Uno.

Cierro los ojos. Tórnanse berenjenas. Camino cuesta abajo. Pero, ¿por qué no escondo las pisadas? Tuerzo por una calle lateral. Después de muchas vueltas me encuentro de nuevo ante las puertas de aquel bar donde los fantasmas hablan fuerte y beben de mi copa. No sé si son los mismos de siempre. No los distingo porque usan barbijos de animal print, de catrinas, de Pink Floyd. Son tres. Están los tres. Es una hora muy avanzada de la noche, todo está por cerrar pero abro los ojos. Tórnanse berenjenas abiertas. Una anciana dice, “No, gracias.” Es mi abuela. Me sorprende verla en el bar pero no me detengo. Otra cosa. Estoy buscando otra cosa, aunque duerma de costado.

Dos.

Vero Bejarán. Parece que llegó del sur hace unos días. Me deja sobre la barra del bar un paquete pequeño y descuidado que envuelve un objeto punzante. Inmediatamente me doy cuenta de que es el mismo con el que mataron a uno de los muchachos. Al otro lo mataron de otro modo. Antes de despertarme sabía muy bien cómo, pero ahora no lo recuerdo. Será difícil el trabajo. Todavía estoy a tiempo. Me doy cuenta de que los puentes que extiendo desde el sótano hasta el bar, dejan pasmados a los sutiles vigilantes de la verdad y el orden narrativo. Abro la lata de picadillo y unto a Pandora a lo largo y lo ancho de la tostada. Muerdo suavemente al principio. No se queja. Aumento la voracidad. Qué es violencia y qué es pasión. Putas mentales, las dos. Mariconas poéticas. La vida llegará mañana, llegará, llegará, llegará, pero la vida es ahora, dicen las berenjenas abiertas de la cumbia santafesina.

Tres.

Voy a lo de Pichi Fábrega. Está muy ocupado. Habla por teléfono. En la casona de calle Garibaldi hay un enorme pozo abierto. Una especie de sótano pero con otro uso, no es como el mío. Yo creo que es un peligro, sin embargo, todos actúan con naturalidad. Puesto que Pichi está ocupado les cuento mis intenciones a los muchachos. Quiero presentar esa prueba, ese punzón enorme y asesino. Y ellos me preguntan, ¿querés jugar por izquierda o por derecha? ¿Para qué me hacen esa pregunta? Es imposible que pueda responder con todo lo que se agita en mi cabeza. Yo creo que se trata de justicia. Pichi sigue hablando por teléfono. María Rosa a su lado, atenta. No puedo distraerla. Tenemos que salir. Yo me preocupo por el pozo abierto, entonces, hacen algo que por lo visto es su sistema de seguridad: ponen sillas alrededor. Una perfecta y frágil barricada.

Cuatro.

Todavía estoy a tiempo de darme cuenta de que mastico la tostada de otra manera. Pandora se deja untar otra vez, no le teme al cuchillo. Cualquiera podría pensar que es un mero picadillo inanimado, una metamorfosis de frigorífico, pero ella habla con los fantasmas. Apoya lo que se puede decir sobre las carpetitas tejidas con lo que no se puede decir. Res non verba. La veo bien. Ellos la aman.

Fede, que ahora está conmigo, sube al auto, también. A Pichi le queda fenómeno semejante máquina porque él es grandote. No sé si está hablando con la gente del puerto, o con quien, pero todavía no pude decirle una palabra acerca de la prueba que tengo conmigo. Necesito hablar con él antes de ir a la policía, porque además, no sé bien el nombre del muchacho muerto, no tengo mayores datos. Me parece que debo informarme mejor.

Cinco.

Estaciona. Siempre lo mismo. Tiene una suerte bárbara para encontrar lugar en pleno centro. Cuando bajamos, nos encontramos con mi mamá y la abuela Margarita. Vienen del cementerio. Es una mañana muy soleada, algo fresca. Caminamos juntos unos pasos, por las veredas tan estrechas y luego mi mamá y la abuela siguen, cada cual, su camino. Aguardo que Pichi deje de hablar por teléfono. Le comento a María Rosa que tengo la prueba del crimen del muchacho. Pichi me escucha, corta la llamada y me pregunta: "¿Querés jugar por izquierda o por derecha?”

Seis.

La veo bien. Pandora está donde empezó. En la punta del cuchillo y con el miedo de oreja a oreja. Me habla con un gesto de cosa futura. Es una esperanza existiendo por impulsos de vida que no llega a ser vida. Un estar más psicológico que biológico. Es mi Gregoria Samsa con una cajita llena de puteríos. Un picadillo de carne marca Swift. Será necesario un martillo que la parta en mil pedazos y toda su sensiblería de cucaracha le bullirá en la cabeza, y se enviará señales a sí misma a través del tranvía cósmico; respirará las bisectrices bohemias mientras suba las escaleras del infierno, dignamente, de dos en dos. La veo bien. Subirá sin barbijo pero con los tres fantasmas.

Siete.

Llegamos a lo que fue la escena del crimen. Nos reunimos con gente del lugar. Incluso algunos amigos del muchacho muerto. Ella tiene la prueba, dice Pichi, señalándome con un gesto. Se la entregó… espero que no diga que me la dio Vero Bejarán, porque no quisiera involucrarla en todo esto. Por suerte no sigue la frase. Yo busco en los bolsillos, no encuentro el punzón. Un agite importante viene del patio de atrás. Uno de los hombres que habla con Pichi sale para calmar el alboroto. El otro nos acompaña. Creo que es un instituto de menores. Todos actúan con naturalidad. Todos saben y a mí me da vergüenza no saber, así que actúo como si supiera.

Ocho.

Me despierto. La llamo por teléfono a mi mamá. Ya hizo su caminata. Fede duerme porque hace mucho frío y hoy no trabaja. Abro Facebook y compruebo que Vero sigue en el sur. Le envío un mensaje a María Rosa. Unto la mermelada en la rebanada de pan. Pandora guarda el punzón en su cajita llena de puteríos. Dice: ahora sí, y los fantasmas se sacan los barbijos. Creo que esta noche, en los sueños, no habrá crimen, habrá amor.

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