Un humo espeso aplastaba la ciudad. El sol se adivinaba alto y tibio sobre las islas. Apuré el paso. Mis lentes comenzaron a empañarse y me bajé ligeramente el tapaboca.

Era mi primera salida, después de tres meses de obediente aislamiento social. A la hora asignada por el turno dado por teléfono y sorprendida por mi inusual puntualidad, me encontré con mi amiga en la puerta de uno de los bares icónicos de la ciudad. Nos saludamos con un toque de codos, en reemplazo de vedados besos y abrazos. Halagamos nuestros barbijos: el de diseño Versache de Nora y el mío, rojo con lunares blancos. Ambos en perfecto composé con la ropa, elegida la noche anterior.

Al entrar, un muchacho nos apuntó con un termómetro y nos indicó que deberíamos pasar por una cabina donde seríamos rociadas con alcohol. Con los ojos cerrados, sentí mi cara humedeciéndose bajo el olor característico. Temí por mi maquillaje, hasta rimmel me había puesto. Nos señalaron nuestra mesa, al lado de una de las ventanas. Nos sacamos los barbijos, controlamos que nos veíamos bien tras la lluvia de alcohol y nos reímos: sentí que al fin me relajaba. Miramos el río: una franja fina se plateaba con el sol que comenzaba a iluminar nuestra cita.

Consultamos la carta. Decidimos compartir el plato del día. Los kilos se habían acumulado sin permiso durante el aislamiento y era tiempo de volver a tener el control. Nora pidió una lagger y yo una sidra artesanal.

Mientras esperábamos las crepes de espinaca a la crema, asaltamos primero los grisines y, cuando se terminaron, el pan negro y después el blanco, hasta las migas sobre la servilleta de papel. Brindamos por el encuentro, por el cumpleaños pasado de Nora, por la vida. Hablando y bebiendo, unas burbujas de uno de los sorbos de sidra desviaron su trayecto y llegaron a mis fosas nasales. En un acto reflejo, millones de gotas de saliva se lanzaron a más de ciento sesenta kilómetros por hora en un abanico que cubrió parte de la mesa y todo lo que me rodeaba a mi derecha, hacia donde, instintivamente, había girado.

Enseguida tapé con mis manos la fuente del vendaval, pero continuaba con los estornudos: lo único que se escuchaba después que el silencio tapara choques de tazas, tintineos de cubiertos y conversaciones de clientes.

Antes de cerrar los ojos por mi último estornudo –creo que en total fueron cuatro-, vi que un mozo corría hacia mí con el rostro cubierto por una pantalla plástica y armado con un aerosol de alcohol en una mano y una valerina en la otra.

Cuando la seguidilla se detuvo, mi amiga, que se secaba la frente con fricción, me ofreció el paquete de pañuelos. Sin previo aviso, el mozo me roció y los ojos se me incendiaron. Ya solo pude oír: gritos, epítetos irreproducibles; una mujer gritó que me sacaran del lugar.

“Señora, tengo que llamar al ministerio de salud, es por el protocolo”, le escuché decir a quien se dio a conocer como el encargado del lugar.

Yo seguía sin poder abrir los ojos, que ya me lloraban por la mezcla de alcohol y rimmel. Las lágrimas se acumularon nuevamente y el quinto estornudo bañó al encargado. Escuché nuevos insultos y corridas hacia la puerta. Nora buscó en mi cartera y me colocó el barbijo. Yo sentía que mis ojos me quemaban. Mi amiga, el mozo y el encargado me decían que me calmara, pero eran los otros que estaban locos.

Cuando se escuchó la sirena de la ambulancia, el sitio era un caos. Para entonces ya pude abrir los ojos y verlo: sillas tiradas en el piso, ojos acusatorios, asomados por encima de los barbijos, trepanándome.

Se me acercaron dos hombres, enfundados en mamelucos blancos, con sus rostros protegidos y con las manos enguantadas. Uno controló mi temperatura apuntándome con el termómetro-pistola, que pasó por mis párpados, que ardían.

“Treinta y ocho. Todos afuera. Va hisopado”.

Me cubrieron con una pantalla y debí caminar entre ambos, hasta la ambulancia.

Lo último que escuché fue a Nora, gritando que me quedara tranquila, que avisaría a mi marido.