En un rincón soleado del barrio rosarino de Las Heras, alrededor de la plaza José Hernández, al oeste del ex Regimiento 11 (luego Batallón de Comunicaciones 121) y tres cuadras al sur de la avenida Uriburu, transcurrieron la niñez y la adolescencia del pintor, arquitecto y narrador Lázaro Diacovich (Rosario, 1978). Y también las adolescencias que narra en su segunda novela, ambientada en las dos últimas décadas del siglo pasado, donde aborda desde una vertiginosa ficción el problema de la violencia urbana y sus vinculaciones con el narcotráfico al menudeo. Alita, la reina de zona sur (Ediciones Del Revés, 2020) entrama memoria vivida, acción, personajes creíbles y cierto imaginario cinematográfico contemporáneo entre el thriller y la comedia negra, en un trágico "tejido" (como le gusta decir a su autor, quien cultiva el arte textil, el objeto y la pintura) de afectos intensos con que elaborar el trauma social de una realidad local vulnerada.
Es que había una vez un proyecto de viviendas para una clase media sin agobios ni pretensiones, casi un sereno pueblito donde todos se conocían con todos desde tres generaciones por lo menos, que se volvió "inseguro" cuando "entró la droga" a Rosario. La comunidad de vecinos empezó a poner en circulación relatos diversos, míticos o al menos dudosos, como el de los choritos que asaltan desde la rama del pino, y también a reforzar la construcción de un "otro" peligroso, venido desde "los otros edificios", es decir el proyecto de viviendas populares del Fondo Nacional de la Vivienda (Fonavi) de Abanderado Grandoli. La muerte sangrienta con móvil de robo se cobró sus víctimas, la noche se volvió el territorio de malandrines y búhos; la tranquila plaza se vistió de luto.
"Alita de mosca" es un tipo de cocaína, llamada así por las escamas translúcidas que forman parte de su composición. Es también el apodo y más que un apodo, el doble oscuro o una de las personalidades o almas de una madre adolescente llamada Giselle. Alita/Giselle, mujer de dos almas al igual que el otro personaje fememino de la historia (Lali/Sol) cumple en la novela una función estructural parecida a la que Fredric Jameson le adjudica al detective en las novelas policiales de Raymond Chandler: la de enlazar mundos socioculturales dispares entre sí, en una sociedad fracturada y no inclusiva, donde los pobres son invisibilizados e irrumpen en lo urbano con el rostro del crimen.
Pero a diferencia del detective de la novela negra del siglo XX, aquel quijotesco vector nómade que no se casaba con nadie, Alita tiene sus lealtades y su pertenencia. Llega a los edificios de la plaza por puro accidente, corrida por la policía, y es alojada no sólo en uno de los espaciosos departamentos sino en el centro de una trama de amor y deseo por donde crecen, desde la pubertad a la juventud, los tres nativos del pequeño mundo alrededor de la plaza: el Tunga, Fede y Lali. El relato va y viene en el tiempo y entre los puntos de vista, siguiendo el hilo de las decisiones melancólicas del Tunga y los objetos, lugares y personas que se va intercambiando el trío entre sí. La muerte no es un factor que elimine jugadores sino por el contrario, los vuelve poderosos y omniscientes, en un giro contemporáneo sobre el realismo mágico que dimos en llamar realismo expandido.
No haber "curtido" desde la niñez lo que rodea la plaza (la panadería de Conce, la iglesia Nuestra Señora de las Nieves o la estación de servicio Shell) es lo que convierte a los forasteros en tales, parece ser el subtexto cultural bajo estas contraseñas
El lenguaje que hablan es coloquial y local (zonal, más bien). Diacovich a veces lo transcribe respetando las consonantes aspiradas características. Cosas y seres de la plaza que son entrañables para la memoria colectiva del barrio, tales como el jinete de bronce (obra de Osvaldo Lauerdorf), el arenero, el tanque de agua, las lajas, la pileta, los bancos, la glorieta, el búho, la Escuela 66 (donde cursó la primaria Lionel Messi), cada árbol y el busto de José Hernández (obra de Erminio Blotta) se convierten en personajes secundarios de la novela, que será leída distinto por quienes conocen esas referencias.
No haber "curtido" desde la niñez lo que rodea la plaza (la panadería de Conce, la iglesia Nuestra Señora de las Nieves o la estación de servicio Shell) es lo que convierte a los forasteros en tales, parece ser el subtexto cultural bajo estas contraseñas. Los de la plaza constituyen una tribu, con identidad propia. Los del Fonavi guerrean. Los que son de la plaza abrazan la diferencia de la recién llegada (desde sus diferentes gustos musicales a su historial delictivo) y la reciben con amor y deseo, pero la diferencia permanece. Esto es narrado con firme pulso narrativo, citas del rock e instancias de prosa poética desde una mirada fascinada que construye a cada paso lo maravilloso.
Otra clave de lectura que se encuentra fuera del libro es el misterioso personaje de Ámbaro, alter ego del autor y protagonista de su primera novela, Oro brujo. Ámbaro es de la plaza, se fue con pasaje de ida no se sabe adónde, y se comunica con sus amigos a través de inscripciones en el vientre secreto del tanque, manuscritos encontrados y visiones en sueños telepáticos. La cosmovisión panteísta del autor le aporta un aura única a esto que ya se perfila como una saga. Quizás ese vuelo místico contribuya a una perspectiva muy amplia en lo moral: a una mirada que, si bien está anclada en la clase (media) del autor, no condena a los delincuentes pobres sino, a lo Arlt, se conduele con sus dolores y es acrítica con sus ideales cínicos. Desconcierta la confusa decisión de los dos finales, donde se produce una paradoja (a lo Escher) entre mundos paralelos: un muerto escribe una ficción dentro de la ficción donde su vida sigue, pero en la ficción a secas ha muerto. Alita, la reina de zona sur forma parte de un capítulo muy específico de la inasible categoría de "literatura rosarina": la literatura de la plaza José Hernández.