Nunca quise tener una casa, siempre quise tener un patio. Alguna vez tuve un hogar en donde después de comer arroz con leche, abría la puerta para ir a jugar al patio. Mi territorio embaldosado era inmensamente pequeño, con sombra de toldo y olor a Flit en los veranos y un deseado sol de mediodía durante los inviernos. Allí entraban, únicamente para mí, la pampa con todas sus vacas, un territorio de Apaches, un autódromo con truenos naranjas y un estadio de fútbol narrado por un relator que manipulaba jugadores con forma de botones. 

Entre los objetos que habitaban aquel espacio había claros símbolos de encierro, celdas de barro y alambre para plantas y aves de bellos colores. Lo que más me apenaba de los seres vivos atrapados era su dependencia. Su pasiva espera a ser regados o colmados sus comederos con alpiste era un fiel reflejo del triste destino de aquellos que viven atados a la voluntad de un amo. 

Mucho tiempo antes de que una educación cartesiana me enseñara a subestimar al reino animal y vegetal por su incapacidad de pensar, ya me habían conmovido los helechos quemados por heladas o la muerte de decenas de canarios castigados por una peste de la cual no pudieron escapar a pesar de sus alas. Había aprendido tempranamente que los potus no son adornos ni los perros mascotas. Un jazmín apresado en una lata fue mi planta de naranja lima. 

Mi amigo vivía a la espera de una mejor vida, "alguna vez nos mudaremos a una casa con jardín y lo vamos a trasplantar', era el eterno sueño de mi madre. Para darle un corazón a mi compañero, colocaba entre sus ramas un reloj despertador, su tic tac espantaba los fantasmas del abandono y hacía más fluidas nuestras charlas. En diciembre lo vestíamos de árbol de navidad, el aroma de sus flores nos envolvía cual guirnaldas intangibles. 

Tal vez, crecer, consista en abrir nuevas puertas. No recuerdo haber cerrado ninguna, mucho menos haberle echado llave, tal vez para no darle la espalda al futuro, uno siente que el amor siempre nos espera adelante. En la calle conocí otras prisiones, fui víctima y testigo de barrotes de dinero y poder que limitan y atrofian existencias, confunden ser con tener, desear con poseer, amar con vigilar, contemplar con adquirir.

Cuando pude escaparme de la trampa, encontré mi lugar en el mundo. Lo primero que hice fue honrar al jazmín que secó sus raíces en el balde del olvido, plantando un ejemplar que hoy me supera en altura por varios centímetros, que nada pregunta, sólo me regala cada fin de año, un perfume que guía mi alma de regreso a mi infancia.

Después, poblé el terreno con plantas frutales, rosas y margaritas. Presencié su crecimiento en libertad, nunca los creí de mi propiedad, sólo comparto con ellos la dicha de ser parte de un mundo natural. Calmaron mi fatiga y sed con sombras y frutos. No pienso en las viñas salteñas cuando tomo vino, ni en yuyos cordobeses cuando disfruto de mi amargo, pero antes de saborear cada limonada, licor de mandarinas o dulce de higo, agradezco a la Pachamama y a la sangre de mis amigos.

En mi patio el tiempo se muestra armónico, relojes de madera lo dividen en cuatro con música de Vivaldi. Sobre la horqueta del gran ciruelo descansa un trozo de un viejo espejo, me excuso con la mentira que cumple la función de espantapájaros, en realidad dicho vidrio me recuerda, cada vez que paso cerca, que también soy tiempo y paisaje.

Entre la perfección me deslizo callado, en ocasiones silbo bajito, en otras leo, a veces escribo. Sólo el brutal silencio del invierno me desafía a pronunciar palabras. Si la poesía toda nació para ser leída en voz alta, entonces cubro las ramas desnudas con racimos de versos de Nicolás Guillén, José Pedroni y Jorge Luis Borges. 

Los zorzales, de quienes supe ganarme su confianza con mi andar cansino, se equivocan cuando se compadecen desde lo alto al verme siempre solo, no saben que camino despacio porque voy cargado de recuerdos, ignoran que al contemplar sobre la tarde, paloma y laurel, Los Trovadores me cantan al oído, o que para cultivar la rosa blanca, me asiste José Martí, tampoco se imaginan que puedo abandonar mi cuerpo levitando en un aliento de azahares con estrofas de Rafael Alberti, desconocen que la angustia humana originada en la imposibilidad de volar nos obligó a tejer una cultura capaz de elevarnos del piso y aligerar el peso de vivir sobre la tierra. 

Alguna vez pensé que Japón quedaba lejos. Yupanqui me enseñó a preguntarme a qué le llamaban distancia y cuál es el metro de la nostalgia. Del cerezo que vive conmigo podría escribir su nombre científico, características propias de la especie o adjetivar su floración, pero la magia que me une a este árbol vive en un bello poema en dónde Héctor Chavero agita dos fantasmas habitantes del camino, la distancia y el olvido:

"Sé que te recordaré más allá de lo infinito

Nuestro andar bajo la lluvia platicando como niños

O adorando tu pureza, con sueños y cantos míos

Pero por más que callemos, y aunque sintamos lo mismo

Cuando la última flor del cerezo haya caído

Amiga yo estaré lejos, muy lejos por el camino".

Muchos creen que estoy perdiendo la cordura, comentarios que no me preocupan, más bien me alegran, otros dicen que es producto de mi ironía, dichos que cuestiono por carecer de la inteligencia suficiente para desplegar dicho arte, mientras que algunos pocos piensan, acercándose a la verdad, que es una forma más de alejarme del progreso, de mi miedo a fundirme con el plástico, lo que me lleva a declarar mi dirección exacta cada vez que me la solicitan: "Vivo en la periferia, en un patio grande, al lado de una casa".

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