Dos puntos permiten ya definir una trayectoria. La imagen es aplicable a las dos novelas publicadas hasta ahora por Alejandro Hugolini (Rosario, 1965). "Publicada" no es aún el caso de la segunda: La montaña y la noche saldrá de imprenta en unos días por el sello rosarino Casagrande. Otro sello local, Baltasara, le editó Llueve sobre los rieles (2014).

La imaginaria línea que une los dos libros articula una mirada sobre ciertos hombres inverosímiles, famosos en su tiempo y hoy olvidados, archivados en el lado B de la historia argentina del siglo XX. En el primero, novela histórica, un personaje de ficción apodado "El Mago" era una libre reconstrucción del ingeniero entrerriano Juan Baigorri, inventor de una máquina de hacer llover. El segundo libro se deja leer como ficción pero fue escrito como memoir, o crónica autobiográfica (ilustrada con mapas del terreno) de hechos del pasado. Esta escritura, que aúna cierto rigor fáctico en el contenido de no ficción con un relato de cuidada prosa exquisita, lo sitúa a Hugolini en una tradición de "novelas de aventuras" de autores literarios como Defoe o Stevenson. En cuanto a los procedimientos de producción (el uso de grabaciones, el hablar con testigos), evocan la crónica literaria inaugurada en Argentina por Rodolfo Walsh; con la diferencia de que Hugolini no se mete con la gran historia sino que aborda temas menores, marginales, y se permite giros fantásticos por donde el realismo abre líneas de fuga a la imaginación. 

Sus dos libros encaran zonas de la realidad que parecen ciencia ficción, explorando el mundo representado del realismo a través de sus fisuras, quiebres e incertidumbres. El segundo libro redobla la apuesta al situar un yo autoral en la escena: un yo cargado de memorias, afectos y olvidos. Hay, al comienzo, un misterio a resolver: un avistamiento OVNI que deja un rastro de pastos quemados. Las preguntas no se responden más que con enigma y silencio. El autor lleva al lector de la mano por un sinuoso camino donde la búsqueda de verdad se resuelve en encuentro con la belleza y con su impermanencia.

La montaña y la noche desarrolla varias líneas argumentales. Una es una expedición en 1995 a las sierras cordobesas. Esta fue reconstruida por el autor y co-protagonista a partir de documentos grabados y mapas a mano alzada de Claudio Miletti, el otro expedicionario. Otra es la noticia del avistamiento y otra más consiste en la extraña y trágica vida de Ángel Cristo Acoglanis, que a Hugolini le llega a través de testimonios de un hijo suyo, un periodista rosarino ya fallecido. Acoglanis dirigía ceremonias en un idioma desconocido, oficiaba como sanador y decía haber traspasado el portal de Erks, la ciudad intraterrena presuntamente situada en Capilla del Monte. Alejandro y Carlos, munidos de provisiones y recaudos como buenos exploradores en una novela de Julio Verne, caminan sobre los pasos de ese increíble personaje y sobre huellas anteriores: las de diaguitas, calchaquíes y cronistas de Indias españoles que narran el genocidio. Los comechingones dejan tras de sí un objeto sagrado que Acoglanis recupera y exhibe.

En todas las épocas aparecen unas luces en el cielo. Las ve el cronista español y muy culposo supone que son las almas de los lugareños muertos; las vieron Acoglanis y sus acólitos, las verán Alejandro y Carlos. El suelo acumula ruinas de todos esos estratos del tiempo. Es como si la narración, en vez de recorrer la superficie, excavara descubriendo capas y más capas del pasado de un lugar. Lo maravilloso acude puntual a la cita. Y es creíble porque no pretende convencer de nada, sólo comunicar experiencia y asombro. La verdad no es del objeto sino del sujeto: la mirada se desvía de la pregunta por el qué hay ahí y se vuelve hacia quién está ahí, en ese presente frágil pero eterno a su modo. 

La montaña y la noche se deja leer como una de aquellas obras de la literatura que la industria cultural le dio a leer a la generación de Hugolini bajo el humilde rótulo de biblioteca juvenil, aunque era gran novela moderna. Y que no sólo inspiraron escritura sino aventuras de verdad, historias de vida donde se ponía el cuerpo. En un momento del relato es tan novelesco lo que el autor está viviendo, que saca un pedazo de ladrillo de una ruina y lo carga en su mochila, como para tener una prueba: "Mi ladrillo, en un estante, me recordaría que una vez había vencido la inercia, había dejado de proyectar y había vivido".

El pudor del autor lo vuelve reticente a hablar del trasfondo personal en el texto, donde sí se explaya en una lista de influencias literarias juveniles que por lo visto calaron hondo: Julio Verne, Edgar Allan Poe... El fechado se limita a una sutil referencia histórica (al Subcomandante Marcos). Fue a través de una comunicación personal con la cronista que el autor confirmó que el viaje fue, en efecto, en 1995. "Poco después, Claudio y yo nos distanciamos por 22 años", apuntaba Alejandro el jueves en una breve entrevista por Whatsapp. "La escritura me lo devolvió. Y él dibujó los mapas a pedido mío. Siempre los hacía. Recuperé un hermano. Cuando volvimos a encontrarnos me relató algunas cosas que yo no recordaba. Cosas que yo había dicho. ¡Y él tenía grabaciones y me las mandó! Allí estaba yo, mi voz, diciendo eso que aún no recuerdo. Pero es cierto".