"La satisfacción del sujeto encuentra cómo realizarse en la satisfacción de cada uno, es decir, de todos aquellos con los que se asocia en la realización de una obra humana” . (Jacques Lacan)

La irrupción de la pandemia suscitada por el brote de la Covid-19 ha trastocado la vida de cientos de millones de personas a lo largo y ancho del planeta. Nadie tiene coronita con este virus que obliga al confinamiento o distanciamiento de los cuerpos cualquiera sea su edad, raza o clase social. Es así que por primera vez en la historia, la Humanidad --como un solo sujeto-- se enfrenta a sus límites, allí donde no hay tiempo ni espacio para entretenerse con tonterías, por más cacerolas se pretendan hacer sonar contra el “comunismo” que la salud de los cuerpos impone de hecho. Es que el actual encierro entre las cuatro paredes de un hogar traduce el fracaso de un sistema económico, político y social incapaz de dotar al planeta de las condiciones mínimas de sustentabilidad.

Se abre así una encrucijada después de la cual ya nada será igual. Es cierto que siempre puede haber algo peor, pero también que el futuro depende de todos aquellos que aún respiramos entre las cuatro paredes de este mundo: de lo que hagamos y luchemos, pero sobre todo de los valores en los que depositemos nuestra confianza y buena fe para dejar de ser meros consumidores. De alguna manera, los argentinos --con un gran costo--fuimos testigos del fracaso de una subjetividad que hoy el coronavirus transparenta y de la cual queda un resto que se nutre en el odio constipado de su desvarío: el Hombre Empresa (subrayo lo de Hombre).

El Hombre Empresa se extiende más allá del ámbito específico de las corporaciones, su figura supone una manera de pensar, entender e interpretar la realidad. Se hace sentir en el seno de la familia, la ronda de amigos, la justicia, la educación, la cultura, la cabina del taxi, la pantalla de televisión, el kiosco o las redes sociales. El Hombre Empresa está en el discurso. Su manera de hacerse oír es la sonrisa cínica propia del descreído, del que va a los bifes, el que desprecia los emblemas, vacía los símbolos de contenido, desoye el legado de la historia y se maneja con los resultados, los números, las estadísticas, el cálculo, si bien todo sazonado con algún toque de autoayuda cool. Una ingeniería discursiva fabricada en base a supuestos a los que se le otorgaba el valor de verdades reveladas con el solo fin de justificar que “aunque duela, ésta es la realidad y entonces no queda otra que...”, léase: descartar personas bajo el expediente de bajar los salarios, poner racionalidad, meritocracia, y por supuesto, en los tiempos que corren: levantar la cuarentena y a otra cosa.

En otros tiempos el hombre empresa se creía buen tipo, hablaba de “los pobres” como una raza subhumana a la que convenía ayudar para que todo siga igual. Incluso lograba mostrarse valiente, en las cenas de amigos se animaba a decir: “es que para reducir el gasto de las jubilaciones hay que tener unos huevos así”, y hacía el gesto del tamaño de unos bravos testículos sobre el plato de gambas, pechuga o lomo que acababan de servirle. No más lejos llegaba su manejo de la metáfora, por eso para el hombre empresa el arte se reduce al cartón pintado de lo instituido, allí donde la sensibilidad renuncia al riesgo de la novedad. Así también las quejas de su mujer no hacen más que encarnarle esa insatisfacción que le corroe las tripas de un resentimiento que hoy ya no puede disimular.

Es que el Hombre Empresa no tolera el conflicto como motor de la vida. Por eso cacerolea por una República hueca, una libertad que no va más allá de elegir marca de auto y una justicia instrumentada para que todo siga igual o peor. Su odio testimonia el sin salida de una subjetividad dañina. Hoy el hombre empresa tiene los huevos fritos. “El mejor equipo de los cincuenta años” demostró no ser más una mafia ruin y depredadora. Los números y datos “concretos” que tanto reivindicaba le dieron la espalda. La burbuja que sus cálculos inflaba --con el solo resultado de una pavorosa desigualdad-- ha estallado para hacerle saber que un simple virus gripal reveló el comunismo de los cuerpos del que su salud (¡su propia salud!) siempre dependió.

Lo que inventemos, lo que ensayemos, el esfuerzo que pongamos para que el desenlace de esta dura experiencia alumbre algo mejor de lo que teníamos, debe forjar una subjetividad menos vulnerable al fetichismo de las leyes del mercado y más proclive a la satisfacción que brinda la solidaridad, la creatividad y esa eficiencia a la que sólo se arriba con el esfuerzo compartido

Sergio Zabalza es psicoanalista.