El 26 de junio de 1970 moría súbitamente Leopoldo Marechal (nacido con el siglo) en su departamento porteño de la calle Rivadavia al 2300. No llegaría a ver impresa su última novela: Megafón, o la guerra, que salió al mes siguiente de su fallecimiento. Hoy diríamos que se fue “joven” de este mundo, y no solo porque las expectativas de longevidad hayan aumentado, sino porque el poeta vanguardista Adán Buenosayres (protagonista de su obra más difundida) siguió siempre de algún modo vivo en él. La voluntad experimental, el humor, la apuesta por la “correlación de lejanías” serían, hasta el fin, motores de su poética. No parece haber pasado lo mismo con varios colegas de su generación, la de la revista Martín Fierro. Así lo lamentaba Marechal al comentar, en Cuaderno de navegación (1966), la recepción que le dedicaron esos antiguos amigos a su monumental y heterodoxa primera novela de 1948.

Un aura de payador perseguido (o largamente ignorado por sus pares y por la crítica) rodea aún la figura de Leopoldo Marechal. Se olvida, quizá, que estuvo en el centro del campo intelectual y artístico de su tiempo y alcanzó temprano los mayores reconocimientos: el Primer Premio Municipal de Poesía de Buenos Aires (en 1930) y el Primer Premio Nacional de Poesía (en 1940), ambos por su lírica, que ya sumaba para ese entonces textos fundamentales, desde el vanguardista Días como flechas (1926), pasando por Odas para el hombre y la mujer (1929) y Cinco poemas australes (1936), hasta los clásicos Sonetos a Sophia, de versos merecidamente imborrables: “Con el número dos/ nace la pena”.

Hacia 1930, el poeta ya había comenzado a trabajar en Adán Buenosayres. Cuando esta obra por fin vio la luz, en 1948, el mundo y la Argentina habían cambiado. El advenimiento del peronismo había instalado una fuerte divisoria de aguas; del lado del Movimiento Nacional Justicialista habían quedado pocos intelectuales representativos y prestigiosos. Marechal fue uno de ellos y sin duda pagó un alto precio por esta opción, que emergía desde una profunda herida biográfica: la muerte de su padre obrero, por falta de una legislación laboral protectora.

Su adhesión no implicó que fuera favorecido durante el gobierno peronista con altos cargos o prebendas. Como lo documenta su hija María de los Ángeles, presidenta de la Fundación Leopoldo Marechal, su carrera de funcionario se había iniciado previamente dentro del ámbito del Ministerio de Educación y allí continuó su curso.

Pero los ámbitos culturales donde Marechal se había movido antes sí empezaron a resultarle inhóspitos, como la Sociedad Argentina de Escritores, o la revista Sur, en la que había colaborado y de la cual Borges, su gran amigo de juventud (y correligionario yrigoyenista), era uno de los mayores referentes. Allí, en Sur, aparece una despiadada, casi insultante crítica, de su Adán Buenosayres, firmada por otro ex de Martín Fierro: Eduardo González Lanuza. La compensará al año siguiente un único y lúcido comentario en la revista Realidad, firmado por el todavía desconocido Julio Cortázar, que destaca los aportes innovadores de la novela. Entre 1955 y 1960, solo Noé Jitrik, Graciela Maturo y Adolfo Prieto, rompen con apreciaciones valorativas el compacto silencio sobre la persona y la obra de Marechal, que seguiría a la caída de Juan Domingo Perón. El propio autor se autodefiniría irónicamente como “poeta depuesto”: un “excluido de la comunidad intelectual argentina”, dice también, citando palabras de H. A. Murena.

Por fin, los vientos cambian; hay una renovación generacional, política y estética, otros lectores. En 1965, la tapa consagratoria de la revista Primera Plana, celebrando a Leopoldo Marechal y a su premiada segunda novela, El banquete de Severo Arcángelo, coloca nuevamente al ninguneado escritor en el centro de la visibilidad. Su nombre vuelve a circular también fuera de la Argentina, al ser convocado por la Casa de las Américas de La Habana como jurado literario, aunque su muerte interrumpiría esa difusión incipiente.

Depuesto e inclasificable

Sin duda, el antiperonismo jugó un papel importante en la recepción negativa inicial del Adán Buenosayres y en el relegamiento de su creador. Los enfrentamientos ideológicos y las enemistades (o rivalidades) personales también repercutieron –bien lo señaló su traductor, el estudioso canadiense Norman Cheadle– en la tardía aceptación de su figura dentro de los Estados Unidos de Norteamérica, donde poderosos scholars, a menudo de origen latinoamericano (el uruguayo Emir Rodríguez Monegal, entre ellos), obstruyeron largamente, en calidad de gatekeepers, su descubrimiento por pares y discípulos y la llegada de sus textos al inglés. La simpatía de Marechal (desde un cristianismo tercermundista) hacia la Revolución Cubana, concluye Cheadle, terminó de “descalificarlo en la América del Norte liberal de la segunda mitad del siglo XX”.

