Amor de gata 7 puntos
Nakitai watashi wa neko wo kaburu; Japón, 2020.
Dirección: Junichi Sato y Tomotaka Shibayama.
Guion: Mari Okada.
Duración: 104 minutos.
Voces: Shida Mirai, Natsuki Hanae, Susumu Chiba, Ayako Kawasumi.
Estreno en Netflix.
Fundado en 2011, Studio Colorido no tiene ni la historia ni la trayectoria de Studio Ghibli –tampoco, a la fecha, un autor de la jerarquía de Hayao Miyazaki–, pero con cinco largometrajes producidos en una década y varios proyectos en carpeta ha logrado convertirse en una de las casas de animación japonesas más destacadas. Distribuida globalmente por Netflix, Amor de gata es un perfecto ejemplar de animé mainstream familiar, con las virtudes y también sus limitaciones a flor de piel. En su historia de metejones adolescentes, tristezas familiares y animismo transformado en fantasía, el largometraje dirigido por Junichi Sato y Tomotaka Shibayama le debe bastante al cine de Miyakazi (de hecho, el título internacional en inglés, A Whisker Away, juega literalmente con Spirited Away, el título anglosajón de El viaje de Chihiro). Pero aquí no hay una niña perdida en un mundo invisible para la mayoría, sino una chica profundamente enamorada de un compañero de escuela y una máscara mágica que logra convertirla –en principio, a demanda– en una pequeña gata blanca y de ojos tan azules como el cielo.
Miyo es “intensa”, por decirlo con un amable eufemismo. Desde muy chica los sentimientos de soledad y abandono la transformaron en una bola de nervios y excentricidad y sólo la amistad con su compañera Kaoru –la única que parece comprenderla– ha logrado salvarla de ser una auténtica paria. Amor de gata encuentra a Miyo en plena convivencia con el padre y la madrastra, su madre biológica intentando un nuevo acercamiento luego de haber escapado por completo de su vida años atrás. El guion de Mari Okada logra un preciso equilibrio entre esos temas complejos y delicados y la estructura de una película necesariamente ATP, diferencia radical con el grueso de la producción animada de gran presupuesto, usualmente inclinada hacia el lado más “infantilizado” de las emociones.
En la escuela, la protagonista corre como loca hacia el encuentro de Hinode, pero en lugar de intentar un saludo tradicional el choque de su trasero con la espalda del joven provoca un escándalo sin gracia alguna. El muchacho, desde luego, no quiere saber nada con los avances de su peculiar compañera, punto de partida para el núcleo fantástico: luego de adquirir la mentada máscara gracias a los favores de un enorme gato antropomorfizado –en lo que luego se verá hay algo de pacto faustiano– Miyo descubre que la única manera de pasar los días y las noches entre los brazos de su amado es adoptar la forma de una gata común y silvestre. ¿O acaso hay algo mejor que olvidar las complejidades de la vida humana, en particular cuando la adultez está a la vuelta de la esquina, y disfrutar de las infinitas caricias de un amo? El riesgo, desde luego, es olvidar quién se es en realidad, dejando definitivamente atrás la posibilidad del cruce de un estado a otro para terminar asimilando por completo la condición gatuna.
Amor de gata sostiene esos elementos con sutileza y un tono usualmente reposado, pero el último tramo desemboca en la fantasía total, con una Isla de Gatos flotante que sólo puede ser vista por los felinos y la “gente gato”, ámbito para la aventura e incluso alguna instancia de acción. La película pierde allí algo de su originalidad y gracia, aunque el planteo les permite a los dibujantes y animadores afinar la imaginación a la hora de inventar un mundo tan extraordinario como posible, merced a las bondades de la animación. Además de crear a un grupo de personajes secundarios –seres híbridos con forma gatuna que están a punto de abandonar por completo sus recuerdos humanos– dispuestos a defender, como auténticos mosqueteros, el derecho de la gatita titular a regresar a su estado natural.