Difícil olvidar el acto por el Bicentenario de la Independencia de 2016, en Tucumán, cuando el entonces presidente Macri dijo “deberían tener angustia de tomar la decisión, querido rey, de separarse de España”. Se ha hablado mucho de eso, de la voluntad de ser libres que ese presidente nunca entendió. Pero había otra angustia que sí sentían los congresales en julio de 1816: la revolución iniciada en 1810 empezaba a convertirse en una amenaza a todo el orden establecido, los sectores populares estaban dispuestos a ir por todo y las elites estaban realmente asustadas. Una vez lanzada la revolución querían, con urgencia, empezar a construir el nuevo orden. ¿Pero cuál? En ese tema había de todo menos consenso.

José Gervasio Artigas estaba liderando la Liga de los Pueblos Libres que abarcaba las provincias de la Banda Oriental, Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes, Córdoba y los pueblos de las misiones. Desde esa poderosa agrupación ya habían declarado la independencia y ofrecían una alternativa de organización sumamente democrática y popular. Desde 1810, tal vez desde antes, era claramente apreciable una crisis de autoridad, una insubordinación generalizada que hizo cundir el pánico entre las elites.

Por eso conviene prestar atención al manifiesto- citado por el historiador Raúl Fradkin- que el propio Congreso emitió el 1º de agosto: “el estado revolucionario no puede ser el estado permanente de la sociedad” y proclamaba: “Fin a la revolución, principio al orden”. La independencia debía poner fin a la revolución.

Muchos de estos “angustiados” empezaron a propiciar una invasión portuguesa al Río de la Plata. Los motivos los expresó con claridad Nicolás de Herrera: la revolución había dividido “a los blancos” y ambos bandos cometieron el error de acostumbrar “al indio, al negro, al mulato a maltratar a sus amos y patronos” para enfrentar a sus oponentes; pero habían escapado a su control y “el odio del populacho y la canalla” se desplegaba contra todos los “superiores”. Los criollos cometieron la “imprudencia” de difundir “las doctrinas pestilentes de los filósofos”. Y lo más temido: “El dogma de la igualdad agita a la multitud contra todo gobierno, y ha establecido una guerra entre el pobre y el rico, el amo y el Señor, el que manda y el que obedece”.

Se había despertado un monstruo. Ese era el mayor dilema de la dirigencia revolucionaria: sin ellos no podían ganar la guerra pero temían que esa movilización amenazara el orden social. Los efectos fueron múltiples pero podemos subrayar uno: la “insolencia”, “altanería”, “insubordinación” y “desobediencia” de los sujetos populares, para decirlo con el lenguaje de las elites, eran actitudes que expresaban la intensa politización de la vida popular y la “igualdad”, un componente central del discurso revolucionario, se convirtió en herramienta de impugnación de las jerarquías heredadas. Por todo el territorio pasaba lo mismo, las disputas políticas adquirieron perfiles y contenidos diferentes de acuerdo a las tensiones sociales y raciales que en cada una imperaban y que la crisis revolucionaria había politizado. Lo expresaban, por ejemplo, las denuncias de las autoridades de Corrientes: los indios y campesinos sublevados ya no distinguían entre “europeos” y “patricios” y, como estaba sucediendo en todo el Litoral, sus acciones amenazaban a los grupos propietarios y en ocasiones “a todos los blancos”.

Y de estas tensiones se hace cargo Artigas cuando redacta el reglamento para el fomento de la ganadería y redistribución de las tierras en 1815: las tierras a distribuir serían las que pertenecían a “los malos europeos y peores americanos”; los beneficiados deberían ser “los más infelices”, es decir, “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres”.

El Litoral rioplatense estaba siendo testigo de un fenómeno político y social que no se puede entender sin considerar el protagonismo indígena y la alianza de los pueblos misioneros con Artigas. En el área misionera el antagonismo entre “americanos” y “europeos”, y entre federales y centralistas, se transformó en una confrontación social e interétnica, creando las condiciones para que se produjera una revolución muy diferente. Un levantamiento que amenazaba con “pasar a cuchillo a todo blanco”. 

Esa insurrección no solo expandió la influencia de Artigas por todo el Llitoral, significó una revolución en el gobierno de los pueblos y dio lugar al intento de reconstruir la antigua provincia jesuita pero sin jesuitas ni dependencia de España, Portugal, Asunción o Buenos Aires y bajo la conducción indígena. Teniendo estos datos en cuenta, y el absoluto rechazo en Europa, después de la caída de Napoleón, a toda forma republicana de gobierno, se entiende mejor la propuesta de Belgrano de establecer una monarquía constitucional inca. La declaración se distribuyó entre los pueblos en castellano, quechua y aymara.

No se pudo establecer la forma de gobierno, ni se logró la unidad nacional, ni un gobierno central. Vinieron por delante varias décadas de guerras civiles para dirimir en qué consistía el proyecto de esta Nación. El 9 de julio de 1816 se declaró la independencia y ese fue el gran y único logro de ese famoso Congreso. No es poco. Muchos otros temas todavía se están discutiendo.