Pero no se trató solo de eso. El Adán en particular era casi ilegible en el momento de su inmediata recepción, desbordaba todos los moldes, inaceptable para los parámetros dominantes en Sur, la publicación quizá más influyente en el campo literario de la época, que no pudo verla entonces sino como una (mala) imitación del Ulysses joyceano. La singularidad de su obra entera, que se resiste a ser colocada de manera confortable en una “serie” (como apunta el español Javier de Navascués, último editor crítico del Adán), aumentaría las dificultades. Las reapropiaciones vindicativas del legado de Marechal no terminaron de solucionar el problema que todavía hoy inquieta a la crítica: cuál es realmente su lugar en el canon del siglo XXI.

Es que también se puede ser visible por razones erróneas o insuficientes. La alineación con el peronismo, que tanto le había jugado en contra, lo volvió un objeto de rescate político y cultural años más tarde. El autor de Poemas australes terminó dando su nombre, en la Argentina, a bibliotecas, centros, escuelas, grupos artísticos y militantes, concursos literarios, sin que esto fuese necesariamente acompañado de un verdadero conocimiento de su compleja obra. Algo similar sucedió con su fe religiosa. El hombre Leopoldo Marechal tuvo creencias y convicciones, que atraviesan su escritura en diversos registros, modulaciones y matices. Pero reducir esa escritura a dos vectores, cristianismo y peronismo, resulta, por lo menos, un gran equívoco.

El escritor Marechal desborda, desacomoda y excede formas fijas, grillas, rejillas, precisamente porque, como artista, se propuso romperlas. El Adán, piedra fundadora de la "literatura argentina moderna", según la catedrática alemana Claudia Hammerschmidt, crea otra modernidad. Una estética donde elementos premodernos, modernos y anticipatoriamente posmodernos se cruzan y superponen. Tanto Navascués como Hammerschmidt llaman la atención sobre las tensiones constitutivas de este texto excéntrico y anómalo que incluye su propia parodia.

Jugador que redobla su apuesta por la interacción exasperada de lo distante y de lo disímil, Leopoldo Marechal, revolucionario de las ontologías verbales, es uno de los escritores argentinos más inclasificables y sorprendentes. El choque de concepciones y prácticas estéticas heterogénas y contradictorias, la colisión de registros lingüísticos, de espacios y de tiempos, de tradiciones literarias y filosóficas, produce inusitados resplandores que deslumbran y desconciertan. Su obra puede dialogar con Platón y Aristóteles, pero también con Gombrowicz y Rabelais.

Marechal sostiene, implícita y explícitamente, una poética de desconstrucción permanente de lo creado, que permite su reconstrucción en la metáfora viva. Así también –se escenifica en la “Excursión a Saavedra” (Adán)–, el viento físico, en la geografía real, ha traído los materiales para formar el suelo de la Pampa con elementos de desecho, y el viento de la Historia ha depositado en la llanura a los inmigrantes de las más diversas lenguas y culturas para mezclarlos con la población originaria y combinarlos en una identidad plural e inédita: la Argentina, hecha de lejanías que se funden, nación de la vanguardia. La creación de la patria y la creación poética parecen regirse por una misma ley.

La agenda crítica marechaliana es hoy activamente plurinacional. Desde 2013 a 2017, tres coloquios y tres libros reunieron a especialistas de diversos países. Dos de los libros, editados por Claudia Hammerschmidt, se publicaron en Alemania: Leopoldo Marechal y la fundación de la literatura argentina moderna (2015) y El retorno de Leopoldo Marechal (2018). Leopoldo Marechal y el canon del siglo XXI (editado por mí y coeditado por Enzo Cárcano), fruto de un coloquio realizado en Buenos Aires (Casa Nacional del Bicentenario, 2015), apareció en España en 2017.

La antorcha sigue encendida en el proyecto germano-argentino "El 'paradigma Marechal' o la 'tercera posición' de la literatura argentina moderna", co-dirigido por Hammerschmidt y por Mariela Blanco (Universidad Nacional de Mar del Plata-CONICET). Su resultado más reciente se ha plasmado en Pan-visiones porteñas: Leopoldo Marechal, Xul Solar, y la ‘recepción secreta’ de dos heterodoxos de la cultura argentina (2019), que, desde estos dos grandes referentes rastrea los ecos marechalianos hasta la obra de Abelardo Castillo, Carlos Gamerro, Juan Diego Incardona y quien firma esta estas líneas.

