Una comitiva inglesa llega a Marruecos a filmar un documental. Uno de sus integrantes no trabaja en la producción, está allí invitado por un amigo, el ricachón que produce la película, que lo llevó con él para distraerlo de la depresión: el susodicho lleva treinta años escribiendo el mismo libro y viviendo casi sin dinero en el exilio inglés, desde que huyó del nazismo, antes de la guerra. Su nombre es Elias Canetti y faltan todavía casi treinta años para que reciba el Premio Nobel de Literatura.

Canetti llegó con lo puesto a Londres en 1938, como tantos otros intelectuales y artistas de lengua alemana, en su mayoría judíos. Canetti había publicado un único libro, tres años antes en Viena, la novela Auto de fe, que le había valido el respeto instantáneo de gigantes como Robert Musil, Hermann Broch y hasta el mismísimo Thomas Mann (que en un principio se negó a leer el manuscrito porque le parecía muy largo), pero sólo dos personas en Inglaterra habían leído el original alemán y siguieron siendo igual de escasos sus lectores cuando se publicó en inglés en 1946. De tanto en tanto, al notar su pronunciación en alguna reunión, alguien le preguntaba al pasar si conocía a ese tipo Kafka y si valía la pena leerlo. Así padeció Canetti el proverbial provincianismo inglés frente a todo lo europeo, mientras se quemaba las pestañas día tras día en la British Library, tomando notas para un libro que venía escribiendo desde 1925 y que sólo lograría terminar en 1960: su monumental, hipnótico ensayo Masa y poder.

Pero estamos todavía en el año 1954. Canetti lleva meses preguntándose si tiene sentido persistir en aquel esfuerzo sobrehumano cuando acepta la invitación a Marruecos. La potencia del sol lo intimida en sus primeros dos días en Marrakesh, pero al tercer día se aventura en la ciudad (imagínenlo de impenitente traje oscuro y corbata, con su macizo metro cincuenta de estatura y su leonina, febril cabezota, abriéndose camino por las estrechas calles del zoco) y de pronto se frena en seco al desembocar en una plaza donde convergen las más diversas actividades: “Yo estuve aquí alguna vez”, siente. “Estuve hace cuatrocientos años y me había olvidado”. Ha llegado caminando por las suyas hasta la Mellah, el barrio judío de Marrakesh, que se ha despoblado un poco desde la creación del Estado de Israel en 1948, pero sigue siendo el histórico barrio judío de la ciudad.

Es momento de decir que Canetti había nacido en la lejana Ruschuk: “Si digo que Ruschuk queda en Bulgaria no doy una imagen adecuada. Cuando alguien de Ruschuk se embarcaba hacia Viena decía que se iba a Europa”, escribió Canetti en el primer tomo de sus fabulosas memorias. En las calles de Ruschuk había turcos, griegos, albanos, rumanos, armenios, gitanos y judíos, todos llegados de otra parte, y todos hablando en su propio idioma, en el caso de los judíos el ladino, porque eran sefardíes llegados desde España vía África cuatrocientos años antes.

Canetti habló y vivió en ladino hasta que sus padres se lo llevaron“a Europa”, y después de elegir el idioma alemán y la cultura vienesa como patria espiritual relegó su ascendencia judía a las pocas frases que cruzaba en ladino con su esposa Veza cuando no querían que nadie los entendiera. Pero ya en los tiempos de Viena, mucho antes de Londres, era un judío errante, aunque se empecinara en ignorarlo (“Todo lo judío me llena de miedo, porque podría hacer presa de mí: los nombres familiares, el viejo destino, el tipo de preguntas y respuestas que penetran hasta la médula misma de mi espíritu”). Así estaban las cosas aquel mediodía en la Mellah de Marrakesh, cuando de golpe descubrió que lo sefardí era la clave, no sólo de su identidad sino de la manera de darle forma de libro a la miríada de material que llevaba treinta años acumulando.

En aquella plaza de la Mellah, entre mercaderes tuertos que vendían un solo limón reseco o un puñado de piedras, Canetti vio a unos niños recitando aplicadamente el alfabeto hebreo con su joven maestro y una decena de metros más allá a los cuenteros, rodeados de gente en un doble círculo que seguía el relato pendiente de cada palabra. Su admiración ante semejante poder narrativo fue inmediata. “Los sentí como hermanos más viejos y más sabios. Yo hacía o quería hacer algo así, pero en lugar de vivir de la confianza de mi relato lo había hipotecado todo a la pluma y al papel, a la elucubración interior, solitaria, pusilánime. En cambio ellos, desprovistos de libros y de todo conocimiento superfluo, sin ambiciones ni sed de prestigio, ejercían con impune plenitud la magia de nuestro oficio”.

Unos pasos más allá, Canetti se reconcilia con la pluma y el papel cuando ve, acomodados contra la pared de la recova, a los escribientes. No hacen nada por atraer a la gente, están ahí sentados, enjutos, con su pequeño escritorio delante, a cierta distancia unos de otros para tener intimidad cuando un cliente se les sienta enfrente y contrata sus servicios. “Escuchaban con una rara intensidad, ajenos al bullicio de la plaza. Esperaban al final sin escribir una palabra, luego se quedaban con la mirada perdida meditando cómo expresar cabalmente lo que les pedían escribir. Desde mi lugar no oía nada, sólo veía la electricidad de la transmigración de esos susurros en palabra escrita. Y el increíble cambio de los rostros cuando el escribiente leía lo que había escrito”.

Canetti volvió a la Mellah todos los días de su breve estancia en Marrakesh y retornó con otro ánimo a Londres, donde logró por fin encontrarle a Masa y poder la forma literaria que necesitaba. “Nunca he podido leer seriamente a Aristóteles o a Hegel, desconfío de ellos”, había escrito un año antes. “Cuanto más riguroso y consecuente es su pensamiento, más distorsionada es la visión que ofrecen del mundo. Yo quiero escribir y pensar de una manera diferente. No por arrogancia sino por una indestructible pasión por el ser humano y su necesidad de comunicación”.

Masa y poder es un libro único en su rubro por su inclusividad: envuelve siempre al lector, nunca se aleja ni se hace inextricable, envuelve e invade de conocimiento, si se me permite el exabrupto. Canetti es de esos maestros de la palabra que parecen leer nuestra mente mientras escriben. Quienes lo conocieron en Viena y en Londres dicen que, a pesar del rechazo inicial que generaba su altanería, lograba subyugar siempre a su interlocutor por su fabulosa capacidad de escuchar al dialogar. Canetti escribió al respecto: “Me resulta natural entrar y moverme dentro de otras personas y no tengo apuro en hallar el camino para salir de ellas”. También dijo, en sus formidables memorias, que siempre odió que a los mitos se los llame ampulosamente mitos y a los cuentos, infantilmente, cuentos. Sólo por esa frase yo lo voy a adorar siempre. Pero mi favorita absoluta de toda su obra es una frase que garabateó en 1954, en una libreta, en su cuarto de hotel en Marrakesh: “Quizá toda alma tenga que ser alguna vez judía, para encontrar el corazón perdido de las cosas”.