El relumbre la acompañaba como a una lámpara gigante de salón otomano, y así se meneaba cual odalisca en la corte imaginaria de un sultán. Aparecía en escena y la gente estallaba en risas solo de verla y a veces antes de verla, porque el suspense de los primeros acordes del espectáculo ya prometía otra noche idéntica a la última. Sostenía el contrato invariable con el público en los términos del exceso. Exceso de carne, gestos, ojos, vestuario del absurdo, lengua aprendida en la academia de las mariconas del antiguo régimen que habían sabido encontrar dicha en la desdicha. Chistes que nunca dejaban de hacer gracia, recogidos entre la avenida Santa Fe, la emboscada en la tetera y el calabozo; unos mohines que evolucionaban entre aquel muchacho doncella que habrá ensayado en la intimidad sus ambiciones artísticas y la transformista generosa que envejece sobre las tablas y ya se conforma con coger “con cualquiera que todavía respire”. Es que como en el clímax de una canción, la Divina Bijou aprendió que la fatalidad funciona como una ley también en el humor. Sacaba provecho de todo aquello que provoca la empatía de los vulnerables: a fin de cuentas vulnerables somos todas y, quizá más que otras, las locas que seguimos su paso por los pubs y teatros porteños hasta el último suspiro. Su sultanato fue el antiguo Teleny, aquel laboratorio genial de la sociabilidad y la identidad gay donde tantos fuimos felices en los años ochenta y noventa, porque nos reconocíamos y arropábamos en nuestra comunidad de parias con conciencia. La revancha que obteníamos en Teleny, ese fabuloso cosmos donde brillaban además la Pedro Cutuli, la Bellísima Soledad, Adolfo Adaro, la Solá, era entonces el sosiego contra la discriminación del afuera, la herida muchas veces autoinfligida, y el maltrato policial. 

Con vocación de enormidad y de joya plebeya, la Bijou había aprendido a draguearse frente al espejo del primer varieté improvisado, sabiendo que lo suyo no era provocar la envidia de un cuerpo escultural, y que su originalidad sería impracticable para quienes quisieran imitarla. Se puede imitar con cierta suerte el desborde gestual, el estudiado ridículo del vestuario o el peinado de Lorena Paola; se puede intentar un estilo de hacer humor que hace de lo bruto un diamante fino, la simpatía chabacana de una tía que tiró la chancleta sin necesidad de viudez, o algunos revoleos de ojos para dar vida de mamaracho a una canción dramática, pero jamás se puede imitar eso todo junto y al mismo tiempo. Con, y por esa razón, La Divina Bijou se plantó en la escena transformista porteña con el extraño privilegio de ser amada, admirada e inolvidable, mensajera de telegramas que nos escribíamos entre las mesas las noches señaladas, especie de chat prehistórico que ella ayudaba a tejer con esa maldad de viejo vizcacha con espaldar de plumas. Sus sentencias eran las que todos queríamos pronunciar pero no nos salían ni con su gracia ni con su velocidad. La Bijou, espejo de nuestros sinsabores y pretensiones: quién no sintió, el fin de semana pasado, que con ella desaparecía no ya solo un artista genial, sino una manera de ser loca en el mundo. 

El domingo se abrió de par en par la ventana de mi cuarto, por ella entró a lo Violeta Parra un querubín rechoncho para anunciarme que Osvaldo Aníbal García, la Divina Bijou, había muerto en el escenario abrazado a la Solá. Se derrumbó con el mismo estrépito que en otro de sus shows. Pero esta vez no era la esposa de un sultán, ni Batman al rescate de sus joyas, ni soplaba un beso a lo Cachita Galán, o sí, pero era el beso del adiós. Era lógico que se fuera así, al cielo donde abundan tantas locas, para acreditar en tiempo y forma que su barroco no era chiste sino estilo.