Megafón, o la guerra: la Argentina encadenada

Megafón o la guerra (1970) es, entre otras cosas, una gran novela política (y metafísica), ciertamente argentina, pero también universal. Realista, simbólica, alegórica, utópica y en parte profética, imbrica la economía y la alquimia, el happening y la tragedia, la parodia y la epopeya.

Entre sus varias densidades, está la de ser un compendio o palimpsesto de tiempo y espacio. Sucede en muchos lugares de la Capital y del conurbano, y también en el pasado y la actualidad de esa Buenos Aires donde se concentran el pueblo y las culturas de las “Provincias Unidas”. Anda con los mismos pies sobre cronologías sucesivas que se presentan como paralelas y simultáneas. Adivina incluso –más allá, sin duda, de la voluntad consciente de su autor–, horrores del porvenir.

Su protagonista es Megafón, Autodidacto de Villa Crespo, hombre todavía joven que vive con su amada Patricia Bell en un chalet de Flores. Dedicado durante años al conocimiento de la Patria, en su geografía y en su historia, ha decidido convocar a varios ayudantes imprescindibles (entre ellos el Poeta Depuesto, Leopoldo Marechal, que también es el narrador testigo de la novela) a unírsele en sus Dos Batallas: la Terrestre y la Celeste. Planea “operaciones incruentas”, con pequeños comandos y en puntos estratégicos, para iniciar una verdadera “revolución de las conciencias”.

Las acciones relatadas tienen lugar, aparentemente, entre los años 1956 y 1957. Sin embargo el tiempo es lábil, deliberadamente anacrónico. Por los hechos y las personas a las que alude, se estira hacia finales de la década del '60, cuando Marechal termina la novela (iniciada en 1966 y concluida, en sus manuscritos, el 29 de diciembre de 1969).

Hay, no obstante un eje disparador y un ancla: 1956, el año del fusilamiento del general Valle, alzado contra la autodenominada Revolución Libertadora, que instituye un “deber de memoria” (Pierre Nora) y prefigura el destino de Megafón mismo. La visita del comando a Bruno González Cabezón (en quien se cruzan probablemente los generales Aramburu y Onganía) marca un climax que trasciende el tono sarcástico y humorístico de todos los interrogatorios a los diferentes responsables de la situación del país. El ex dictador no solo está sometido al reproche de los vivos sino al de los muertos. El coro de las Furias, bajo la forma de Plañideras Folklóricas, se le aparece por las noches para echarle en cara “la deshonra de las armas” (tópico recurrente en la novela). Con las Plañideras, llegan dos víctimas icónicas: Juan José Valle, cuyo fantasma le muestra el pecho “acribillado de balas”, y Eva, la Desaparecida, exhibiendo junto al clavecín “los jirones de una belleza que su embalsamador había logrado rescatar de la muerte.”

Otro operativo, dominado por la comicidad, remite a un reconocible personaje de actuación prolongada hasta la década siguiente: el ministro de Hacienda Ramiro Salsamendi Leuman (Álvaro Alsogaray). El episodio despliega una elaborada y desopilante parodia religiosa en la que Ramiro I, Pontifex Maximus, es a la vez el oficiante y la víctima de un sacrificio ritual en aras del Patrón Oro, y la Última Cena se celebra con migas de pan y esqueletos de pescado.

También hay alusiones anacrónicas, de muy distinto orden, a la admirada figura del “obispo Frazada” –en clave, Jerónimo Podestá, adalid del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, obispo de Avellaneda entre 1962 y 1967–. Y múltiples guiños a un mundo cultural que surge en esa época y encuentra espacios propicios en los happenings de la Fundación Scorpio (presumiblemente el Instituto Di Tella). No es un circuito donde el poeta Marechal se encuentre cómodo: la flamante vanguardia, con figuras como el Hippie Mayor o el falso Marciano –declara un Samuel Tesler rescatado del manicomio– es un bluff deslizándose en la deriva insignificante del Absurdo, que pronto se convertirá en “un lugar común aburrido”.

Volver al pasado tampoco parece el camino. Sobre el mismo andarivel temporal, el narrador emprende otra “excursión a Saavedra” decepcionante y teñida por la melancolía. El antiguo rancherío entre la ciudad y el campo ahora es un barrio de monoblocs, y uno de ellos se asienta sobre la boca del Infierno. El astrólogo Schultze, su artífice, “ya no figura en este plano del Universo” (Xul Solar había muerto en 1963). En el viejo almacén La Esquina sobreviven el taita Flores y el pesado Rivera, fantasmas de sí mismos en “pretérito pluscuamperfecto”, que siguen ensoñando glorias enmohecidas. El “antiguo coraje porteño” ha virado hacia un modelo de gángster hollywoodense, la Nueva Ola ha sustituido al tango.

