Pasa en el diseño, así como en muchas otras disciplinas al Sur. Esa manía de mirar al Norte como referencia de validación de todo, de tomar sus modelos como propios, de sentirnos constantemente evaluados, invisibles o marginados; en otras palabras, de actuar como país colonizado que necesita de la aprobación constante del colonizador.

“Tortícolis intelectual” la llamó la prestigiosa periodista especializada y curadora brasileña Adélia Borges, en el marco de un encuentro que reunió en un sitio bien austral a los líderes de importantes prácticas que hacen del diseño un motor para el desarrollo social en diversas regiones de Brasil, Bolivia, Chile, Colombia y Argentina. Casi por primera vez, en 2007, con una lógica Sur-Sur –ya que no había invitados de otras latitudes–, en Temuco, hogar del pueblo mapuche, se llevó a cabo un encuentro con el objetivo de repensar la disciplina del diseño como herramienta para proyectar un mundo más justo, la gran meta y desafío de los confines. Una deuda que tenemos desde siempre.

Miramos durante tanto tiempo al Norte, con el menosprecio de país colonizado, y los tomamos como referentes sin ninguna reflexión o análisis, simplemente haciendo primar nuestra baja autoestima y nuestras inseguridades, pero también lo que es más grave, nos sobreadaptamos y adoptamos sus reglas y paradigmas sin objetarlos. Así, en el mejor de los casos, ellos nos han tratado con paternalismo, y nosotros siempre con una sensación de victimización y dependencia.

Básicamente, dimos por sentado un flujo unidireccional –Norte-Sur– que pocos se decidieron a cuestionar. […]

Aunque muchos los tildaran de ingenuos o utópicos, hubo dos uruguayos que lo hicieron. El primero es el pintor y escritor Joaquín Torres García, quien en la década del cuarenta materializaba un pensamiento que no dejó de pregonar hasta el día de su muerte en su dibujo de una América invertida (ver ilustración), que acompañó con una extensa fundamentación teórica: “Nuestro norte es el Sur. No debe haber norte, para nosotros, sino por oposición a nuestro Sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte”, afirmaba con motivo de la fundación de su Escuela del Sur (Torres García, 1941). 

Con su obra, invierte visualmente la visión europea del mundo, en la que el mapa de América se muestra con el Sur mirando hacia arriba, y se rebela plásticamente a una visión colonialista de la Tierra. Así, propone cambiar, a través del arte, la situación de hegemonía del norte, que ha signado con sus pautas culturales al continente americano a partir de la colonia. […]

El segundo compatriota Uruguayo, Eduardo Galeano, terminó de aclarar todas estas cuestiones que hablan de fuertes relaciones de poder. Así, en 1970, en la introducción de su emblemático Las venas abiertas de América Latina afirmaba: “Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. […] Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan, consumiéndolos, mucho más de los que América Latina gana produciéndolos”.

Para el mundo, afirmaba, América es Estado Unidos. Nosotros, a los sumo, habitamos una sub-América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación. Por eso, nadie mejor que él definiéndola como “la región de las venas abiertas”. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha transmutado en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. […]

Uno de los primeros hallazgos que hice como periodista especializada frente a la pregunta de cuál es nuestro ADN en el Sur es que, en un mundo globalizado que pide a gritos identidad, nosotros ostentamos un gran tesoro: la imaginación. La mayor característica del diseño latinoamericano no pasa por su técnicas o materiales, sino por la mecánica que defino como “del mínimo recurso que es el máximo: la imaginación”.

Como tenemos poco, con ese poco nos arreglamos, lo potenciamos y resignificamos. Transmutamos la falta de recursos en oportunidad. Forzamos y empujamos los límites. Dignificamos de la mejor manera el concepto que sostiene que la necesidad es madre de la toda invención, al que me permito sumar un refrán popular: “Lo que no te mata te fortalece”.

Así, al Sur del Sur, somos superlativamente recursivos. La falta de medios materiales nos pone a funcionar otras herramientas mucho más sutiles y esenciales, y muchas veces nos sorprendemos de cómo, al pasear por mercados o por la calle, somos testigos de lecciones de optimización de recursos, ergonomía y funcionalidad. En Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Perú se pueden encontrar objetos maravillosos llenos de genialidad. Absolutos milagros de inventiva. Por ejemplo, los carritos que usan los vendedores ambulantes, absolutamente personalizados y proyectados al servicio de su producto –desde frutas, ropa, accesorios– en las rutas, playas o calles. También los letreros callejeros, los juguetes o el mobiliario de las casas son ejemplos de diseño popular.

Existen términos propios y exclusivos de nuestro lenguaje que designan prácticas en las que somos originales. Concretamente, el jeitinho brasileño, la busquilla chilena o el rebusque colombiano y argentino dan cuenta de esto. Un verdadero don y patrimonio del Sur, que no hace otra cosa que definir nuestro altísimo grado de recursividad y que, paradójicamente, no ha tenido hasta la actualidad su merecido reconocimiento porque se ha malinterpretado o teñido por disvalores que nada tienen que ver con esta mecánica propia y sumamente interesante de trocar ausencia de recursos en virtud.

La definición de la expresión brasileña jeitinho revela algunas pistas que quizás fueron las que propiciaron estas dicotomías. Por jeitinho se entiende un modo informal de reaccionar que se vale de la improvisación, la flexibilidad, la creatividad y la intuición para solucionar problemas de toda índole que surgen de forma inesperada, pero que requieren de una respuesta inmediata. Así, dar um jeito o dar um jeitinho significa encontrar alguna solución tal vez no ideal o programada, pero concreta y eficaz. Aunque también, y aquí lo que a mi entender a desprestigiado el concepto pero sobre todo a este enorme valor al Sur, es que el mismo término jeito o jeitinho puede referirse a soluciones creativas, pero que no se ajustan a las normas, y/o que tienen cierto éxito creando artificios o proponiendo medidas de dudosa ética. La expresión jeitinho, en diminutivo, asume o acrecienta el sentido negativo, y significa no solamente esquivar o evitar sino violar algunas normas y convenciones cercanas a los artilugios que chocan con aspectos éticos. Casi la misma definición que le cabe al rebusque argentino o colombiano y a la busquilla chilena o la “viveza criolla”, como también se califica en Argentina cuando más que una virtud se destaca una picardía. […]

Fernanda Carlos Borges, en su obra A filosofia do jeito (2006), agrega: “Ese modo cracterístico de conducta (sobre todo del brasileño pobre, pero que también contaminó a los ricos) no es la consecuencia de un atraso, como siempre se ha dicho, sino que revela más bien un criterio ético y una axiología sobre un modo de ser en el mundo que acepta la participación de lo imprevisible, de la fragilidad, de la efectividad y de la invención dentro de la organización”.

* Fragmento editado del libro El alma de los objetos (Paidós), que acaba de ser publicado.