículos de diferente factura– acaba de salir a la luz una iniciativa de la Municipalidad de Rosario y la Universidad Nacional de Rosario: Los viajes de Belgrano. Se trata de un libro destinado al público infantil en el que trabajamos un equipo integrado por especialistas en Historia, Letras, Artes Visuales, Edición y Diseño. A través de sus páginas invitamos a los niños, en estos tiempos de pandemia y aislamiento, a emprender un viaje al pasado y a recorrer las estaciones por las que transitó Belgrano a lo largo de su vida.

El recorrido comienza con el traslado del padre de Manuel desde Génova hasta Buenos Aires, donde se convierte en un gran comerciante, y continúa con el de nuestro protagonista dirigiéndose a España para estudiar Leyes. Cuando regresa a su tierra natal, ocho años despúes, trae consigo el título de abogado, la designación para el cargo de Secretario del Consulado de Comercio, y la ilusión de convertir a la Corona española en el motor de los cambios que, en clave ilustrada, debatían muchos peninsulares y criollos a ambos lados del Atlántico. Su participación en las empresas periodísticas porteñas nacidas en la primera década del siglo XIX así lo demuestra. En sus contribuciones como publicista se ocupó de difundir las ideas de la nueva economía política y de la ilustración de las que se había empapado en sus lecturas y conversaciones europeas.

Pero esa ilusión ilustrada fue desvaneciéndose, mientras la monarquía a la que servía desde su alto cargo de funcionario entraba en una crisis devastante, que derivó en la ocupación de la península por parte de las fuerzas napoleónicas y en la renuncia de los Borbones a la Corona de España en la ciudad francesa de Bayona. No sabemos si esa desilución fue la que lo llevó a embarcarse en la aventura revolucionaria iniciada en Buenos Aires en 1810. Pero sí sabemos que, a partir de esa fecha, Belgrano emprendió nuevos viajes. Como general de los ejércitos patriotas, sin haber recibido nunca formación militar, recorrió geografías desconocidas al mando de las fuerzas dirigidas al Paraguay y luego al Alto Perú. Como diplomático en 1815 pudo abandonar por un año la difícil vida de campaña, cuando fue comisionado a Londres por el gobierno de las Provincias Unidas. A su retorno volvió a vestir el ropaje de militar de los ejércitos, no sin antes aconsejar a los congresales de Tucumán, en vísperas de declarar la independencia, la instauración de una monarquía constitucional en el Río de la Plata coronando a un príncipe del linaje incaico. Mientras su salud se deterioraba, se mantuvo defendiendo la frontera norte hasta regresar, ya muy enfermo, a su ciudad natal, donde murió el 20 de junio de 1820.

En el marco de ese itinerario, el libro se detiene particularmente en una estación: la del pequeño poblado que era Rosario en 1812, donde Belgrano estableció las baterías de defensa y creó la bandera celeste y blanca que hoy nos representa como nación. En esa parada, el texto y las ilustraciones exhiben la relación de sus habitantes con el entorno natural, la modesta estructura edilicia trazada alrededor de la plaza, la vida material y cotidiana de sus hombres y mujeres, y el episodio del izamiento y jura de la flamante bandera. Aunque esta estación no haya sido la más importante de las que recorrió el protagonista, fue la que varias décadas después consagró a Rosario como Cuna de la Bandera mientras Belgrano era elevado al Panteón de Padres de la Patria. Con este viaje final hacia la construcción de la memoria histórica se cierran Los viajes de Belgrano.

Hasta aquí un breve resumen del contenido del libro que poco nos dice acerca de sus principales apuestas. ¿Qué buscamos transmitir en estas coloridas páginas guionadas por Agustín Alzari e ilustradas por Malena Guerrero, y cuyo proceso de edición estuvo a cargo de José Sainz, diseño y maquetación de Lis Mondaini y corrección de Valentina Bona? En primer lugar, ofrecer a los niños un relato amable y entretenido en el que se recuperan los resultados más renovados de la historiografía académica (en cuyos contenidos participaron Elsa Caula, Alejandro Eujanian, Ignacio Martínez, Irina Polastrelli, Ana Wilde y quien escribe estas líneas, integrantes del Programa Argentina 200 años). En ese relato, el viaje es un recurso narrativo y pedagógico para reconstruir no solo la vida de Belgrano sino también los universos contrastantes que habitó, cuando siendo el hijo de una de las familias más ricas de Buenos Aires y funcionario de la Corona se convirtió en líder de una revolución que derivó en la independencia de nuestros territorios.

En segundo lugar, la narración buscó eludir los lugares comunes más difundidos que naturalizaron su entrada en la gesta revolucionaria y lo promovieron como una suerte de precursor de una independencia que parecía estar inscripta en el origen de los tiempos. El mismo Belgrano admitía en su Autobiografía, escrita en 1814, que ese camino, lejos de estar previamente diseñado, fue producto de un conjunto de circunstancias inesperadas e imprevisibles: “¡Tales son en todo los cálculos de los hombres! Pasa un año, y he aquí que sin que nosotros hubiésemos trabajado para ser independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona”. Ese camino, que tampoco aparecía como inexorable en 1810, sus actores deberán transitarlo –con marchas y contramarchas, disputas y conflictos internos– hasta 1816, una vez que se declare la emancipación de la metrópoli, y continuar defendiéndola a través de una larga y cruenta guerra de final abierto.

En tercer lugar, el relato elude también las versiones maniqueas que suelen componer las escenas entre héroes y villanos o víctimas y victimarios, como asimismo las que atribuyen al punto de partida lo que en realidad fueron puntos de llegada. Tal el caso de la bandera creada por Belgrano en Rosario para distinguir a los ejércitos enfrentados en el campo de batalla y dotar de un símbolo identitario patriótico a la causa revolucionaria. El hecho de que dicha bandera se haya convertido en el emblema de una nación unificada bajo el nombre de República Argentina en la segunda mitad del siglo XIX era, por cierto, un resultado inimaginable para su creador en una coyuntura en la que la revolución buscaba su propio rumbo y se definía sobre la marcha.

Finalmente, si Los viajes de Belgrano eluden todo esto es porque su apuesta consiste en transmitir las profundas incertidumbres que vivieron los hombres y mujeres de muy diversos estratos sociales, pertenencias étnicas y posiciones políticas e ideológicas en aquellos tormentosos años. Descongelar los mitos y reubicar a nuestro protagonista en su contexto –con sus victorias y derrotas, ilusiones y frustraciones, convicciones y dudas– no significa despojar de contenido revolucionario a lo que fue, por cierto, una epopeya y también un drama. Significa, en todo caso, evitar los anacronismos que suelen trazarse al abordar ciertas efemérides y al conmemorar las figuras del Panteón de Héroes.

 

En este sentido, el propósito tal vez más ambicioso que nos propusimos encarar fue, justamente, que los niños puedan viajar a ese pasado para experimentar el extrañamiento que significa trasladarse a espacios y tiempos desconocidos, tan diferentes de los que viven en el presente. Sin ese gesto de extrañamiento estaríamos privando a nuestros lectores –no solo infantiles– del maravilloso e inquietante ejercicio de imaginar un mundo que no fue siempre igual a sí mismo.

*  Historiadora. IECH/UNR/CONICET.

El libro se puede descargar de forma gratuita en la web de Secretaría de Cultura y Educación: www.rosario.gob.ar/cultura