Los dos malevos son tan obsoletos como el octogenario estanciero don Martín Igarzábal (otro de los cuestionados por el comando), pero menos culpables. Don Martín ha traicionado la misión fundacional y constructora de su clase patricia. Habita con su valet, el pampa Casino (también traidor, aunque subalterno) en una casa-museo, rodeado por una colección importada de suntuosos objetos muertos.

No es extraño que el Fundador mismo por antonomasia pida cuentas a los argentinos de lo que han hecho con su herencia. Don Juan de Garay, iracundo ante la tergiversación de su obra, irrumpe durante el Asedio al Intendente. A través de Garay también se introduce a Lucía Miranda, legendaria primera cautiva de la crónica La Argentina manuscrita (1612) que se enlaza con Lucía Febrero, cuya libertad definitiva es el objeto último de las dos Batallas.

Este personaje (que viene del “sainete a lo divino” La batalla de José Luna) condensa todo el intrincado simbolismo de la femineidad en la narrativa de Marechal, con resonancias míticas, místicas, cabalísticas, alquímicas, como puerta de acceso a la Unidad divina, más allá de las contradicciones. En el plano histórico y terrestre, Lucía Febrero nos remite a una línea ya secular de figuración alegórica. Emboscada por la lujuria, atrapada en la pugna por el poder, y finalmente sometida al cautiverio, está en los más remotos orígenes de la patria y se replica (o multiplica) en su Historia. Es Lucía Miranda (resignificada por la literatura decimonónica como imagen de la tierra o de la libertad perdidas); es Eva, deseada y ultrajada, cautivada y desaparecida después de muerta; es la Argentina en cadenas.

Vista desde el hoy, en Lucía Febrero late uno de los estremecedores “procronismos” del libro. Serían igualmente cautivas las mujeres en los campos clandestinos de prisioneros durante la última dictadura militar, donde padecieron diversos tipos de violencia, incluida la sexual.

En Megafón o la guerra, Buenos Aires muestra como nunca su condición de centro y de microcosmos, capaz de reunir la pluralidad étnica y cultural del país, el Cielo y el Infierno. Es más: Cielo e Infierno confluyen en un mismo lugar: la última cámara del Château des Fleurs (burdel de lujo, pero que también evoca las “moradas” del castillo interior del alma). Allí Lucía Febrero, sujeta a un pedestal, es al mismo tiempo la más cautiva y la más libre, “como si la integrase una bandada inmensa de palomas en vuelo”. Mientras las batallas terrestres quedan en manos del pueblo, que, como lo anuncia Samuel Tesler, deberá vadear el cataclismo del inmediato porvenir, Megafón –Orfeo o Prajapati, asesinado y descuartizado– ha ganado la Batalla Celeste, ha trascendido el tiempo.

Colofón, o el paraíso

¿Cómo debería vivir un ser humano? ¿Qué vinimos a hacer en esta tierra? Desde su lugar concreto del planeta y de la Historia, Marechal no deja de plantear, una y otra vez, las preguntas universales por el sentido. Ningún orden político sirve si no logra reunirnos con la música primaria de la creación.

Así, El Banquete de Severo Arcángelo imagina a Colofón, último avatar de la humanidad, en un distópico estado de satisfacción material digno del “mundo feliz” de Huxley: “No habrá Colofón que no tenga su departamento de lujo, su automóvil, su refrigeradora eléctrica y su televisor. En su terrible parodia, el Gran Mono curará la sífilis, el cáncer, la tartamudez o la ceguera de Colofón mediante raras y asombrosas penicilinas.”

Este, sin embargo, “vacío de su esencia metafísica”, será un idiota y un esclavo del Gran Mono de Dios. Funcionará como una máquina, se aplicará inyecciones para contrarrestar los efectos de la última radiación nuclear (¿o de la última pandemia?) y su sexualidad solo despertará mediante estímulos electrónicos.

“Mi nombre verdadero es Adán: me diste un Paraíso como habitáculo, y lo convertí en un Infierno; me diste a beber el mejor vino de tus parras y lo convertí en vinagre”, dice Samuel Tesler, filósofo danzante, en Megafón, o la guerra.

Toda la obra del novelista, ensayista, dramaturgo y sobre todo, poeta, que hoy conmemoramos, podría leerse también como el relato de las idas y vueltas de la criatura humana para beber ese vino y reencontrar ese huerto.