Julio Maier se graduó en su Córdoba, se perfeccionó en Alemania. Trabajó como abogado y como juez. Fue una de las mayores autoridades en Derecho Procesal Penal con una trayectoria académica brillante. Un maestro del Derecho en su formato más refinado y complejo, un divulgador lujoso.

Escribió tratados para una élite académica, textos para alumnos con ansia de saber. Pobló los medios, este diario en particular, de intervenciones sobre la realidad política. Le tocó, siendo cabeza del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma, presidir la Sala Juzgadora de la Legislatura durante la sustanciación del juicio político contra el ex jefe de gobierno Aníbal Ibarra. Actuaba onda juez de garantías: no le cabía sentenciar sino manejar (atemperar) un debate imposible. Lo consiguió a su manera: con galanura, buen talante y sentido del deber. Escribió un libro al respecto, transmitiendo vivencias y perplejidades.
Amó el Derecho Penal y fue por lo tanto un crítico de las prácticas tribunalicias. Dejó comentarios ora ácidos, ora regocijantes sobre el formalismo, el lenguaje incomprensible, el papeleo, el vicio de llamar “causa” a un expediente rebosante de trámites absurdos.

Conocía como nadie “su” especialidad. Como era sabio, la trascendía.

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Cordobés afincado en Buenos Aires, siempre renegó de los hábitos de la metrópolis. Emocional y cálido morigeró el federalismo: supo ser generoso con unos cuantos porteños. Cultivaba, en sentido estricto, la amistad con calidez y una dosis notable de ternura.

Lector omnívoro, comentarista asiduo de lo que pasaba por sus ojos, el jurista también tomó clases de quena, de charango y bombo hasta donde sabe este cronista. Un recuerdo me asalta: cuando fue a un programa de radio que yo conducía en Radio Nacional. Terminábamos cantando “una que sepamos todos”. Llegó bombo en ristre con su profesor y tocó música al aire. Le brillaban los ojos claros, tamañamente expresivos, parecía un pibe. Tenía onda 68 años, por entonces. Falleció este14 de julio cuando estaba por cumplir 81.

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Abogados hay montones, los juristas de verdad se cuentan con los dedos de la mano. Un jurista penal “necesita” saber filosófico. Cuentan que dominar el alemán y haber estudiado en esos lares ayuda o es imprescindible.

Una confusión tremenda, a menudo cruel. aqueja a personas profanas y (ay) a abogados o jueces. El Derecho Penal no es (no debe ser) el conjunto de herramientas para castigar a personas que delinquen, imponerles condenas, castigarlos con severidad. Esa es una derivación posible, en algunas circunstancias con el resguardo de la presunción de inocencia. Pero lo esencial, lo fundante, es preservar a los ciudadanos del abuso de poder estatal y de la tentación de la vendetta. Los interrogantes que busca dilucidar son análogos a algunos que brotan en época de pandemia y cuarentena. ¿En qué condiciones y con qué requisitos se puede privar a individuos de sus derechos constitucionales? ¿Encerrarlos? ¿Privarlos del contacto con seres queridos? ¿Inhabilitarlos (en mortificante mayoría de los casos) para reinsertarse con alguna perspectiva de vida dichosa? ¿O así, más no sea, de conseguir un laburo pasable?
Un juez, caramba, no es un intermediario entre la gente y el verdugo sino un custodio de garantías. En condiciones extremas esa debe ser la primera respuesta. Suena exótica en un país cuyo juez más ensalzado por los medios dominantes, tutelado por la Corte Suprema y por académicos de variados pelajes ideológicos, fue un prepotente que mató a dos personas en la calle disparando con destreza de experto.

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Este cronista lo conoció gracias a los buenos oficios de otro hombre de derecho fallecido, el ex procurador general Esteban Righi. Compartieron almuerzos, tertulias interminables.

El periodista abogado lo usó como consejero recibiendo lecciones y alabanzas. Un intercambio superavitario para quien les habla porque ese tipo sabía querer y compartir.

La semblanza de cualquier argentino obliga a agregar de quién era hincha. De River, seguidor y fiel.

Peregrinaba por peñas folklóricas, con su esposa y quien quisiera hacerle gamba. Cuentan que bailaba de lo lindo. Religiosamente viajaba a Tilcara para los carnavales, a otros parajes de la Argentina donde se cultivara la música nacional, se cocinara buen locro y empanadas dignas de tal nombre.

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En sus últimos años se comprometió hasta el tuétano contra las persecuciones judiciales, se embanderó como adalid en la defensa pública de Milagro Sala, víctima del gobernador carcelero Gerardo Morales.

Lo conmovían todas las víctimas, las de los delitos y las de la barbarie estatal. En tiempos recientes llegó a escribir que abjuraba del Derecho, que no creía más en su ejercicio. Perdoname que te contradiga, Julio querido y admirado. Siempre creíste en el ideal, en la lucha por la justicia, en la sutileza de las leyes y en la necesidad de los Códigos.

Te asquearon las mentiras, las ruindades, las privaciones de justicia, la soberbia de los decisores.

Erudito, estudioso, académico, amante de la buena mesa, de la música criolla, hincha pasional de su club, amigo querendón de sus amigos. Fue un hombre de ley, un tipo entrañable que enseñó mucho, un sabio sonriente y socarrón, un predicador en varios formatos. Se lo extrañará, se abraza a su familia y a sus seres queridos.

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